Fundación Mainel. Valencia (2002). 96 págs. 10 €.
Juan María Calles fue uno de los premios Adonais más interesantes de los ochenta con Silencio celeste, un libro lleno de imágenes poderosas, herederas del neosurrealismo reciente y de maestros como Jenaro Talens, de resonancias bíblicas, de pasión por el paisaje rural y de nostalgia por un mundo que se adivinaba perdido. Después, apenas un título nuevo y viejo al mismo tiempo (Extraño Narciso, 1992) y un prolongado silencio que, a uno se le antoja, tiene que ver no sólo con las intimidades del propio itinerario del autor y su proceso de creación, sino con el poco favorable panorama de la poesía de los noventa, en el que Calles no tenía fácil cabida. Ahora la Fundación Mainel publica un nuevo libro suyo, en cuidada edición, tan intenso como extenso, con prólogo de José Luis Villacañas.
Lo primero que se comprueba, y con insistencia, en el nuevo libro de Calles tiene que ver con el cambio de nombres en el ejercicio del magisterio: de Talens, Santiago Castelo o Fernando Pessoa, que presidían aquel Silencio celeste de hace quince años, pasamos a Philip Larkin, Keats y Cernuda, a los que aluden varios versos. Una indicación de preferencias que habla de sensatez, de clasicismo, de experiencialismo y de inteligibilidad: las imágenes visionarias, casi blakeanas, de antaño se han trocado por otras menos audaces y más descriptivas. O mejor: más que trueque, lo que hay aquí es un recorrido desde la anécdota visible y obvia hasta la elucubración más visionaria, que de este modo gana en verosimilitud. «Todo lo que ha empezado ya no importa: / la casa, el árbol, los juegos de los niños, / la culpa y la cobardía sobre la piel desierta. / Oye voces de horror en su alma lastimada, / y su melancolía es una patria sin fronteras / adonde la eternidad instala frías camillas pálidas».
Pero hay otros dos aspectos de este libro en los que se manifiesta más claramente la continuidad con aquellos inicios de los años ochenta: el trasfondo religioso -de signo católico- y la capacidad de fabulación sobre la propia vida, leída como mito o narración alegórica. Juan María Calles sigue siendo un poeta de andenes desiertos, de tardes de lluvia, de trenes que se alejan… Una sentimentalidad directa y honda a la vez que ha ganado en objetividad, en discursividad, en capacidad descriptiva y en variedad formal: desde el endecasílabo sáfico al versículo, desde el poema meditativo de cincuenta versos hasta el reconcentradísimo soneto-anáfora, Viaje de familia proporciona razones sobradas para aquello que se propone: compartir una emoción, pero una emoción más adulta, matizada y abierta a la contradicción que en el verso casi adolescente de Silencio celeste. Si allí su estética caudalosa y visionaria chocaba con el imperativo de figuración, tradicionalismo y concisión del momento, aquí Calles por un lado ha hecho en parte suyo ese imperativo, pero por otro ofrece algunas posibilidades poco frecuentes en el incierto momento de la poesía española actual.
Gabriel Insausti