Crítica. Barcelona (2001). 285 págs. 20,43 €. Traducción: Teófilo de Lozoya.
El historiador británico Peter Burke, catedrático de Historia de la Cultura de la Universidad de Cambridge y miembro del Emmanuel College, examina en esta obra el uso de la imagen como documento histórico. Tomando como punto de partida la insuficiencia de las fuentes históricas tradicionales para abordar temas como la historia de la cultura material, la historia de la infancia o de la mujer -asuntos sobre los que los documentos guardan silencio-, Burke centra su interés en las representaciones plásticas como manifestaciones válidas para la reconstrucción del pasado.
El autor señala: «La idea fundamental que la presente obra pretende sostener e ilustrar es que, al igual que los textos o los testimonios orales, las imágenes son una forma importante de documento histórico. Reflejan un testimonio ocular». Así, todo el libro es un intento de responder a las cuestiones: ¿pueden traducirse en palabras los significados de las imágenes?; ¿qué relación existe entre «realidad» y representación visual?; ¿podemos considerar que las imágenes son más objetivas, más neutras e imparciales que los testimonios escritos?…
El ensayo hace un recorrido exhaustivo por las variadísimas manifestaciones figuradas de la Historia: pinturas, esculturas, monedas, graffiti, cerámicas, fotografías, imágenes cinematográficas, carteles publicitarios o miniaturas medievales, estudiando las distintas funciones que estas representaciones han cumplido a lo largo del tiempo: adoctrinamiento (religioso o político), propaganda, difusión de valores cívicos, etc.
Del análisis lúcido y profundo de todas estas imágenes, Burke extrae una serie de conclusiones de enorme interés para los historiadores. En primer lugar, advierte que la imagen no es algo neutro, objetivo y absolutamente fiable. El autor de la fotografía o de la pintura selecciona qué aspectos de mundo real va a plasmar, no renuncia a una puesta en escena, no es ajeno a los convencionalismos presentes en su entorno y puede dotar a sus creaciones de un tono satírico o moralizante, idealizado o hiriente según los casos. Estas limitaciones y problemas obligan al historiador a situar esa obra dentro del contexto en que se realizó, puesto que el espectador-historiador se enfrenta a una opinión pintada.
La principal dificultad para el adecuado uso de la imagen como documento histórico estriba en determinar cuál es el método interpretativo idóneo para «leer» en la imagen la información que interesa al historiador. Burke analiza las potencialidades y debilidades de los métodos aplicados hasta hoy: el iconográfico-iconológico de Panofsky, la psicohistoria (o aplicación del psicoanálisis a la Historia del Arte), el método estructuralista o semiótico y la Historia Social del Arte practicada por Hauser. El autor no concede un valor absoluto a ninguna de estas técnicas de análisis, y concluye que todas aportan claves interpretativas interesantes y constructivas.
A pesar de las limitaciones expuestas, las imágenes revelan a menudo detalles significativos que complementan y corroboran el testimonio de los documentos históricos convencionales, manifiestan las distintas visiones de la sociedad propias de una época y son especialmente valiosas para rescatar aspectos poco conocidos de la microhistoria social y económica.
Margarita Sánchez