Los Balcanes han sido, en el imaginario de los europeos occidentales, un sitio donde se funden mitos y realidades, donde cualquier exageración pasa por verídica y donde la maldad se halla a sus anchas. No es de extrañar que, con tales preconceptos, las guerras que en la década de 1990 asolaron a Yugoslavia y, a la postre, acabaron fragmentándola, se vieran como la inevitable deriva de unos pueblos que “no saben vivir” como no sea aporreándose.
Ahora bien, en la implosión de un país cuyo lema era Hermandad y Unidad hubo no solo “espontáneos” impulsos fratricidas. Así lo ve José Ángel Ruiz Jiménez, doctor en Historia y profesor en la Universidad de Granada, quien disecciona la complejidad del fenómeno en su obra Y llegó la barbarie.
En Yugoslavia hubo de todo: desde las insuficiencias económicas propias de un sistema de inspiración comunista, hasta un fallido diseño institucional que otorgaba a Bosnia el mismo carácter de república que a Serbia y Croacia, pese a que jamás lo había sido, ni tampoco los propios bosnios, musulmanes en su mayoría, lo pretendían. Un “café para todos” que hace saltar los resortes de la mente en otros sitios, y que allí obligó al Estado a ceder cada vez más competencias a las repúblicas que lo integraban, lo que terminó debilitándolo. Todo esto, en un régimen carente de libertades políticas, en el que el nacionalismo se volvió para muchos un caballo de posta para hacer carrera y obtener beneficios personales.
Ruiz Jiménez describe el auge de un revisionismo histórico que, ya en los años 80, se volvió contra la historia oficial –la de que todas las naciones yugoslavas lucharon codo con codo para derrotar a los nazis y a sus aliados–, y que desenterró los agravios cometidos en el pasado por los ustachas croatas contra los serbios y por los chetniks serbios contra los croatas. “Historias ocultas”, que en su momento sirvieron como una razón más para poner la unidad nacional en el centro de todos los males.
Respecto a los factores externos, el profesor granadino subraya el interés de las potencias occidentales en promover la desintegración yugoslava, que sería una especie de “modelo a escala” de la deseada fractura territorial y política de la Unión Soviética. El libro subraya en especial el rol de Alemania, cuya prisa por reconocer la independencia de Eslovenia y Croacia arrastró tras de sí al resto de una Comunidad Europea que, en el bando vencedor de la Guerra Fría, no tenía entre sus prioridades originales generar tensiones en su periferia. El experimento de la ruptura de Yugoslavia, sin embargo, se vio adelantado por el rápido desplome del comunismo soviético, por lo que ya a inicios de los 90 no era necesario que los Balcanes se atomizaran. Pero las mechas estaban encendidas.
Se preparó así el terreno para una situación –que si no fuera por lo que significó la carnicería posterior, parecería una comedia del cine mudo– en la que pueblos que habían convivido durante siglos, y en los que habían nacido innumerables familias de orígenes nacionales diversos, empuñaron las armas unos contra otros.
“Era una guerra –explica el autor– en la que era necesario pedir documentación y consultar los apellidos para saber, y nunca con total certeza, la nacionalidad del sospechoso”. Una guerra –y en ello cita al periodista de El País Ramón Lobo– “en la que se mata por el tamaño de una nariz. Un combate ciego, mudo y sordo contra catorce siglos de Historia, contra millones de espectros armados de lanzas, flechas, bayonetas, arcabuces, morteros, carros de combate, misiles tierra-tierra. Una cruzada santa que exige reescribir el devenir de todas las cruzadas”.
¿Quiénes son los “buenos” y los “malos” en esta historia? En realidad, encontrar “no culpables” es lo verdaderamente difícil. Por ello, Ruiz Jiménez pone sobre la mesa testimonios, anécdotas, análisis de expertos; herramientas todas para que el lector pueda acercarse a una realidad en extremo compleja, que hoy, décadas después de silenciados los fusiles, todavía genera tensiones silenciosas.