Ancianos activos frente a ancianos «Estado-dependientes»

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El sociólogo Víctor Pérez-Díaz ofrece en la revista Claves de Razón Práctica (Madrid, VI-98) unas sugerencias para que los mayores de 65 años sean considerados como ciudadanos activos de la sociedad civil.

Para Pérez-Díaz, el «problema» de los ancianos consiste en «redefinir su papel como ciudadanos activos de una sociedad civil y no como sujetos habitualmente pasivos, en tanto que clientes del Estado de bienestar, que sólo se movilizarían como partícipes de un grupo de presión interesado en mantener y promover, en su beneficio, ese Estado».

Las proyecciones demográficas anticipan un peso creciente de los mayores de 65 años. Su fuerza demográfica y electoral les hará convertirse en un grupo políticamente crucial. Por lo tanto, los gobiernos procurarán no disgustarles aunque tengan que frenar las indispensables reformas de las pensiones y de la sanidad pública.

Frente a esta concepción de los mayores como personas «Estado-dependientes», Pérez-Díaz sugiere una vía alternativa: «Incentivar a estos ancianos para que prolonguen su actividad económica y su autonomía respecto del Estado (y sus familiares)». Es muy comprensible que muchas gentes mayores vean la jubilación como una oportunidad para disfrutar de su tiempo de ocio con la mayor libertad. Pero «también cabe imaginar formas de actividad menos duras, estimulantes y remuneradoras». Estos ancianos activos podrían tener las satisfacciones conexas con el trabajo: «El gozo de la actividad en sí misma, el sentimiento de hacer algo útil para la colectividad y la autoestima ligada a la sensación de ser económicamente independiente».

Actualmente, la jubilación impuesta les ofrece, en ocasiones, «la oportunidad para participar en la vida familiar o vecinal, en asociaciones voluntarias o en actividades cívicas. En otras, les arranca de la vida y les aparca, anticipadamente, en la antesala de la muerte. (…) Con la jubilación se arranca a veces a estos ancianos de su inmersión en una red de relaciones sociales, construida en torno a una actividad que constituye ‘algo útil que hacer’, para someterles al mixto de placer y de agotamiento del turismo de masas sobre la base fingida de la juventud física que no tienen». En vez de eso, «es probable que para muchos ancianos, al menos hasta bien entrados los 80, una combinación de trabajo a tiempo parcial y un estilo de vida activo y autosuficiente sean opciones de vida factibles y sumamente satisfactorias».

El autor sugiere algunos ejemplos de actividades útiles para la colectividad. «El primer ejemplo es el de los cuidados familiares. Los ancianos pueden ser unos excelentes cuidadores de la infancia. En lugar de abandonar a los niños en guarderías al cargo de gentes a veces poco cuidadosas (…), cabe dar una oportunidad a los abuelos para que atiendan a sus nietos».

Los mayores tienen también un papel que desempeñar a la hora del consejo y de la decisión en todo tipo de actividades. Para ello haría falta revisar los modales de aquellos dirigentes que «fingen que controlan el presente por el doble procedimiento de agitarse con frenesí y de hablar del futuro», y que «tendrían que aprender a tratar a los mayores con un poco más de sosiego y con la delicadeza de quienes valoran el pasado, entre otras cosas porque son sensibles a la importancia de las señas de identidad de los individuos y de los grupos a los que pertenecen».

La capacidad de los ancianos no ya para el consejo, sino para la toma de decisiones, le parece obvia a Pérez-Díaz. «De hecho, varios de los personajes más influyentes en la vida política de este siglo, precisamente porque tomaron decisiones que cambiaron el curso de los acontecimientos, han sido ancianos que habían pasado la edad de jubilación o se acercaban a ella (como Winston Churchill, Konrad Adenauer, Juan XXIII, Juan Pablo II o Ronald Reagan)». Y esto puede aplicarse «no sólo a los grandes espectáculos de la historia sino a los espacios más modestos de la vida diaria, y no sólo a las grandes organizaciones sino a las pequeñas».

«Por lo demás, si estos trabajos se combinan con algunos ‘ejercicios espirituales’ (de una u otra confesión, incluida la de los agnósticos y librepensadores), algunos viajes, visitas a familiares y tiempo para los buenos recuerdos, se puede conseguir una aproximación gradual a la muerte bastante satisfactoria, que se haga sin angustia y que deje una memoria de paz y de reconciliación». Este sería un tercer servicio fundamental que pueden cumplir los ancianos, «el de poder ser testigos de una buena muerte», frente a la tendencia de la sociedad moderna a atribuir un carácter inoportuno y marginal al fenómeno de la muerte.

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