Antídotos contra la mentalidad utilitaria

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La mentalidad utilitaria cambia las reglas de juego de la vida social, al difundir una manera de pensar y unos criterios de estimación concretos. Por eso, contrarrestarla exige cambiar algunos patrones de pensamiento y dejar de asumir como valores supremos de la sociedad los que dicta el utilitarismo.

Una de las expresiones más conocidas de la mentalidad utilitaria es el imperativo de ser productivos y eficientes por encima de todo. Casi nadie discute el deber de ser provechosos o de hacer rendir recursos que son escasos de la mejor manera posible. El problema viene cuando la utilidad se presenta como el único criterio de valoración o el más decisivo, incluso en ámbitos donde tiene poco sentido aplicar el análisis coste-beneficio.

El utilitarismo encuentra un aliado en determinados modos de pensar. Unas veces son tópicos asumidos de forma acrítica; otras, ideas más elaboradas que abrazan una determinada concepción del bien.

Manifestaciones de distinta entidad

En los momentos más críticos de la pandemia, cuando escaseaban los recursos, algunos recurrieron al criterio de procurar el máximo beneficio al mayor número de personas para dirimir el difícil dilema ético de a quiénes dar prioridad en las unidades de cuidados intensivos. Alguna organización médica provocó polémica al recomendar tener en cuenta, entre otros factores, la mayor utilidad social del paciente, cifrada en si tenía personas a su cargo o en la trascendencia de su cometido.

Una variante de este patrón mental es el que asume que lo deseable desde el punto de vista ético es lo que ahorra el máximo de sufrimiento. Por eso, hoy la decisión de no tener hijos se defiende no como una mera opción, sino como un deber moral que más gente debería imitar. Claro que en la vida hay cosas buenas y malas, pero ¿por qué traer hijos al mundo si podemos evitarles todo sufrimiento y, de paso, minimizamos el daño al planeta?

Otra forma de pensamiento utilitarista es la que considera que no pasa nada por hacer el mal para conseguir el bien, una frase que no siempre se verbaliza con esta crudeza y que, por eso, puede ser practicada de modo más o menos consciente… incluso entre los supuestos antiutilitaristas. Así ocurre, por ejemplo, cuando alguien cambia las palabras de otra persona o su sentido para conseguir que digan lo que conviene a una causa o un argumento; cuando alguien reproduce sin permiso en su blog un artículo ajeno alegando que “puede hacer mucho bien”; cuando alguien se niega a reconocer lo que de cierto hay en la postura del rival político para evitar darle ventaja, etc.

En su vertiente más extrema, el utilitarismo se aferra a la excusa de que el fin justifica los medios para dar por buenas acciones contrarias a la dignidad humana, como la tortura para obtener información que salve vidas; la manipulación genética de embriones –o, directamente, su destrucción– para curar a otros; el encubrimiento de delitos para salvaguardar el buen nombre de una institución; la coacción psicológica para llevar a una persona a hacer lo que no quiere hacer, alegando todo tipo de consecuencias benéficas para ella misma, la empresa, el partido…

“Dignidad es lo que estorba”

El primer y más urgente antídoto contra este tipo de acciones es tomar conciencia del valor indisponible de toda persona. Nunca hay buenas razones para tratar a un ser humano como una cosa, para degradarle a la condición de medio. Y a todo aquel que apele a saldos, ponderaciones y cálculos de consecuencias en busca de alguna justificación, el concepto de dignidad no se lo va a poner fácil.

Lo explica muy bien Javier Gomá en su libro Dignidad, en el que define esta “como lo que estorba. Estorba a la comisión de iniquidades y vilezas, por supuesto, pero más interesante aún es que a veces estorba también el desarrollo de justas causas, como el progreso material y técnico, la rentabilidad económica y social, o la utilidad pública. Y este efecto molesto, entorpecedor y paralizante que muchas veces acompaña a la dignidad, que obliga a detenerse y pararse a pensar en ella, nos abre los ojos a la dignitas precisamente de aquellos que son estorbos porque no sirven, los inútiles, los sobrantes, que se hallan siempre amenazados por la lógica de una historia que avanzaría más rápido sin ellos”.

¿A qué sabe la vida lenta?

Nada tiene de extraño que la mentalidad utilitaria se encuentre a gusto con la velocidad. Si el ideal de una sociedad es producir cuanto más mejor en el menor tiempo posible, la lentitud y la calma se ven como un estorbo.

Hoy suena rancio el cantar n.º XXIV de Antonio Machado: “Despacito y buena letra: / El hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas”. Al mismo tiempo, como reacción, no paran de surgir iniciativas y libros que reclaman formas más reflexivas de usar la tecnología, de comer, de consumir, de hacer periodismo…

Detrás hay un deseo de calma, pero también de vivir con más sentido, en una escala más manejable. Como dice uno de los impulsores del movimiento Slow, Carl Honoré: “Despacio significa poner la calidad por encima de la cantidad, estar presente, saborear los minutos y los segundos en lugar de contarlos, dedicar tu tiempo y energía a las cosas que realmente importan, y hacer todo lo mejor, y no lo más rápido, posible”.

Lo humano tiene sus ritmos, sus costes, sus maneras de crear valor…

Otra idea de progreso

Si la lógica utilitarista empuja a ver cada porción de tiempo como una parcela de la que sacar frutos cuantificables, el movimiento lento invita a recuperar el gusto por la vida: leer por el placer de leer, no por ser más culto; descansar por el mero hecho de gozar de un rato al sol, de un paseo o de una conversación, no como medio para lograr la felicidad óptima que nos permita seguir siendo productivos, etc.

La apoteosis de esta actitud antitutilitarista sería la estrategia de resistencia de Jenny Odell, que resume en el lema “No hacer nada”. En realidad, sí que hay que hacer algo: dejar de estimar lo que hacemos por su valor productivo y descubrir que hay muchos momentos en la vida que son “fines en sí mismos, no peldaños” hacia otras cosas.

Frente a una idea voraz e insaciable del progreso –“ligada a la idea de poner algo nuevo en el mundo”, de buscar todo el día lo disruptivo, “la novedad y el crecimiento”–, ella propone otra que incluye verbos como mantener, cuidar, demorarse, observar… No hacer nada es pararse a percibir todo lo que hay en esa “realidad aumentada” que es la vida que tenemos.

Locura métrica

La mentalidad utilitaria concede mucha importancia a lo cuantitativo. Cuantificar es poner números; y allí donde hay números, es más fácil calcular si se están maximizando beneficios. Hoy este patrón se ve reforzado por el culto a las métricas, que permite comparar multitud de datos de forma rápida… y eficaz.

El problema es que aplicar este criterio en todos los ámbitos puede conducir a resultados bastante inhumanos. Lo advertía el sociólogo Steffen Mau, para quien la creciente tendencia a valorar a los empleados según criterios cuantitativos está dando lugar a un nuevo sistema de estimación social, en el que ya no importa tanto el valor del trabajo bien hecho como puntuar mejor que el resto en las métricas correctas. Lo que inevitablemente conduce a la desvalorización del trabajo.

Esta lógica es bien visible en el ámbito periodístico, donde conseguir impactos (visitas, me gusta, retuits…) se ha convertido en el indicador definitivo del éxito. Medios como The Guardian y The New York Times ya han empezado a reaccionar contra la locura métrica, y hoy se preguntan si sus artículos están sirviendo para aportar sentido y comprensión, que es donde ellos cifran el verdadero éxito. Los propios periodistas del diario neoyorquino, cuyo modelo de negocio se basa principalmente en las suscripciones, entienden que las noticias más valiosas a menudo no son las que más clics consiguen, sino las que afianzan en sus lectores la convicción de “que están obteniendo informaciones y perspectivas que no pueden encontrar en ningún otro lado”.

La primacía de lo humano

Prescindir de lo cualitativo en nombre de la productividad es seguramente una de las vías más rápidas para socavar lo humano. Lo denunciaba Odell: una sociedad que exige traducir todo lo que hacemos en beneficios económicos, acaba desechando desde acciones tan alejadas de lo útil como contemplar, escuchar o meditar, hasta los tiempos (descanso, diversión…) y los espacios no productivos (parques, jardines…).

Un ejemplo ilustrativo: ya hay quienes recomiendan abandonar las fórmulas de cortesía en los correos electrónicos, como dar las gracias, para evitar el exceso de interacciones y, de paso, contaminar menos. Algún estudio calcula incluso las toneladas de carbón que ahorraría el Reino Unido si los británicos enviaran menos mensajes de agradecimiento.

Claro que es muy conveniente evitar los correos innecesarios, pero no hay por qué renunciar a la calidez para ser más provechosos y sostenibles. Al final, el imperativo de la productividad siempre encuentra motivos para parecer razonable y salirse con la suya. Pero en algún momento hay que plantar cara al chantaje y recordar que lo humano tiene sus ritmos, sus costes, sus maneras de crear valor…

Y yo, ¿quién quiero ser?

En La opción benedictina –un libro más interesado en espolear formas de pensar y modos de vida contraculturales que en crear guetos para creyentes–, Rod Dreher lamenta algunas manifestaciones de la mentalidad utilitaria.

Muchas escuelas –incluidas las de inspiración cristiana– dan por hecho que lo primordial es preparar a los alumnos para el mercado laboral y asegurar que tengan el éxito suficiente para llevar una vida cómoda. En política, el compromiso cívico de quienes quieren contribuir a la regeneración ética de la sociedad, cada vez aparece más condicionado por la necesidad de ver resultados inmediatos…

Frente a estas actitudes, Dreher insiste en despertar antes que nada el deseo de “una vida íntegra”. Y pone como ejemplo a los disidentes checos bajo el régimen comunista, cuyo programa de resistencia sintetiza con unas palabras de Flagg Taylor, estudioso de esos movimientos: “Se hicieron a la idea de que sus acciones merecían la pena por sí mismas y no por las consecuencias concretas y cuantificables que pudieran tener”.

En este caso, sus acciones sirvieron para ir ganando libertades, pero hay que estar dispuesto a experimentar que la rectitud no siempre tiene premio. Aquí el criterio decisivo no es qué consigo ni cómo le va a los demás, sino quién quiero ser.

Educar en la belleza

En general, a la mentalidad utilitaria –ya lo hemos visto– le importa poco cómo son las cosas en sí. Por eso, otro gran antídoto contra este modo de pensar es educar en que las personas tienen un valor intrínseco y en que hay actitudes, actividades, cosas… que son valiosas en sí mismas.

El propio tiempo en el aula ya debería verse como una oportunidad para zambullirse en el puro disfrute de la vida intelectual como un fin en sí mismo, como reivindica José María Torralba en Una educación liberal.

Y dentro de todas las experiencias de formación antiutilitaria posibles, una de las más necesarias hoy es la educación en la belleza. Makoto Fujimura da dos motivos: primero, porque la belleza nos enseña que hay cosas que objetivamente merecen estima. Y segundo, porque educar en la belleza es educar en que el valor supremo de una sociedad no es la utilidad. O en otras palabras: es educar en una comprensión de la vida más elevada que la que ofrece la mentalidad tanto produces, tanto vales.

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