Contrapunto
En la prensa norteamericana de los primeros días de mayo, una noticia rivalizaba en titulares con las elecciones en Sudáfrica y la autonomía palestina: el gobierno de Singapur iba a castigar con seis golpes de fusta a un joven norteamericano de 18 años, que se había reconocido culpable de actos de vandalismo como pintar y rayar coches y arrancar señales de tráfico. En Singapur este castigo es rutinario, pero la explotación del caso en la prensa norteamericana lo transformó en un asunto de Estado. El presidente Clinton pidió clemencia por tres veces y el Departamento de Estado convocó al embajador de Singapur para entregarle una nota de protesta. Al final, como gesto de buena voluntad con un trasero norteamericano, le dieron sólo 4 fustazos.
La prensa norteamericana dedicó sesudos análisis a las consecuencias físicas y psíquicas de este «bárbaro castigo» o «forma de tortura». Un psiquiatra de la Universidad de Massachusetts predijo, a distancia, que existía «un grave riesgo» de que el chico se suicidara si recibía los fustazos.
No obstante, las encuestas indicaban que casi el 40% de los norteamericanos, hastiados del creciente vandalismo y crimen en sus barrios, no ven con malos ojos tal castigo. Más bien piensan que una corrección a tiempo puede evitar males mayores, como parece indicarlo el hecho de que los ciudadanos de Singapur disfrutan de una seguridad que para sí la quisieran ellos.
Quizá puede servir incluso para que los jóvenes sufran menos violencia. Lo más alarmante del informe de criminalidad en 1993, recién publicado por el FBI, es el aumento de asesinatos de jóve-nes y adolescentes a manos generalmente de sus coetáneos: 37 homicidios por cada cien mil varones de 15 a 24 años. Y el crimen engendra a veces un castigo radical. No en vano el Tribunal Supremo norteamericano decidió en 1989 que era consti-tucional la pena de muerte aplicada a jóvenes que cometieron asesinatos cuando tenían 16 ó 17 años. El que esté libre de «castigos bárbaros» dé el primer fustazo.
Juan Domínguez