La plena inclusión de las personas que padecen algún tipo de discapacidad representa una importante aspiración de las sociedades democráticas y el modo de tratarlas dice mucho de la ética pública de una sociedad. En las últimas décadas ha habido avances muy significativos. Pero ciertos cambios terminológicos –como es el caso de la expresión “diversidad funcional”– revelan que, en el mundo de la discapacidad, se viene librando una batalla ideológica de gran calado.
Según informa Europa Press, el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI) solicitará a las instituciones comunitarias la definición para toda la Unión Europea de un mismo concepto de persona con discapacidad. Se busca, de esta manera, que los ciudadanos europeos que sufren alguna discapacidad no vean limitados sus derechos cuando se trasladan a otro país de la Unión. Esta iniciativa representa un botón de muestra del esfuerzo que las personas con discapacidad se ven obligadas a sostener para conseguir su plena inclusión.
La creciente empatía con las personas que padecen discapacidades se manifiesta, además de en una mayor visibilidad –recordemos el éxito de la película Campeones y, más recientemente, la campaña de sensibilización #IgualDeDiferentes– , en el lenguaje. Hablar de “personas con discapacidad” resulta, seguramente, más respetuoso que decir de alguien que “es” un discapacitado, y no digamos que es “subnormal”, “disminuido”, etcétera. En esa línea parecen encontrarse expresiones del tipo “personas con capacidades diferentes” y otras similares. Asimismo, han hecho fortuna los sintagmas “diversidad funcional” y el correlativo “personas con diversidad funcional”. Pero, más allá de un posible nuevo caso de corrección política, conviene conocer qué cambio cultural se pretende introducir con la referencia a la diversidad.
¿Una discriminación impuesta?
Los términos “diversidad funcional” o “personas funcionalmente diversas” aparecen publicados por primera vez en la web del Foro de Vida Independiente en mayo de 2005, de la mano de Javier Romañach y Manuel Lobato. Poco después, en 2006, veía la luz el libro de Romañach y Agustina Palacios titulado El modelo de la diversidad: la bioética y los derechos humanos como herramientas para alcanzar la plena dignidad en la diversidad funcional. A partir de ahí vinieron los desarrollos de otros autores en revistas de sociología y comenzó a popularizarse ese giro.
El modelo social de la discapacidad considera que quien discapacita es la sociedad
¿Por qué ese cambio lingüístico? La respuesta no es sencilla para quien no esté familiarizado con la problemática de la discapacidad. Por una parte, los mentores del cambio consideran que el término “discapacidad” conlleva valorar a las personas, antes que nada, por sus capacidades, de modo que el término “discapacidad” sería constitutivamente una forma negativa de referirse a un colectivo de personas, lo cual a su vez reforzaría la discriminación secular de la que han sido y siguen siendo objeto las personas que denominamos “discapacitadas”. Porque, efectivamente, los promotores de este cambio lingüístico asumen que quienes llamamos “discapacitados” constituyen un colectivo discriminado por el resto de la sociedad. De este modo, la propuesta se enmarca en la línea que viene trabajándose dentro de los disability studies, que ponen el énfasis en la forma en que la sociedad aborda la discapacidad.
El enfoque de estos estudios, gran parte de ellos integrados en lo que se denomina “modelo social de la discapacidad”, quedó expresado con rotundidad en el manifiesto de 1976 de la Unión de Personas con Deficiencias Físicas contra la Segregación (UPIAS, según sus siglas en inglés), al sostener que “quien discapacita es la sociedad”, de modo que la discapacidad no constituiría propiamente una condición del individuo sino una construcción social.
Es verdad que se distingue entre deficiencia y discapacidad, de modo que por “deficiencia” cabría entender la mera afectación corporal del individuo, mientras que “discapacidad” expresaría más bien el conjunto de limitaciones impuestas por la sociedad, a través de las barreras de todo tipo, y que impiden que la persona con discapacidad pueda actuar con autonomía. Pero, al fin y a la postre, lo decisivo en estos estudios es la consideración de la discapacidad como resultado de la discriminación sufrida por personas con “diversidad funcional”.
Diversidad y normalidad
La relevancia que en los disability studies se da a cómo la sociedad se ocupa de la discriminación –innegable, por otra parte– parece ir de la mano de cierto olvido de la propia condición orgánica; algo que, por su parte, subrayan los defensores de la “diversidad funcional” cuando sostienen que no existen personas “discapaces” o discapacitadas, sino funcionalmente diversas, personas que realizan las mismas funciones que el resto, pero de una manera diferente. La intención no es quizá tanto hacer de menos la condición corpórea cuanto afirmar el valor de la diversidad. Mientras que la idea de discapacidad connotaría negativamente a quien la padece, la de diversidad representaría la forma de acceder de una manera completamente positiva a las personas que padecen alguna limitación orgánica.
Entender la discapacidad como mera diversidad no hace justicia a un sufrimiento radicado en la propia condición corporal
Tal sugerencia se presenta metodológicamente como alternativa a la idea de normalidad. La diversidad posee un valor propio, y tal valor ha de afirmarse frente al valor “normalidad”: solo habría situaciones corpóreas diversas, de modo que estar ciego, sordo, parapléjico o tetrapléjico no sería mejor o peor que ver, oír, caminar o moverse: son solo maneras diversas de darse la situación corpórea y de organizar la vida el individuo. Para ello, se denuncia –en la línea de Foucault y de Georges Canguihem– el concepto de normalidad corpórea como un valor opresor. La idea de normalidad sería la causa de que una mayoría social que posee determinadas capacidades físicas impida que una minoría social –a quienes denominamos discapacitados– goce de la misma autonomía. Las personas discapacitadas representan, por tanto, una minoría oprimida.
El cambio terminológico apunta a un nuevo paradigma cultural que habría de cuestionar la lógica dicotómica, pretendidamente universal, salud/enfermedad. Imposible no acordarse en este punto del rechazo de la teoría queer a lo que denominan una concepción binaria del sexo (masculino/femenino). No se trata, por tanto, de evitar unas palabras que pudieran no ser del todo respetuosas con las personas discapacitadas, sino de transformar nuestros conceptos.
Cabe, por una parte, cuestionarse por todo lo dicho si al cambio terminológico propuesto le asiste un fundamento conceptual adecuado. Por otra parte, ¿tiene sentido que la sociedad realice esfuerzos adicionales –los colegios de educación especial, por ejemplo– para atender a las necesidades de personas que, simplemente, son diversas? Hay que tener en cuenta, además, que nombrar las situaciones de discapacidad como mera diversidad no acaba de hacer justicia a un sufrimiento radicado en la propia condición corporal y anterior a cualquier discriminación de la que se pueda ser objeto. Se entiende el deseo de que las personas con discapacidad no se sientan excluidas ni rechazadas, pero reducir la discapacidad a diversidad, además de hacer de menos a nuestra condición corpórea, hace un flaco favor a la adecuada comprensión que de sí mismas pueden elaborar las personas que padecen alguna discapacidad.
En definitiva, la dignidad de la persona –un elemento nuclear en la propuesta de la diversidad funcional– se protege seguramente mejor aceptando que la discapacidad sufrida es real y previa a cualquier discriminación que se pueda padecer. Y ello porque el reconocimiento propio y social de la discapacidad, precisamente como discapacidad, no hace perder un ápice de la dignidad humana. La insistencia en percibir las limitaciones como meras diferencias más bien insinúa que las discapacidades cuestionan nuestra dignidad.
Próximo artículo de la serie: Diversidad de escaparate (Rafael Serrano)