El Estado del bienestar, que se proponía amparar al ciudadano de la cuna a la tumba, entró en crisis desde los años ochenta y hoy pide a gritos que alguien le cuide. Sus dificultades financieras le impiden mantener los actuales niveles de protección. ¿Hay que renunciar a los ideales sobre los que se fundó o basta una cura para evitar la quiebra? Una reciente conferencia internacional de Asociaciones Empresariales Privadas celebrada en Madrid (1) examinó el problema.
Es prácticamente unánime la convicción de que el Estado del bienestar se ha hecho insostenible. Cabría pensar que el problema, aunque grave, es coyuntural, y que se superará cuando se den otra vez las condiciones (crecimiento fuerte y continuo, pleno empleo, población relativamente joven). Sin embargo, nadie en el simposio manifestó esa confianza. La «globalización» de la economía -que endurece la exigencia de competitividad-, la gran movilidad de los capitales y la rapidez de los cambios económicos y tecnológicos -que hacen cada vez más difícil el empleo seguro-, junto con las tendencias demográficas, parecen conspirar contra la vuelta a los buenos tiempos.
Los buenos tiempos han pasado
Por eso, a la vista de la situación a que se ha llegado, muchos se preguntan si el mismo Estado del bienestar no se ha convertido en parte del problema. De hecho, varios participantes en la conferencia señalaron que, además de logros, ha tenido efectos contraproducentes. ¿Se pueden eliminar o mitigar sin cambiar el planteamiento o sólo resultan intolerables a partir de cierto nivel de protección? Pero aunque se crea que es una cuestión de tamaño, no falta quien dice que el Estado providencia tiende por su misma naturaleza al crecimiento ilimitado, por lo que es inevitable revisar los principios. La pregunta es, pues, si el Estado del bienestar necesita una reforma o una refundación.
¿Cómo se ha llegado a la situación actual? Kjell-Olof Feldt, socialdemócrata sueco, ex ministro de Hacienda, reconoce que los impulsores del «modelo sueco» -él mismo entre ellos- no supieron comprender que «para que un Estado del bienestar generoso y que lo abarque todo pueda financiarse sin necesidad de recurrir a unos niveles de impuestos absurdamente elevados, es necesario que una gran proporción de la población tenga buenos empleos y genere, gracias a ello, un volumen suficientemente alto de ingresos que puedan ser gravados por el Estado». Y además, añadió, esas rentas han de crecer constantemente.
Cuando tales condiciones no se dan, se reduce la base financiera del sistema y aumentan los gastos. La historia es conocida. Primero llegó la primera crisis del petróleo y apareció un paro que se resiste a todas las curas, con la consiguiente presión sobre los seguros de desempleo.
Por otro lado, el envejecimiento demográfico ha golpeado duramente a la sanidad pública. La mayor proporción de personas mayores supone una disminución relativa del número de cotizantes y mayores gastos absolutos, ya que los pensionistas requieren más atenciones médicas.
En cuanto a los efectos de las prestaciones sobre los costes laborales, el caso típico es el alemán, que explicó Rolf Kroker. El trabajador alemán es el más caro del mundo, aunque su alta productividad compensa en parte esta carga. Pero no es el que más cobra, pues el 45% de su salario bruto son cotizaciones al Estado del bienestar. Esto significa que un empleado alemán sólo gana, en promedio, 12 marcos netos por cada 100 marcos de aumento del salario bruto. Para Kroker, esto es un importante desincentivo, que daña la competitividad del país y además tiende a erosionar la misma base de recursos del Estado providencia.
Un sistema predispuesto a engordar
Nadie en la conferencia negó los beneficios que ha traído el Estado del bienestar. Pero diversos ponentes se fijaron en los efectos secundarios intrínsecos al sistema.
Conrad J. Oort (Holanda) señaló que la providencia pública distorsiona los precios, disuade del esfuerzo personal, fomenta conductas insolidarias al multiplicar las posibilidades de demandar ventajas de los recursos colectivos. En especial, subrayó, aumenta los costes laborales, lo que perjudica la competitividad y el empleo. Como no queremos el «capitalismo salvaje», estamos dispuestos a tolerar esos efectos hasta cierto punto. Lo malo, añadió Oort, es que «la dinámica del Estado del bienestar tiende a agravar esos problemas con el paso del tiempo».
¿Por qué es tan difícil someter a disciplina el Estado del bienestar? Jaakko Iloniemi (Finlandia) se refirió al mecanismo por el que se deciden los gastos sociales en una democracia. Si los gastos adicionales se financiaran con impuestos adicionales, el Estado del bienestar no pasaría los actuales apuros. La mayoría debería estar a favor de presupuestos equilibrados.
¿Por qué no sucede así? La explicación más probable es política: no es fácil ganar elecciones prometiendo más impuestos, mientras que los individuos no perciben la relación entre el gasto social y los tributos. Por eso, concluye Iloniemi, hacen falta métodos para que la gente, cuando demanda más prestaciones, no olvide plantearse de dónde saldrá el dinero y cómo contribuirá personalmente al nuevo esfuerzo. Una posibilidad es que no pueda decidirse ningún aumento de gasto sin decidir también una fuente de financiación.
Limitarse a lo imprescindible
Primera conclusión: la providencia pública no puede sustituir a la previsión individual. Para mantener el Estado del bienestar es preciso volver a la responsabilidad personal, de modo que nadie crea que el Estado podrá costear todo: así lo subrayó André Leysen (Bélgica). Segunda: por tanto, quizá habrá que olvidarse de concebirlo como instrumento para promover la igualdad económica y limitarse a que garantice un mínimo de subsistencia.
Eso dijo Oort, y -lo que resulta más significativo- también, con resignación, varios ponentes suecos. Entre ellos, Birgitta Swedenborg (ver servicio 154/96) concluyó que «existe un serio conflicto entre los objetivos de un Estado del bienestar ambicioso, como el sueco, por un lado, y la eficacia y el crecimiento, por el otro».
En definitiva, sentenciaron los participantes, el Estado del bienestar no puede ser un sustituto del crecimiento para evitar la pobreza y elevar el nivel de vida. Eso sólo se logra con los frutos del trabajo. Entre los extremos del mercado dinámico pero cruel, que deja en la cuneta a los menos afortunados, y una protección tan generosa que grava de modo insoportable la actividad productiva, dijo Willem de Ridder (Holanda), lo único que cabe es buscar un punto de equilibrio.
Podar para conservar
Llegado el momento de proponer soluciones, varios ponentes se preguntaron si podría sanearse el Estado del bienestar sin necesidad de reducir sus servicios. La solución obvia -aumentar las cotizaciones e impuestos- es políticamente poco factible, como se ha visto. Además, casi todos están convencidos hoy de que las prestaciones no pueden seguir creciendo al mismo ritmo, aunque fuera sin déficit, pues eso exigiría unas exacciones tales, que perjudicarían seriamente el crecimiento económico. La presión del Fisco y de la Seguridad Social es ya muy elevada en relación con el PIB (ver tabla), de modo que queda poco margen para aumentarla.
Entonces, ¿cómo recortar los gastos sociales? La renuncia al Estado del bienestar, sustituyéndolo por la previsión privada y subsidios para las situaciones extremas, no se aceptaría, y haría seguramente que aumentaran mucho los casos de pobreza. Es más realista acometer recortes parciales en todos los capítulos de gastos sociales. Estas son algunas posibilidades propuestas en el simposio:
- Podar las ramas muertas. Kroker insistió en que el Estado del bienestar debe desprenderse de cargas que ha ido adquiriendo pero que no le corresponden, porque exceden sus funciones básicas de seguridad. Ejemplos: recapacitación de parados y creación de empleos, a expensas del seguro de paro; anticoncepción y aborto, a expensas de la sanidad pública; jubilaciones anticipadas, o reestructuraciones de empresas a costa del sistema de pensiones.
- Retraso de la edad de jubilación. Hubo acuerdo general en esto, porque el futuro demográfico no permitirá el lujo de retirarse a los 55.
- La medida más drástica sería sustituir el sistema actual por una «red de seguridad» igualmente universal, pero limitada a garantizar el mínimo de subsistencia.
- Varios ponentes recalcaron la necesidad de que las prestaciones por paro, enfermedad, etc. no compensen del todo la pérdida de ingresos.
- Otros, como el japonés Kunitake Nomura, dijeron que el Estado providencia tendría que ser sólo para ayudar a los necesitados. Pero no debería pagar servicios sanitarios o pensiones a quienes pueden costeárselos. Habría que poner un límite de renta para acceder a esas prestaciones.
A lo que se opuso decididamente el premio Nobel James Buchanan por principios de política general. Dijo que un sistema financiado con las aportaciones de todos no puede excluir a nadie. Una vez admitidas discriminaciones, no se podrá evitar que se implanten otras menos justificadas. Y se abriría la puerta a la explotación de un sector de la sociedad por parte de otro. La parte perjudicada -la de rentas altas- buscaría seducir a la de rentas bajas para formar una coalición contra los principales beneficiados -las clases medias-, que luego reaccionarían a su vez de similar modo. El juego político adquiriría una tendencia perversa, en que cada sector perseguiría formar una mayoría para explotar a la minoría. - Sin necesidad de seleccionar a los beneficiarios, se puede al menos fomentar la exclusión voluntaria del sistema. Esta es la propuesta de Diogo Lucena y Alfredo Marvão (Portugal) para la sanidad. Los seguros de enfermedad privados no pueden garantizar la asistencia universal, pero pueden descargar al Estado de parte del peso que soporta y a la vez participar en la economía productiva.
Rafael Serrano
Las nuevas prioridades de la protección social
El diagnóstico es unánime: es preciso reformar los sistemas de protección social. La terapia, discutida. Para formular unas directrices, expertos de la OCDE acaban de celebrar en París una conferencia de alto nivel bajo el lema «Horizonte 2000: las nuevas prioridades de la política social».
Los expertos de la OCDE advierten una desigualdad creciente entre diversas categorías sociales. Es en el Reino Unido donde la diferencia entre ricos y pobres ha aumentado más desde los años 80, pero la misma tendencia se observa en Estados Unidos, Suecia, Australia o Japón. En la marginación de ciertos grupos influye un conjunto de factores, que van desde las deficiencias de educación hasta las condiciones de vivienda o la inestable situación familiar. Y aunque las transferencias monetarias eviten la pobreza absoluta, no arreglan por sí solas la exclusión social. Por eso una protección social basada sólo en ayudas monetarias no está adaptada a la situación de hoy: «El objetivo de la política social es romper el ciclo de dependencia reforzando los incentivos al trabajo».
La desigualdad es especialmente palpable entre dos categorías: las familias en las que los dos padres trabajan y aquellas en las que ninguno de los dos tiene empleo. Las primeras no sólo tienen más renta, sino también menos riesgos, pues pueden acumular reservas que les proporcionan un colchón de seguridad contra fluctuaciones importantes en sus ingresos. En cambio, aquellos que intentan entrar en el mercado de trabajo con escasas cualificaciones o con cualificaciones poco requeridas, se encuentran con que el coste de las cotizaciones sociales a cargo del empleador limita la oferta de trabajo. Además, puede haber poca diferencia entre un empleo poco atractivo con salario bajo y la renta mínima garantizada, lo que no incita a trabajar. Por eso, el informe preparado para esta reunión de la OCDE afirma: «El sistema en conjunto proporciona un seguro a aquellos que no lo necesitan y que lo financian, mientras que no es capaz de proporcionar oportunidades de empleo a los que las necesitan desesperadamente».
Viejos y jóvenes
Otro tipo de diferencias se advierte en la distinta evolución de los jubilados y de los jóvenes. Con el aumento de la esperanza de vida, los gastos públicos dedicados a los retirados han aumentado y la carga de asegurar las pensiones recae sobre una población activa en proporción menos numerosa. Los jubilados que han tenido una carrera profesional satisfactoria han acumulado riqueza. De hecho, la alta tasa de ahorro de los pensionistas en muchos países de la OCDE indica que la vejez ya no es sinónimo de pobreza.
Ahora, dice la OCDE, es en otros grupos de edad, particularmente los jóvenes, donde hay que tomar medidas para evitar la pobreza. El gran número de jóvenes que no están estudiando ni tampoco trabajando es un signo claro de desajuste social.
No se trata de dar marcha atrás en la garantía de las pensiones. Pero se puede reconsiderar el tratamiento fiscal favorable que muchas veces reciben los mayores, o las tarifas subvencionadas de que se benefician y a las que no tienen derecho familias jóvenes de baja renta.
Al peso de las pensiones hay que agregar el de las prejubilaciones y el de las pensiones de invalidez. En este campo hay conciencia de que existe bastante fraude. En más de la mitad de los países de la OCDE en 1992, el número de beneficiarios de estas prestaciones era igual o mayor al de parados y representaba uno de los principales capítulos de los gastos sociales. Muchas veces se disfraza de «inválidos» a trabajadores que ya no son necesarios; o se adelanta la jubilación para «solucionar» una reducción de plantilla. Pero esto, además de encarecer la factura social, apenas ha ayudado a crear puestos de trabajo para los jóvenes. Más bien, consume recursos que podrían dedicarse a ayudar directamente a los jóvenes.
En definitiva, el informe de la OCDE constata que la gran diferencia actual está entre los integrados y los excluidos del mercado laboral. «Tal como se ha desarrollado hasta la fecha, el Estado providencia ha sido un éxito en lo que se refiere a proporcionar una seguridad en los ingresos a los ya integrados en la fuerza laboral, tanto durante su vida activa como en la jubilación». Sin embargo, «el principal riesgo que las familias corren hoy es que sus hijos no sean capaces de establecerse por sí mismos en la vida laboral». Y la protección social tradicional carece de recursos frente a estos riesgos. Se suponía que cada generación debía abrirse camino en la vida, y sostener, mediante transferencias de renta, a los ya jubilados o a los temporalmente desempleados.
Lo que funcionaba mientras los beneficiarios eran la excepción se transforma en una rémora cuando se generaliza. El crecimiento en la proporción de la población que vive de la ayuda social mina la confianza del público en el sistema. Así, el hecho de que la palabra welfare se haya convertido en «políticamente incorrecta» en Estados Unidos ilustra esta situación.
Reforzar los incentivos al trabajo
Los expertos de la OCDE ven necesario que la reforma de la política social busque medios de proteger contra la pobreza que, al mismo tiempo, favorezcan un crecimiento cuyos frutos lleguen a todos. «Esto implicará abandonar las medidas pasivas de transferencia de renta sustituyéndolas por unas medidas que positivamente refuercen las cualificaciones sociales y laborales de los necesitados». De todos modos, el informe advierte que a corto plazo el coste de estas medidas no será probablemente menor que las transferencias a las que pretende sustituir.
También consideran necesario «abandonar la idea de que la política social solamente puede llevarse a cabo por instituciones gubernamentales». De hecho, las instituciones sin ánimo de lucro ocupan un papel cada vez más importante en las economías de la OCDE y a través de ellas puede canalizarse también la financiación de la protección social.
Para reforzar los incentivos al trabajo entre los beneficiarios de las ayudas, éstas deberían ir dirigidas a mejorar las oportunidades de empleo de quienes las perciben, a través de variadas formas de enseñanza profesional y trabajo comunitario.
Aceprensa
(1) «El Estado del bienestar a examen: un reto para el sector privado», X Conferencia Internacional de Asociaciones Empresariales Privadas, Madrid, 28-29 octubre 1996.