Ser testigo de un terremoto que acaba con la vida de 230.000 personas es una tentadora ocasión para mirar al cielo y pensar en alguna maldición, máxime si, poco tiempo después del sismo, la zona destruida es visitada por huracanes, inundaciones y males como el cólera.
En Haití, donde en enero de 2010 pasó exactamente eso, Mons. Pierre André Dumas, obispo de Anse-a-Veau et Miragoane (en el sur del país), se encaminaba todos los días hacia una lejana población. Una emisora de radio había quedado en pie allí, y él la utilizaba para dirigirse a sus conciudadanos y convencerlos de que aquello no era un castigo divino. Vista la magnitud del seísmo, que no respetó la solidez del palacio presidencial ni de la imponente catedral, era necesario insis…
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