Las cifras nos gritan desde los titulares. “Un millón de niños mueren al año por malaria”. “850 millones de personas en el mundo pasan hambre”. “La población africana alcanza los 900 millones, con un crecimiento del 2,4% anual”. “La mortalidad materna causa medio millón de víctimas al año”. Nuestra época está tan obsesionada con la cifra que pensamos que todo se puede contar, que nada escapa a nuestro afán de exactitud. Aunque no podamos resolver muchos problemas, por lo menos sabemos cuántos los padecen. Esto nos da cierta seguridad, pues cifrar el problema parece que empieza a ponerlo bajo control.
Pero ¿realmente tenemos instrumentos suficientemente fiables para tomar el pulso a la humanidad? Un comunicado que acaba de publicar la Organización Mundial de la Salud es capaz de inocular escepticismo. El comunicado informa de los nuevos esfuerzos del Health Metrics Network, grupo cuyo objetivo es impulsar que los países que aún no lo hacen lleven un Registro Civil de nacimientos y muertes. Resulta que, a falta de Registro Civil en muchos países, ni tan siquiera podemos estar seguros de cuántos nacen, de cuántos mueren ni, por supuesto, de qué mueren.
“La falta de sistemas de Registro Civil -dice el comunicado- significa que cada año casi el 40% (48 millones) de los 128 millones de nacimientos mundiales no son registrados. La situación es incluso peor respecto al registro de las muertes. Dos tercios (38 millones) de los 57 millones de muertes anuales no son registradas. La Organización Mundial de la Salud solo recibe estadísticas fiables de causas de muerte de 31 de sus 193 Estados miembros”.
No parece aventurado suponer que esos 31 países son países del área de la OCDE, que disponen de un registro estadístico sanitario más fiable. Pero como la población de esos países no llega ni a la quinta parte de la población mundial, la realidad es que en este asunto de las causas de muerte más que lagunas tenemos océanos de ignorancia.
A falta de datos seguros procedentes del Registro Civil, los estadísticos están acostumbrados a manejarse con estimaciones de población, proyecciones, muestras más o menos representativas, puntos de observación significativos, etc. Todo esto proporciona cierta información útil, pero siempre muy incompleta e insegura del tamaño, del estado y de las necesidades de la población.
Lo malo es cuando se olvida que ese dato es una mera estimación y a la hora de su publicación se transforma en estadística inobjetable. ¿Qué sentido tiene asegurar que en Afganistán el 46% de los niños menores de 5 años están faltos de peso? En realidad, ni sabemos cuántos niños hay en Afganistán ni cuál es su estado de salud, aunque no hace falta ser un experto para afirmar que no puede ser muy bueno. Quizá se ha pesado a una muestra de niños de escuelas o servicios pediátricos de Kabul, pero nada nos garantiza que estén en la misma situación que los de las extensas zonas del país donde el gobierno de Kabul no pesa nada.
El afán de impresionar
Muchos de esos supuestos datos estadísticos proceden de informes de las agencias de ayuda al desarrollo y de ONG que quieren conmover al Primer Mundo para que aumente su ayuda al Tercer Mundo. Y como se trata de una causa noble, parece haber menos empacho a la hora de fabricar estadísticas aunque sea con bases muy poco seguras. Lo importante es que llamen la atención y se graben en la memoria. Por eso es sospechosa la frecuencia con que la cuantificación de un problema social se convierte en un número redondo.
Un corolario del mismo afán cuantitativo es ofrecer un remedio tan sencillo como la enfermedad, con objetivos cifrados para demostrar que uno va en serio: escolaricemos al 80% de las niñas, vacunemos al 90% de los menores de cinco años, disminuyamos en un tercio la malnutrición… Si se trata de costes siempre se puede hacer una comparación llamativa del tipo: con el coste de un avión de combate podríamos escolarizar a mil niñas en Mongolia hasta los 18 años. Lo que no se dice es lo que costaría convencer a sus padres.
En el libro Damned Lies and Statistics, el sociólogo Joel Best nos advierte del carácter de fetiche -objeto con poderes mágicos- que las estadísticas sociales asumen en nuestro mundo: “Tratamos [las estadísticas] como si fueran poderosas representaciones de la verdad; las manejamos como si destilaran en simples hechos la complejidad y la confusión de la realidad. (…) Nos dicen de qué deberíamos preocuparnos y hasta qué punto. En cierto sentido, el problema social se convierte en estadística y, ya que tratamos las estadísticas como si fueran una verdad incontrovertible, se convierte en un fetiche, un control mágico de cómo vemos los problemas sociales. Consideramos las estadísticas como hechos que descubrimos, no como números que creamos. Pero, en realidad, las estadísticas no existen por sí solas; alguien las crea”.
Por eso, antes de dejarse apabullar por una estadística, es bueno preguntarse quién la ha creado, cómo se ha llegado a ese número, ver si se está empleando correctamente, si se hacen con ella las comparaciones adecuadas…
Como tampoco conviene olvidar que también es posible alcanzar conocimientos aunque no tengamos siempre todas las estadísticas. Ya lo advertía Goethe: “Si no pretendiéramos saber todo con tanta exactitud, puede que conociéramos mejor las cosas” (Sprüche in Prosa, n.º 36).