La Comisión Europea lucha por bajar el precio de la energía a los europeos ante un invierno complicado, interviniendo más un mercado de la energía ya suficientemente intervenido.
Enemigos del libre mercado han visto en la necesidad de una “intervención extraordinaria” auspiciada por la Comisión en el mercado energético europeo un triunfo de la socialdemocracia frente a un liberalismo que deja la economía al albur de protagonistas privados –productores y consumidores de un bien– que se autorregulan de forma que ambos saquen un beneficio en las transacciones. Ambos se ponen de acuerdo en el precio de un bien o servicio, precio que es aceptado por el productor porque le deja un margen de beneficio, y por el consumidor porque ve adecuado ese pago por el bien que recibe.
Esa “intervención extraordinaria” en Europa habría supuesto un triunfo del Estado si la energía fuera un mercado libre en la Unión. Pero en absoluto lo es. De hecho, podemos pensar que el calificativo “extraordinaria” que dio la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, a las medidas aprobadas esta semana puede inducirnos a pensar que ha hecho falta tomarla porque la “intervención ordinaria” del mercado –la que rige en cada uno de los países de la UE– no ha funcionado.
Un mercado fuertemente regulado
“El mercado eléctrico europeo es, probablemente, el más intervenido del mundo. Entre el 70 y el 75% de la tarifa eléctrica en la mayoría de los países europeos son costes regulados, subvenciones e impuestos fijados por los gobiernos y, en la parte restante, el coste de los permisos de CO2 lo han disparado esos mismos gobiernos limitando la oferta y el mix energético lo imponen por decreto”, señala el economista Daniel Lacalle.
Si el mercado eléctrico fuera libre, usted solo pagaría en la factura el consumo de electricidad y algún impuesto por los servicios que recibe. Por ejemplo, hay que conservar las infraestructuras y es lógico que parte de esa conservación sea sufragada con dinero público contabilizada en la factura en forma de impuesto. Como también hay que contar con el omnipresente IVA. Pero al analizar el recibo de la luz vemos que, de un cargo de 100 euros, solo 24 euros corresponden al coste de producción y comercialización de la electricidad que usted ha consumido. Mientras que 22 euros son para pagar impuestos y 54 euros se destinan a los denominados “costes regulados”, que, como su propio nombre indica, no tienen nada que ver con el mercado. Entre esos costes regulados se encuentran los incentivos públicos a las energías renovables y a la cogeneración.
No se puede llamar libre a un mercado en el que los gobiernos deciden cómo se tiene que producir la energía que se vende –endureciendo las condiciones o prohibiendo directamente fuentes como el carbón y la energía nuclear– e incentivan otras con dinero público –como las renovables–, o cuyo sistema de precios no se establece directamente. Por el contrario, este sistema se regula en función de la generación, donde el precio del megavatio/hora lo marca la energía más cara –el gas, necesario en las centrales de ciclo combinado– mientras que las otras fuentes más baratas (la hidroeléctrica, la eólica, la solar y la nuclear) no pueden vender a unos precios más bajos.
De ahí los denominados “beneficios caídos del cielo” que las empresas no gasistas reciben y que ahora la Comisión quiere gravar: como la normativa les obliga a vender mucho más caro de lo que les cuesta producir, sus márgenes de beneficio se amplían considerablemente sin incurrir en costes añadidos.
“Llamar libre mercado al eléctrico, con los gobiernos imponiendo qué tecnología componen el mix energético, monopolizando y limitando las licencias, prohibiendo invertir en unas tecnologías y cerrando otras y fijando el 75% de los costes, además de imponer un coste de permisos de CO2 limitando la oferta, es simplemente una broma”, añade Lacalle.
Este sistema intervencionista ha funcionado más o menos, pero la guerra de Ucrania y el chantaje de Putin han roto el sistema
Tiempo de reformas profundas
Esta regulación lleva a tremendas paradojas. Por ejemplo, en estos meses de guerra, España está comprando a Estados Unidos gas que se produce allí con el método del fracking –inyecciones de agua a presión que fracturan las rocas en el subsuelo para extraer hidrocarburos–, método que está expresamente prohibido en nuestro país.
Al margen de que con otro modelo más eficiente los consumidores podríamos disfrutar de unas tarifas más bajas, este sistema intervencionista ha funcionado más o menos cuando las condiciones han sido “normales”. Pero la guerra de Ucrania y el chantaje de Putin con el gas –Rusia era hasta ahora el principal proveedor de esa materia prima– y el petróleo han roto el sistema, y los Estados miembro y Bruselas han tenido que volver a intervenir ese mercado ya suficientemente intervenido.
Pero el problema es anterior. Como decía el diario francés Le Monde el pasado viernes, “esta crisis energética es el doloroso indicador de un sistema que podría tener ciertas virtudes en tiempos de calma, pero que se ha vuelto obsoleto hoy al socavar los intereses de los propios europeos. Mucho tiempo más preocupado por la liberalización de su mercado interior que por los retos de soberanía, la UE se encuentra atrapada en mecanismos diseñados en un marco político que hoy muestra sus límites”.
Como decía antes, una de las medidas que adoptará la UE para combatir la escalada de precios es gravar a las energías renovables y a la nuclear por los “beneficios extraordinarios” que consiguen al tener que vender la electricidad que producen al precio más alto que marca el gas. Pero precisamente esos beneficios extraordinarios llegan porque la regulación les impide vender al precio que producen.
Es obvio que, como añade Le Monde, “hay que definir la energía como un bien común protegido de una competencia artificial a corto plazo” que sería perjudicial para los ciudadanos. El mercado energético es muy complicado y necesita una cierta regulación, pero que ahora haya que intervenir para evitar un descontrol de los precios no es culpa del libre mercado, sino de una mala intervención del mismo. Cuando pase esta crisis y veamos sus consecuencias, debería ser el momento de plantearse una reforma radical que tuviera en cuenta la eficiencia empresarial, el bienestar de los consumidores y la sostenibilidad del planeta.