El crimen en Estados Unidos descendió en 2002 al más bajo nivel de los últimos treinta años, según las estadísticas que acaba de publicar el Departamento de Justicia. De acuerdo con la misma fuente, la población reclusa crece a un ritmo del 3,6% anual desde 1995, de modo que EE.UU. tiene la mayor tasa de presos de todo el mundo: 476 presos por 100.000 habitantes.
El descenso del crimen se observa en todas las categorías de delitos. Los crímenes con violencia descendieron de 10,5 millones en 1993 a 5,3 millones en 2002. En el mismo periodo, los crímenes contra la propiedad bajaron de 319 delitos por 1.000 hogares a 159 por 1.000. Los crímenes sexuales descendieron un 56%, y los robos un 63%.
Los delitos importantes bajan tanto en las ciudades como en el campo y en todos los sectores sociales, por encima de las diferencias económicas, educativas y étnicas.
El descenso del crimen contrasta con el aumento de la población reclusa: al final de 2002 había algo más de dos millones de presos en las cárceles federales, estatales o locales, lo que supone un 3,7% más que el año anterior.
En la población reclusa se observa una apreciable disparidad racial: por cada 100.000 varones negros hay 3.437 encarcelados; por cada 100.000 hispanos, 1.176; y por cada 100.000 blancos, 450.
Entre 1995 y 2001, el aumento de la población carcelaria se debió en un 63% a los crímenes con violencia; y en un 15%, a los crímenes relacionados con la droga.
¿A qué atribuir el descenso de la criminalidad? Si se pregunta al fiscal general John Ashcroft, lo atribuye al trabajo de la policía, de los fiscales y de los jueces.
Pero los expertos están sorprendidos. Entre los factores que pueden explicar el descenso en el crimen mencionan un narcotráfico menos violento, un descenso en la pertenencia a bandas organizadas, y la mejora en los sistemas de alarmas en las casas.
Sin embargo, una serie de cambios recientes parece que tendrían que favorecer un aumento de la criminalidad: el menor crecimiento económico hace que haya más jóvenes en paro; la dedicación de policías a la vigilancia contra el terrorismo ha disminuido las patrullas en las calles; el recorte de gastos sociales del gobierno federal y de los estados puede estimular la delincuencia por motivos económicos. Pero ha ocurrido lo contrario. Hay quien aventura un posible «efecto 11 de septiembre»: la amenaza terrorista habría provocado un refuerzo de la cohesión social.
Más fácil de explicar es el aumento que se ha dado de la población reclusa a pesar del descenso de la criminalidad. A mediados de los años 80 se adoptaron unas directrices federales para endurecer y uniformizar las sentencias, sobre todo para los casos de reincidencia. El efecto que ha producido ha sido alargar las penas de cárcel y reducir la discrecionalidad de los jueces en el momento de aplicarlas.
Hasta el punto de que algunos jueces del Tribunal Supremo han criticado públicamente esta tendencia. El juez Anthony Kennedy, en un discurso dirigido a la American Bar Association, se mostró partidario de reducir las penas que las directrices establecen como mínimas, porque no le parecen necesarias ni prudentes. Otro juez del Tribunal Supremo, William Rehnquist, se ha quejado de que las penas rígidas y duras, que no dejan un margen de discrecionalidad, amenazan la independencia judicial. Y el juez federal John Martin ha dimitido de su cargo, aduciendo que no deseaba formar parte de un sistema de sanción penal «innecesariamente cruel y rígido».