Se ha tardado en reconocerlo pero ya es claro: el mundo desarrollado está en plena crisis económica. No se sabe cómo y por qué ha ocurrido ni cómo y cuándo se saldrá de ella. Se saldrá, porque no hay mal que cien años dure. Pero, mientras tanto, cada vez se habla más de efectos positivos: los excesos acaban hastiando, de modo que se atenúa el consumismo y aparece la añoranza de la sencillez.
Cuando la sociedad empieza a decaer siempre hay quien comenta que haría falta un poderoso revulsivo. Y entonces se suele hablar de las guerras y de los periodos de reconstrucción. La guerra puede ser un revulsivo, pero antes es un gran error. Menos dramática y más humana es la crisis económica.
Múltiples fenómenos
En noviembre de 1991, L’Express anunciaba ya «el fin de la sociedad de consumo». La saturación de los 80 ha matado el deseo, comenta. Pero dos años después el deseo se ve frenado no ya por la saturación sino por la escasez.
En 1992 se advierte ya en todas partes una crisis en los artículos de lujo. Ya no se compran por simple prestigio, sino que se empieza a valorar la relación calidad/precio. En los Estados Unidos -pero la línea es general- boutiques y restaurantes de lujo se ven obligados a cerrar o a reconvertirse. En España una veintena de hoteles de lujo piden que se les rebaje la categoría. Los precios serán más modestos, pero esperan tener más clientes. Dormir en una suite al precio de 120.000 pesetas por noche parecía una obligación en algunas raras circunstancias, pero hasta las excepciones lujosas resultan fuera de lugar.
No se cambia de coche cada dos años, por el simple gusto de seguir las novedades de diseño y utilidades. Resultado: cae estrepitosamente en todo el mundo la industria del automóvil.
La tarjeta de crédito, esa gastadora universal, se ve envuelta en sospecha. Mejor al contado, que es más molesto y más ahorrativo.
El ahorro, redescubierto
Porque el ahorro surge de nuevo como la gran panacea. Lo que antes se consideraba cosa de otros tiempos empieza a verse como algo muy de este tiempo. El televisor, la lavadora, el lavaplatos, los aparatos de reproducción de sonido, los ordenadores… Todo puede estirarse, durar un año más, dos. Y los vestidos. Deja de estar de moda, incluso entre la jet, estrenar un modelo exclusivo en cada fiesta.
Grandes firmas del lujo -Dior, Moët-Chandon, Nina Ricci, Armani, y tantas otras- tienen que pensárselo dos veces. Algunas crean una línea incluso modesta, al alcance de las fortunas medias.
Es verdad que el ahorro no se convierte siempre en inversión productiva. Que el deseo de seguridad lleva a comprar letras del Tesoro y otro tipo de coberturas financieras. Pero mucha gente va en busca del equivalente de aquello del dinero guardado en el calcetín. No están los tiempos para bromas.
Efecto de hartazgo
Todos los fenómenos van en esa línea. ¿Cómo se explican?
Lo más fácil es pensar en la recesión como causa única y suficiente. Al disminuir las ventas, disminuyen los salarios o pierden poder adquisitivo. Por la misma razón, aumenta el número de desempleados. Y los que conservan el empleo han visto las orejas al lobo y en lugar de un alegre y despreocupado consumo prefieren fomentar aquello de la «propensión al ahorro», que decía Keynes. Pero, se sigue argumentando, basta con que vuelvan los tiempos de prosperidad económica para que se dispare de nuevo el gasto.
Otros, en cambio, sin descartar esta explicación, que es la más obvia, se aventuran a algo más complejo y profundo: se estaría produciendo un cambio cultural que influye, entre otras cosas, en los hábitos de consumo.
Las facetas de ese cambio cultural serían muchas y mutuamente entrelazadas.
En primer lugar está el efecto de hartazgo. Para diversificar la producción y para estar siempre presente en el mercado, las mercancías se habían multiplicado. Por ejemplo, Pierre Cardin explotaba más de mil productos. La proliferación de lo superfluo como necesario ha llevado a la saciedad o, incluso más ajustadamente, a un tipo de vértigo. Una cosa superflua apenas se nota, casi parece necesaria; pero cuando lo superfluo se amontona, revela toda su lógica de inutilidad. Se pensó que ajustando los productos al consumidor individual éste sería incansable, porque no tendría la sensación de un consumo de masa, sino de algo hecho expresamente para él. Pero bastó con que la «individualización» de los productos se extendiera, para que se cayese en la cuenta de que se trataba de una disimulada masificación.
Exceso de detalles
En el afán por competir, por crear la necesidad, máquinas, gadgets, servicios fueron concebidos con todo género de detalles. Piénsese en el vídeo con infinidad de funciones que la mayoría de los usuarios ni entiende cómo se usan ni necesita. Una lavadora con veinte programas. Soluciones alternativas a las soluciones alternativas. Un manual de instrucciones del ordenador que requiere estudios superiores de informática.
La complicación hecha en función del marketing ha engendrado el hastío. Mucha gente, pasado el periodo de papanatismo, desea algo sencillo adaptado a lo que se prevé racionalmente que va a ser su uso.
Preocupación ecológica
Está, por otro lado, el discurso ecológico. Que no es, en sí, algo de simple moda, ni una especie de sustitución «pagana» de la creencia religiosa. La preocupación ecologista no tenía más remedio que presentarse, porque los hechos a los que hace relación son extremadamente graves. No es una exageración de cuatro o cinco grupos de maniáticos el hecho de que la mayoría de los grandes ríos estén emporcados, de que muchos paisajes que habían durado millones de años estén desapareciendo en veinte, de que la falta de cuidado y de esmero haya creado una lógica aberrante del deterioro, tanto en la ciudad como en el campo.
Dentro de esta preocupación ecológica es claro que la abundancia del consumo, la mentalidad del «usar y tirar» ha multiplicado los elementos que destrozan la Naturaleza. No se trata de condenar ni al plástico ni a las fibras sintéticas, ya que las cosas nunca tienen culpa de nada. Pero el vértigo por el consumo ha hecho que se multipliquen los recipientes, los envases, las bolsas… El exceso llega por fin a hastiar.
Así, entre los resultados positivos de la preocupación ecologista está el redescubrimiento de un cierto sentido de la armonía, de la sencillez.
El otro
Paralelamente a este hastío por el consumo indiscriminado y superabundante ha crecido la preocupación por la marginación, es decir, por la situación de millones de personas que son los parias de una sociedad desarrollada. Así, mientras los que tenían bienes -y tampoco eran necesarios muchísimos- no se privaban ni del último ingenioso invento inútil, allí al lado vivían y viven muchos a los que falta lo esencial.
Durante mucho tiempo se consideraba que esa realidad de la marginación era un accidente de ruta en el camino ascendente del capitalismo. Siempre, se decía, tiene que haber escoria, también en lo humano. Quien no se arriesga, quien prefiere la inactividad al trabajo, es lógico que se encuentre marginado. Se automargina.
Resulta que ese razonamiento, admitiendo que pueda servir para algunos casos, no contesta a la pregunta fundamental: ¿por qué quedan marginados también quienes no lo desean? Y, en cualquier caso, ante la necesidad ajena el deber humano es la ayuda, el socorro, no una imputación de culpa.
En la medida en que ha crecido la preocupación por el otro ha disminuido el consumo irracional.
¿Valores burgueses?
En un largo ensayo publicado en Le Point, en mayo de este año, se habla de «El retorno de los valores burgueses». No se lo entiende como una cuestión de valores de clase (en el sentido marxista), sino más bien como una cuestión de supervivencia. Ante la crisis, se dice, los franceses han escogido la seguridad, el retorno al hogar, la vuelta a las buenas maneras, el gusto por la ceremonia… En fin: el ahorro, lo tradicional, lo familiar.
En realidad, en casi todos los países, y de modo especial quizá en Francia, el sentido de la seguridad y del confort burgueses no han decaído nunca. La cuestión es, una vez más, de comunicación, de sociedad de la información.
También cuando la moda era hablar de revuelta, de echar abajo Bastillas, de adelantarse a la historia, de inventar el futuro…, los comportamientos reales eran «burgueses». El cambio está en que ahora no pasa nada si se habla de esos valores de la seguridad y de la tradición. No sólo no queda mal, sino que queda bien. No tanto presumir de esos valores cuanto demostrarlos en la práctica.
Para tener libertad interior
Siempre es difícil, a pesar de la frase hecha, convertir la necesidad en virtud. Y esto por la sencilla razón de que virtud quiere decir elección, libertad, convicción. Se puede ser extremadamente vicioso de consumismo en una situación de relativa escasez; y se puede ser virtuoso en este campo, sobrio, en una situación de relativo bienestar.
De todos modos, cuando los tiempos se presentan con estas características pueden ser ocasión -ocasión, no causa- de una modificación de las costumbres en favor de la sobriedad. El mundo ha conocido culturas en las que se daba ese sentido de una relación de armonía entre el hombre y los bienes. Así lo enseñaron los mejores de los pensadores griegos. Cuando Aristóteles escribía que, sin un mínimo de bienes, es muy difícil la práctica de la virtud, no dejaba de decir que el exceso en el uso de los placeres «es incontinencia y resulta por eso censurable», en cuanto corrupción de lo natural.
El cristianismo, como se sabe, abunda aún más en esta idea, no por desprecio a las riquezas, no porque la materia esté contaminada, sino por la necesidad de conservar la libertad de corazón, sin la cual no es posible conocer y amar a Dios. «No se puede servir a dos señores».
Y es el mismo cristianismo el que trasmite una moral del uso de los bienes que puede resumirse en la inscripción funeraria de un cristiano de los primeros siglos: «Pauper sibi, dives aliis», pobre para sí mismo, rico para los demás.
Más allá del conservadurismo
Sería un error interpretar los nuevos fenómenos de redescubrimiento del ahorro, la sobriedad y otros valores asociados como un retorno del conservadurismo. En realidad, la mentalidad y la práctica dominantes en Europa desde hace varios siglos ha sido una extraña combinación de ahorro y de despilfarro, que son precisamente los contrarios de la sobriedad y de la generosidad. Lo que se ha «conservado», a pesar de aparentes cambios revolucionarios, es esa desmesura del consumo, frenado sólo por la necesidad, no por la elección.
La práctica de la sobriedad no tiene nada que ver con la avaricia, porque no se trata de un apego a los bienes que no los gasta sino de un no gastarlos abusivamente casi exclusivamente en uno mismo. Por eso la sobriedad, entendida como virtud -la virtud de la templanza-, ha estado siempre asociada a la generosidad y a virtudes que se relacionan con ella, como la magnanimidad y la magnificencia, es decir, el atreverse a grandes cosas en beneficio de los demás.
Rafael Gómez Pérez Rafael Gómez Pérez es profesor de Antropología en la Universidad Complutense de Madrid y jefe de opinión del diario Expansión.