La ética nacional, a la espera de un rescate

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El estado de shock de la economía española ha puesto de manifiesto también un desfondamiento ético que, como el financiero, pasó oculto durante años. Mientras la economía iba viento en popa, parecía que cualquier cambio social era asumible, que lo nuevo era sinónimo de progreso y que toda reticencia moral al imperio del deseo era retrógrada. Con el estallido de la burbuja inmobiliaria, se ha difundido también el olor a podrido de la corrupción.

Según recientes informaciones (El País, 17-06-2013), en la primera década de este siglo se han detectado 800 casos de corrupción con dinero público y se han practicado unas 2.000 detenciones por este motivo. Como los descubrimientos se producen con efecto retardado, los casos que hoy están en los periódicos y en los juzgados corresponden en su mayoría a años atrás. Pero es claro que la bajada del listón ético no es ajena a la posterior subida de la prima de riesgo.

Los que habían denostado la España de charanga y pandereta se inventaron la de carnaval y orgullo gay

En esta situación de crisis, la ética nacional necesita un rescate no menos que los bancos, y los pensadores acuden a brindárselo. Uno de los que han tenido más éxito de público es el escritor Antonio Muñoz Molina, que en su ensayo Todo lo que era sólido (1) diagnostica el deterioro y propugna cambios regeneradores. Es un texto, como él reconoce, escrito a borbotones, y más basado en impresiones y experiencias personales que en datos y análisis socioeconómicos. Pero quizá porque el público está ya cansado de los “expertos”, se ha sentido más atraído por la pluma del literato.

Muñoz Molina fustiga el oportunismo, el afán de dinero, la vanidad despilfarradora, la vulgaridad y, en general, el comportamiento incívico que han campado a sus anchas en la vida pública durante estos últimos años. Como para el autor no cabe esperar nada de la derecha, lo que le irrita y sorprende es que la ética del progresismo de izquierdas haya fracasado en la vertebración moral de la sociedad. De ahí su desencanto y su insistencia en la necesidad de una educación que enseñe a vivir como ciudadanos responsables en una democracia.

La autonomía ética no ha sido más que individualismo en la mayoría de los casos

Las propias apetencias
Es tentador confrontar lo que hoy critica Muñoz Molina con las posturas que ha mantenido la izquierda ilustrada con la que se identifica. Esa que desde que llegó al poder anunció que iba a transformar España y que abanderó el cambio no ya solo político sino ético. Hoy el escritor lamenta que el cambio en la cultura y las costumbres fuera tan radical, “sin tiempo para lamentar la pérdida de lo valioso y celebrar la de lo deleznable” (p. 201).

Muñoz Molina asume el hábito de moralista cuando denuncia: “La tendencia infantil y adolescente a poner las propias apetencias por encima de todo, sin reparar en las consecuencias que pueden tener para los otros, es tan poderosa que hacen falta muchos años de constante educación para corregirla” (p. 103). Al leer la frase es inmediato pensar en tanto dirigente de Caja de ahorros, de concejal de urbanismo, de sindicalista conseguidor de subvenciones o de CEO insustituible, que han atrapado el dinero que estaba a su alcance, sin pensar en el daño que hacían a la colectividad. Pero la actitud de “poner las propias apetencias por encima de todo” no se limita solo a las altas esferas. Ha sido una actitud alentada en la cultura y a veces consagrada en las leyes.

La generación nacida en la democracia no ha tenido muchas oportunidades de profundizar en la ética

El llamado progresismo ilustrado tiene en esto aspiraciones contradictorias. Está en contra del despido libre en la empresa, pero a favor del “derecho a decidir” en el aborto, que no es más que consagrar el despido libre del feto, y dejar al más débil a merced del más fuerte. Dirá que nadie puede utilizar a otro como medio, pero defenderá que hay que respetar o incluso financiar la fecundación asistida para la mujer sola que tiene apetencias de maternidad o reconocer el derecho a adoptar de las parejas homosexuales, dejando sin padre o sin madre al niño. Mantiene que el fin no justifica los medios, pero no tiene inconveniente en convertir el embrión humano en materia prima de investigación, eso sí, con el fin bueno de luchar contra la enfermedad. Propugna la integración social del discapacitado bajo la bandera de la diversidad, pero le indigna una limitación del aborto que impida a los padres eliminar a un bebé con síndrome de Down.

Estas actitudes calan en toda la sociedad, como advierte Muñoz Molina: “La capilaridad de la corrupción puede infectar de cinismo a una sociedad entera: en cada ámbito de lo privado y lo público, cada pequeña corrupción agregando su dosis de toxicidad a la atmósfera viciada que respira por igual todo el mundo, cada claudicación menor favoreciendo las de gran escala”. Algo querrá decir el hecho de que España sea uno de los países con más descargas ilegales en Internet o que la pregunta “¿con IVA o sin IVA?” sea tan normal. O que el divorcio exprés permita cambiar de cónyuge sin sentimiento de culpa. Son cuestiones corrientes en comparación con el pelotazo urbanístico o los bonus millonarios de las Cajas de Ahorros, pero responden al mismo afán de poner en primer plano las propias apetencias.

La actitud de “poner las propias apetencias por encima de todo” ha sido alentada en la cultura y a veces consagrada en las leyes

Pedagogía de la democracia
Frente a la dejación en este y otros campos, Muñoz Molina recalca la necesidad de hacer una pedagogía democrática y recuperar los valores éticos que son su substrato. “Si la democracia no se enseña con paciencia y dedicación y no se aprende en la práctica cotidiana, sus grandes principios quedan en el vacío o sirven como pantalla a la corrupción y a la democracia” (p. 103). Casi podríamos pensar que se trata de adoctrinar desde la escuela a la universidad. Pero la izquierda lleva tantos años combatiendo la clase de religión en la escuela, tachándola de adoctrinamiento, que debe de tratarse de algo distinto a una catequesis de la democracia.

La realidad es que la generación nacida en la democracia no ha tenido muchas oportunidades de profundizar en la ética. Los que han asistido a las clases de religión, habrán recibido, mal que bien, una información sobre la fe cristiana y los valores éticos. Para los otros, la gran preocupación de la izquierda ha sido evitar cualquier asignatura alternativa de formación ética, no fuera a legitimar la clase de religión. Y cuando implantaron para todos la Educación para la Ciudadanía, su preocupación primordial no fue explicar los valores cívicos, sino dejar claro que el sexo y el género no tenían nada que ver, y que cualquier modelo de familia valía lo mismo. Con lo cual provocaron la reacción de muchos padres que se resistían a que sus hijos fueran adoctrinados en estas discutibles ideas.

El sentimiento de culpa
Hoy, tanto Muñoz Molina como otros exponentes del progresismo ilustrado se lamentan de que falle esa base ética de la vida en sociedad, ese freno moral que ponga coto a la corrupción, antes de que intervenga la ley. Victoria Camps, catedrática de Ética recién jubilada de la Universidad Autónoma de Barcelona, se queja en su libro El gobierno de las emociones de que “no se consiga forjar un carácter ciudadano, un fallo que algo tiene que ver con la desaparición de ciertas emociones sociales como la vergüenza y la culpa”. ¿Pero no se trataba de que desaparecieran como residuos de una moral puritana? ¿No eran tópicos de confesonario? El “no me arrepiento de nada” se había convertido en el latiguillo de cualquier celebrity entrevistada.

No, dice el progresismo ilustrado, se trata de distinguir los ámbitos: una cosa es la moral en la vida privada y otra la pública. En la arena pública sí necesitamos el sentimiento de culpa, la vergüenza y el deseo de reparación, si queremos acabar con la corrupción y la mentira.

Pero, como advierte la socióloga israelí Eva Illouz, “cuando el egoísmo se convierte en un modus operandi legítimo hay una erosión de un sentimiento de vergüenza, porque la vergüenza presupone una posibilidad de ser responsable para con los otros. Y el capitalismo ha erosionado en gran manera esta capacidad. Esta es una cultura que legitima la persecución hedonista del propio interés en todos los dominios”. También en la amistad y en el amor: “Es completamente legítimo dejar un matrimonio de veinte años para perseguir el placer e interés de uno mismo”. Hay ámbitos en los que celebramos el propio interés y otros en los que se espera que no lo sigamos. “Esto explica porqué una cruzada contra la falta general de vergüenza es un problema. Es difícil aislar un ámbito de otro”, dice Illouz (2).

De la autonomía al individualismo
En España el avance de la secularización y el repliegue de los criterios éticos cristianos fue saludado como un progreso social. Por fin el ciudadano iba a comportarse como una persona autónoma, sin la presión normativa de la religión, el medio social o la familia. Pero la autonomía no ha sido más que individualismo en la mayoría de los casos. Es cierto que la inspiración cristina de antes era compatible con no pocos fallos en el comportamiento individual y en la estructuración de la sociedad. También hay que reconocer que entre personajes no creyentes de hoy se puedan apreciar actitudes honradas y ejemplares. Pero es cada vez más evidente que, debilitada la influencia cristiana, la vertebración moral de la sociedad española no ha encontrado un sustituto. Muchos han echado por la borda esa ética cristiana que creaba un sentimiento de culpa, pero solo para seguir las propias apetencias sin remordimientos ni intención de rectificación.

“En los años del delirio –escribe Muñoz Molina–, cualquier apelación a la virtud cívica o a los valores morales sonaba a antigualla reaccionaria y provocaba el escarnio. No había apelación moral que no quedara desacreditada como moralina” (p. 251). Pero entonces todo cambio encarnaba el progreso y todo reparo moral era algo rancio. Basta recordar las aceradas críticas a los obispos católicos, una de las pocas voces que advirtieron las consecuencias éticas de leyes y de cambios sociales que entonces se presentaban como lo más avanzado, y que sufrieron el escarnio por desentonar en el coro y parecer viejos gruñones.

Pero es un buen signo que gente seria como Muñoz Molina y otros intelectuales adviertan hoy la necesidad de una rectificación. Si superan su alergia a la religión, descubrirán que la Iglesia católica puede ser un aliado para insuflar valores a la vida en común.

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(1) Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, Seix Barral, Barcelona (2013). 256 págs. Cfr. Aceprensa 3-04-2013.

(2) Citado en La Vanguardia (30-12-2012).


El paroxismo de la fiesta

Uno de los rasgos propios de la España alegre y confiada de los años de la abundancia ha sido lo que hoy Muñoz Molina denuncia como el “paroxismo de la fiesta”. El que trabaja tiene derecho al descanso, e incluso también el que no trabaja. Se alargaron las fiestas municipales y autonómicas, se ensancharon los puentes, se recuperaron las ferias y se impuso la “animación sociocultural”, regada con dinero público. Y los que habían denostado la España de charanga y pandereta se inventaron la de carnaval y orgullo gay.

Muñoz Molina recuerda “la gran expansión de la fiesta como dádiva populista, como afirmación identitaria, como consagración de lo excepcional sobre lo cotidiano y de la holganza sobre el trabajo, como imposición tiránica del derecho a la juerga y al ruido sobre el derecho al descanso o al sueño o la tranquilidad de quienes no podían o no deseaban sumarse a la corriente general” (p. 59).

Pero, claro, se trataba de dejar atrás una España triste y oscura, con una cultura cristiana recelosa del placer, como si nos persiguieran aún las imágenes de Gutiérrez Solana. Así que toda vulgaridad era liberadora y cualquier trasgresión bienvenida. “Me ha ofendido más –confiesa el escritor– la indulgencia con que esa basura era tolerada y aceptada e incluso celebrada por personas en principio cultas y en principio progresistas, que se han dejado seducir por ella o simplemente no se han atrevido a romper con la moda, a correr el riesgo de parecer elitistas, o avinagradas, o aguafiestas” (p. 166). Efectivamente, la rendición se ha travestido a menudo de apertura, y el silencio cómplice, de tolerancia. Todo menos parecer reaccionario.

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