El velo sigue dejando su estela por los tribunales del mundo occidental. Hace unos años resultaba impensable que la justicia hubiera de preocuparse tan seriamente de cuestiones indumentarias y textiles de este tipo. Pero vivimos en una sociedad globalizada que se rige por códigos muy variopintos, y la vestimenta es expresión de todo un universo cultural, a veces amenazante.
Nos escandalizamos del velo, pero nuestro entorno genera niñas que, en lugar de pensar en jugar, aspiran, sin saberlo ni pretenderlo, a ser tratadas como objetos sexuales
Recientemente, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dictaminado que las autoridades suizas actuaron correctamente al denegar a unos padres turcos musulmanes la exención de clases de natación para sus hijas, que entonces (2010) tenían 11 y 9 años. Los progenitores alegaban que las clases obligatorias mixtas, la indumentaria y las costumbres en el uso de los vestuarios violaban su libertad religiosa. Y eso a pesar de que el centro escolar había proporcionado suficiente flexibilidad a los padres, incluyendo opciones para que sus hijas llevaran burkinis o pudieran desvestirse en áreas sin mezclar.
Una concesión que da que pensar. Porque las solicitudes de recato, pudor, modestia, o palabras similares –siempre acompañadas de cierto tufillo pacato, antiguo y acomplejado en nuestra cultura liberal–, quedan como patrimonio exclusivo de comunidades fundamentalistas que denigran a la mujer, y la sitúan dos pasos por detrás del varón, mientras que nuestras modas y modos de vestir (o des-vestir) se consideran y se imponen como expresión de libertad, modernidad y feminismo.
Sin embargo, no es precisamente de entornos musulmanes de donde surge la voz de alarma ante un hecho cada vez más frecuente: la sexualización de las niñas. ¿Qué deben hacer los padres si su hija de seis años anuncia que quiere usar una minifalda o un crop top para parecer sexy?, ¿o si su pequeña de siete comienza a bailar como una seductora estrella pop en un video musical?, plantea Sue Shellenbarger en el Wall Street Journal. Psiquiatras infantiles e investigadores y miembros de Girls Inc., un grupo de educación y promoción sin fines de lucro de Nueva York, analizan la cuestión de los juguetes, músicas y videojuegos que promueven un rol hipersexista y dan pautas a los padres para afrontar con solvencia una cuestión que enerva incluso a los entornos feministas.
En definitiva, nos escandalizamos del velo, del burkini y de que haya niñas de siete y ocho años que son entregadas en matrimonio en países islámicos –lo cual es un espanto–; pero nuestro entorno genera pequeñas que, en lugar de pensar en jugar, aspiran, sin saberlo ni pretenderlo, a ser tratadas como objetos sexuales haciendo de la provocación su entretenimiento para no se sabe qué perversos fines. Y no nos rasgamos las vestiduras. Es más, es posible que lo consideremos hasta gracioso. Pensémoslo honradamente. Queremos liberalidad pero no queremos las consecuencias y extralimitaciones que se derivan de ella, ni siquiera queremos aceptar que existen, aunque luego nos las encontremos a la vuelta de la vida. Curiosa contradicción que, entre otras cosas, alimenta el choque de trenes cultural.
Del velo muchos dicen que es una forma de opresión. Sus formas más radicales lo son, en cuanto no permiten ni siquiera expresar la identidad de mujer. Pero muchas musulmanas llevan con orgullo formas menos encubiertas de vestido islámico como expresión cultural. Y quién puede decir que no hermosea un rostro un velo o un sombrero.
Si queremos integración –el presente lo exige–, más nos valdría ahondar en lo que hay de común en el ser humano –la dignidad– y respetar la libertad y las diferencias razonables. Y no solo para beneficio de las comunidades musulmanas.