Los índices o “rankings” internacionales han adquirido notable autoridad; su repercusión ha alcanzado dimensiones globales. Algunos llegan incluso a poner en jaque la reputación de ciertos países, que deciden maquillar su situación política o financiera con pequeñas medidas que embellezcan los resultados, aunque solo sea por un breve tiempo y para guardar las apariencias.
La fiebre de los rankings empezó hace poco más de dos décadas. Según explican Alexander Cooley y Jack Snyder en un artículo para Foreign Affairs, “dos tercios de los índices actualmente existentes fueron puestos en marcha después de 2001. Según nuestros cálculos, la repercusión de 95 de ellos es hoy día de alcance global”.
Por qué tanto “ranking”
Entre los motivos que han provocado este “boom” estadístico encontramos los avances informáticos de las últimas décadas, así como la creciente cantidad de datos disponibles en Internet, tantas veces de acceso gratuito. Esto facilita que muchas empresas o grupos pequeños puedan elaborar índices mundiales sin necesidad de realizar una investigación propia, simplemente compilando y procesando los datos a su alcance.
“Los grupos que elaboran índices a menudo evalúan conceptos complejos como la democracia o la libertad de medios mediante la suma de factores vagamente relacionados entre sí, que pueden variar de forma independiente”
Otra causa significativa del auge, podríamos añadir, es lo que Ignacio Aréchaga refiere como “la magia de la cifra”: una autoridad nadie se atreve a rebatir. Así, se observa una creciente tendencia a contabilizar y medir todo lo que se pueda, aunque muchas veces sea a través de estimaciones indirectas, no del todo atinadas.
Por otra parte, es frecuente que basemos nuestras propias decisiones en los resultados publicados por estos índices. “Los consumidores –explica Foreign Affairs– han utilizado durante mucho tiempo los índices, las predicciones y los puntos de referencia para tomar decisiones, desde en qué universidad estudiar hasta qué hotel reservar”.
Instrumento de presión
Las complicaciones no empiezan hasta que un índice no se inmiscuye en “territorio comanche”, como puede ser el caso de las finanzas o la política. Un ejemplo ilustrativo es el de Transparency International, una ONG que todos los años publica un influyente ranking sobre niveles de corrupción en 174 países, a partir de los datos de 12 fuentes independientes. La posición poco favorable de China en el ranking de 2014 –en el puesto 100 de 174 países– hizo que al Gobierno chino le faltara tiempo para cuestionar la objetividad y la imparcialidad del índice. “El claro éxito de los esfuerzos contra la corrupción llevados a cabo por China será juzgado por el pueblo, y no por el índice de corrupción de Transparency International”, afirmaba tajantemente el portavoz del Ministerio de Exteriores chino.
Así, la influencia de algunos índices puede ser esgrimida como instrumento de presión que empuje a los gobiernos al cambio: “Al comparar a los Estados con sus rivales y semejantes, las mediciones ejercen una presión social para mejorar la política”, explican Cooley y Snyder. El peligro está en que muchos índices son elaborados por grupos que abogan por las mismas causas que están juzgando, de modo que la objetividad de los resultados puede quedar empañada por intereses sociales o políticos que difuminan la frontera entre resultados “objetivos” y resultados “convenidos”.
Muchos gobiernos prefieren tomar pequeñas medidas legislativas, que mejoren los resultados de los índices, a emprender reformas de mayor calado
Los índices que más temen los Estados son aquellos que traen consecuencias económicas. Por ejemplo, durante los primeros años de crisis en la Eurozona, los representantes europeos atacaron a las agencias evaluadoras por publicar informes que ponían en cuestión la solvencia de países como Grecia y Portugal aunque, de hecho, los datos no fueran descaminados.
Cambios cosméticos, no estructurales
Muchas veces, la influencia de estos índices da lugar a un “tira y afloja” entre los gobiernos y las agencias evaluadoras donde, por desgracia, lo que más importa es mantener las apariencias. Cooley y Snyder lo llaman “diplomacia de los índices” (ratings diplomacy), y citan un caso ilustrativo: “Después de que sus índices fueran incluidos entre los indicadores de Millenium Challenge Corporation –de ayuda a países necesitados–, grupos evaluadores como Freedom House y Heritage Foundation vieron un llamativo aumento en el número de delegaciones nacionales que les visitaban para discutir y cuestionar sus resultados”.
Esta peculiar “diplomacia” es otro factor que puede distorsionar la objetividad de los índices: pasan de ser un reflejo más o menos objetivo a convertirse en la imagen ficticia que un gobierno quiere proyectar de su país. El resultado es una espiral de dudoso desenlace: según va creciendo el uso y la influencia de los índices para administrar recursos y evaluar la política global, mayores son los incentivos de los gobiernos para intentar manipular el sistema. En este afán por salvar las apariencias, muchos gobiernos prefieren tomar pequeñas medidas legislativas –que mejoren los resultados de los índices– a emprender reformas de mayor calado. Así, el cambio propiciado por los índices termina siendo “más cosmético que estructural”, como afirma el artículo de Foreign Affairs.
Exceso de simplificación
Otro punto débil de los índices es su tendencia a la simplificación. Una vez más, se piensa que una sola cifra puede reflejar si un país es libre, si un gobierno cumple la ley o si una inversión económica es segura.
“Dos tercios de los índices actualmente existentes fueron puestos en marcha después de 2001. Hoy día, la repercusión de 95 de ellos es hoy día de alcance global”
Las simplificaciones al compilar y procesar datos “dan lugar a variaciones desconcertantes en los resultados”, señalan Cooley y Snyder: “Los grupos que elaboran índices a menudo evalúan conceptos complejos como la democracia o la libertad de prensa mediante la suma de factores vagamente relacionados entre sí, que pueden variar de forma independiente (…). Estos factores deberían ser medidos y descritos de modo separado, y no apiñados en un solo resultado”. Por otra parte, muchos índices esconden asunciones que luego no explicitan, como el modo en que los factores estudiados interactúan. Por ello, “lo que se necesita (…) es una mejor comprensión de las interacciones que producen los resultados estudiados”.
Valga como ejemplo el informe publicado por Freedom House en 2013, según el cual Kirguistán carecía de libertad de prensa. El gobierno de esta república protestó contra el informe, que dejaba de lado la nueva ola de medios digitales que habían florecido en el país tras el derrocamiento del presidente Kurmanbek Bakíyev en 2010. Otro caso elocuente son los índices que evalúan la fragilidad de los Estados –como los elaborados por Foreign Policy y Fund for Peace–, que agrupan un manojo de variables cuya interacción no deja de ser confusa: políticas estatales, compromiso de reforma económica, calidad de infraestructuras o tendencias demográficas.
A fin de cuentas, la falta de complejidad tiene un precio, pues facilita el tipo de “diplomacia” antes descrita y, en el largo plazo, empobrece la calidad del debate público. Al final, los rankings no son tanto una herramienta de evaluación, sino más bien un campo de batalla para tejemanejes políticos. Pero no es sencillo escapar de esta dinámica de intereses; sin duda, una de las claves es basar estos estudios “en relaciones causales probadas y asunciones bien asentadas, no en estándares ideales”. También convendría que los índices acotaran su campo de estudio: solo así ganarán en precisión y dejarán de ser una simple arma arrojadiza.
(Resumen de Pablo Alzola)