Ryan T. Anderson, director de Public Discourse, ha salido al paso de las críticas que ha vertido contra él un lector del New York Times en una –dice Anderson– “sincera y desgarradora opinión sobre la vida con disforia de género”, un texto en que aparecen algunas afirmaciones que justamente sirven al criticado para reafirmar su postura contraria a la “reasignación de sexo”.
Según Anderson, la misiva de Andrea Long Chu, titulada Mi nueva vagina no me hará feliz, “revela dolorosas verdades sobre muchas vidas de transexuales y, sin pretenderlo, casi comunica lo exactamente opuesto al argumento que pretende”.
El editor cita a Chu: “El próximo jueves tendré una vagina. El procedimiento durará unas seis horas y estaré en recuperación durante al menos tres meses. Esto es lo que deseo, pero no hay garantía de que me haga más feliz. De hecho, no es lo que espero. [Pero] eso no debe descalificarme como para no acceder al procedimiento”.
Según el lector crítico, el simple deseo de una cirugía de reasignación de sexo debe ser todo lo que requiera un paciente para recibirla, y ninguna consideración sobre salud y bienestar auténticos, ni la preocupación por un mal resultado, deben impedir que un médico realice la cirugía si un paciente la desea. Así lo explica: “Ninguna carga de dolor, anticipado o continuado, justifica su dilación”.
“Esta es una conclusión extrema –dice el periodista–. Chu afirma que ‘el único prerrequisito para una cirugía debe ser una simple demostración de quererla’”. Pero revela verdades que no son reconocidas con mucha frecuencia sobre las vidas transexuales, “y a las que debemos prestar atención”.
Entre los conceptos analizados, Anderson cita la tan llevada y traída “reasignación de sexo”: “Chu admite que la cirugía no le ‘reasignará’ realmente un sexo: ‘Mi cuerpo asimilará la vagina como una herida; como resultado necesitará, para mantenerla, una atención regular y dolorosa’”.
“La reasignación de sexo es literalmente imposible. Una intervención no puede realmente reasignar sexo, porque en primer lugar el sexo no es ‘asignado’”, afirma el analista, y añade: “Como apunté en When Harry Became Sally (Cuando Harry se convirtió en Sally), el sexo es una realidad corporal, la realidad de cómo se organiza un organismo respecto a la reproducción sexual. Esa realidad no es ‘asignada’ en el nacimiento ni en ningún momento posterior”.
Según explica, el sexo –la masculinidad o la feminidad– se establece desde la concepción del niño, y puede ser determinado incluso en las etapas más tempranas de su desarrollo por medios tecnológicos y observado visualmente mucho antes del nacimiento mediante imágenes de ultrasonido. “Ni la cirugía cosmética ni las hormonas del otro sexo pueden cambiar esta realidad biológica”. Así, quienes se someten a un procedimiento de reasignación de género no se vuelven del sexo opuesto: “Simplemente masculinizan o feminizan su apariencia exterior”.
Una idea recurrente: el suicidio
Anderson cita a Chu cuando reconoce que la “transición” puede hacer que la situación, lejos de progresar, se complique. “Me siento realmente peor desde que comencé con las hormonas”, afirma el lector en su misiva al Times.
“En realidad –apunta el periodista– la evidencia médica sugiere que la reasignación de sexo no aborda adecuadamente las dificultades psicosociales que enfrentan quienes se identifican como transexuales. Incluso cuando los procedimientos resultan en un éxito técnico y cosmético, y se efectúan en culturas relativamente trans-friendly, los que hacen la transición aún obtienen malos resultados”.
Según explica, un informe de los Centers for Medicare and Medicaid (CMM), de agosto de 2016, precisaba que los cuatro estudios mejor dirigidos y diseñados para evaluar la calidad de vida antes y después de la intervención de “reasignación” no han demostrado cambios clínicamente significativos o diferencias en el resultado de los tests psicométricos posteriores a la cirugía.
“¿Qué significa esto? Que una población de pacientes está sufriendo tanto que se sometería a amputaciones y otras intervenciones radicales, [pero] la mejor investigación que la Administración Obama pudo encontrar sugiere que ello no conlleva mejoras significativas en su calidad de vida”.
Anderson toma nota además de otro reconocimiento que hace Chu: el de que, a medida que se sumergía en el proceso de “reasignación”, comenzó a rondarle una idea negativa: “No tenia pensamientos suicidas antes del tratamiento con hormonas. Ahora los tengo a menudo”.
“En 2016, el gobierno de Obama reconocía una realidad similar –explica el ensayista–. En un debate sobre el estudio más extenso y documentado que había sobre reasignación de sexo, [efectuado en Suecia], los CMM señalaban: ‘La investigación identifica un incremento de la mortalidad y la hospitalización psiquiátrica, en comparación con los grupos de control. La mortalidad tuvo como primera causa los suicidios, 19.1 veces mayor que la de los grupos de control suecos”.
Anderson acota que la Administración Obama señaló que la mortalidad de ese grupo de pacientes “no se hizo evidente hasta después de 10 años”. Así, “cuando los medios muestran estudios que solo rastrean resultados durante unos pocos años, y claman que la reasignación es un éxito rotundo, hay buenas razones para el escepticismo”.
El propósito de la medicina es curar
Sobre el argumento de Chu de que el único prerrequisito para la cirugía debe ser una simple demostración de quererlo, el periodista se pregunta por qué un doctor debe efectuar una cirugía si esta no hará feliz al paciente, ni cumplirá con el objetivo deseado, ni mejorará el problema subyacente, con el añadido de que pudiera aumentar la probabilidad de suicidio.
“Desgraciadamente, Chu no está solo. Muchos profesionales ven en la actualidad los cuidados de salud, incluidos los mentales, primeramente como medios para satisfacer los deseos de los pacientes, cualesquiera que sean estos”.
Según explica el profesor emérito de la Universidad de Chicago, Leon Kass, citado por el autor, “el modelo implícito (y a veces explícito) de relación médico-paciente es uno de contrato: el doctor –una jeringa de alquiler altamente competente, por así decirlo– vende sus servicios a demanda, algo restringido solo por la ley (aunque él es libre de negar sus servicios si el paciente no está dispuesto o no puede pagar sus honorarios). Este es el arreglo: para el paciente, autonomía y servicio; para el doctor, agraciado por el placer de darle al paciente lo que este desea, el dinero. Si un paciente desea arreglarse la nariz o cambiar su género, determinar el sexo de un no nacido o tomar drogas que causan euforia, solo por divertirse, el médico puede hacerlo y lo hará, siempre y cuando el precio sea el correcto, y el contrato sea explícito sobre lo que sucede si el cliente no está satisfecho”.
Esta visión de la medicina y de los profesionales médicos es errada, señala Anderson. “Los profesionales deben consagrar su devoción a los propósitos e ideas a los que sirven. Es eso lo que los hace profesionales y no solo proveedores de servicios”.
La perspectiva de Chu convierte al médico en alguien que únicamente satisface deseos, incluso cuando lo hecho no es por el bien del paciente. Según dice el lector, “todavía lo quiero todo. Quiero las lágrimas, quiero el dolor. La transición no tiene que hacerme feliz para que yo la desee. Abandonadas a sus propios medios, las personas raramente persiguen lo que las hace sentirse bien a largo plazo. El deseo y la felicidad son factores independientes”.
Pero Anderson acota en este punto que la medicina seria no trata de deseos, sino sobre curar, que dar el mejor cuidado posible y servir a los intereses médicos del paciente requiere una comprensión de la integridad y el bienestar humanos.
Por último, sobre las descalificaciones que hace el autor de la carta sobre el trabajo y la persona de Anderson, este refiere: “Chu puede verme como un ‘extremista’, pero yo lo veo a él como un ser humano cercano, hecho a imagen y semejanza de Dios, y que enfrenta un doloroso y peligroso trastorno. Como tal, merece una atención y un apoyo que le aseguren la salud y la integridad, no una oferta de ‘servicios’ a la carta, que incluso él reconoce que difícilmente harán que su vida sea mejor, y que pudieran hacerla aun peor”.