Contrapunto
El pasado mes de marzo, Felipe González era abucheado por los estudiantes de la Universidad Autónoma de Madrid, que protestaban así contra los casos de corrupción en que se ha visto envuelto el partido socialista.
La recriminación de los universitarios reflejaba la creciente indignación ciudadana contra los que se aprovechan del poder político para engrosar sus cuentas corrientes o las arcas de su partido. Pero esa crítica de la corrupción sería más eficaz si fuera acompañada de una mayor exigencia en la conducta personal. Pues da la impresión de que también en la Universidad vendrían bien algunas lecciones de ética. Así lo demuestran los acontecimientos de la Fiesta de la Primavera, celebrada en la misma Universidad Autónoma pocas semanas después. En el anonimato de la masa, los más zafios impusieron su estilo. La resaca de la fiesta: una joven atropellada, altercados, un campus en penoso estado, incontables estudiantes atendidos por intoxicación etílica, vandalismo que produjo daños por valor de 2,5 millones en la estación de ferrocarril. ¿No es también una forma de corrupción destrozar los bienes públicos, en aras de la diversión privada?
Otros fraudes, en cambio, no pueden achacarse a los vapores etílicos. Por ejemplo, el fraude de varios millones de pesetas descubierto en las cabinas telefónicas de seis colegios mayores. Mediante ingeniosos trucos, los estudiantes conseguían mantener largas comunicaciones telefónicas sin necesidad de echar monedas. Pensaban que estaban engañando a la Telefónica. Pero el pastel se ha descubierto cuando han llegado a los colegios las millonarias facturas telefónicas.
Sí, todo esto es peccata minuta en comparación con los miles de millones que se ventilan en la corrupción política. Lo preocupante es la actitud que los hechos citados revelan. Si uno se acostumbra a hacer trampas cuando cree que no existe el riesgo de ser descubierto, ¿tendrá el temple moral para rechazar después las oportunidades de defraudar millones?
Ignacio Aréchaga