«Sed realistas, pedid lo imposible». Está bien, lo pediré: que cuando llegue el año 2008, nos ahorremos otra salva de reportajes nostálgicos sobre los 40 años de mayo del 68, el «año que hizo temblar el mundo». Es curioso que quienes entonces presumimos de revolucionarios nos hayamos convertido en celosos guardianes de nuestra propia tradición. En cuanto un año acaba en ocho, no resistimos el impulso de mirar atrás, de desempolvar nuestros eslóganes y repintar nuestra iconografía. Los que proclamamos «haz el amor y no la guerra» recordamos nuestras peleas de juventud con nostalgia de ex combatiente y nos ponemos las condecoraciones culturales que nosotros mismos nos concedimos.
Levantamos los adoquines del tiempo, y debajo no está la playa, sino las reliquias revolucionarias: estudiantes tirando piedras a la policía, el grito y la bandera en la manifestación, flores contra bayonetas, canción protesta y tetas al aire en Woodstock, la discusión inacabable en la asamblea estudiantil… y retratos descoloridos de hombres de acción o maîtres à penser (Marcuse, Sartre, Mao, el Che…) que hoy parecen prototipos de intelectuales comprometidos con el error.
Paradójicamente, la generación que creyó con más pasión en la posibilidad de cambiar el mundo ha demostrado ser más aficionada que otras al revival conmemorativo. Quizá sea porque, al pretender más, el habitual choque con la inercia de la realidad ha resultado más duro. Nos duele admitir que la generación del mayo del 68 ha pasado, como las demás, dejando su huella de logros y fracasos, de cambios culturales y de rutinas inamovibles. Nos cuesta reconocer que no vino la autogestión obrera sino la gestión de la propia cartera de valores, y que los aparatos políticos no son más permeables que antes a la democracia de base. Y como es la vida la que se ha encargado de cambiarnos, somos más proclives a buscar refugio en un pasado ya inalterable donde el porvenir estaba por escribir.
Además, si la imaginación no ha llegado al poder, nuestra generación sí ha ocupado en gran parte el poder del imaginario colectivo. Con sus eslóganes e imágenes, aquella rebelión fue cuna de comunicadores, y hoy buena parte de los puestos directivos de los mass media están en sus manos. No es extraño, pues, que en lugar de explayar los recuerdos en tertulias de amigos, los transformemos en remake mediático para consumo de masas.
Pero un resto de vigor revolucionario debería llevarnos a seguir intentando moldear el porvenir en lugar de mitificar el pasado. Así, cuando llegue el 2008, y empecemos a cobrar nuestras pensiones de jubilación, podremos gozar de aquel mayo sin tomarnos tan en serio nuestras revueltas del 68. «Dix ans, ça suffit!» («Diez años, ya basta»), le gritaban entonces los estudiantes parisinos a De Gaulle. Pues eso: «Trente ans, ça suffit!».