Análisis
Tras la tregua de Semana Santa, el Senado norteamericano ha vuelto a centrar su atención en el polémico proyecto de ley sobre la inmigración, dirigido a dar respuesta a la compleja situación creada por el limbo jurídico de sus once millones de trabajadores sin papeles y la presión migratoria que vive su frontera con México.
El acalorado debate norteamericano guarda similitud con el que viven algunos países europeos como Francia. La nota distintiva del cruce dialéctico en Estados Unidos es hondamente emocional. Norteamérica es una nación de inmigrantes y de culto a la forja humana a través del trabajo. Y quienes viven estos días bajo la espada de Damocles del Código Penal o la expulsión son precisamente millones de hispanos cuyo mayor anhelo es trabajar.
En Francia los estudiantes se echaron a la calle para asegurar que los empresarios no puedan dejarles sin empleo si les juzgan tibios en sus dos primeros años de trabajo. En España los jóvenes parecen sólo motivados a movilizarse por el botellón. Pero en Estados Unidos decenas de miles de «ilegales» se han manifestado durante la Semana Santa en un centenar de ciudades para expresar su deseo de trabajar duro y no ser deportados.
A diferencia del problema migratorio en muchos países europeos, en particular entre los inmigrantes de religión musulmana, los millones de hispanos no regularizados en Estados Unidos quieren integrarse si el país les concede esa oportunidad. Un reciente sondeo muestra que el 92% de los once millones de sin papeles trabaja, el 98% desea aprender inglés y el 96% está dispuesto a someterse a la ficha policial como parte del proceso para convertirse en ciudadanos legales.
La derrota en el Congreso de las sucesivas propuestas de compromiso ha dado alas al sector más intransigente del partido republicano, liderado por el senador por Colorado Tom Tancredo, nieto por cierto de emigrantes italianos. Pero, como recordó hace pocos días ante sus señorías el propio presidente Bush, su propuesta de devolver a casa a los millones de trabajadores indocumentados es, sencillamente, inviable, además de socialmente explosiva. George Will, un conocido columnista, ha hecho notar que la deportación exigiría la formación de una columna de 200.000 autobuses extendiéndose como un inmenso ciempiés desde San Diego hasta Alaska.
Aun así, el partido republicano se encuentra dividido entre el sector duro -que fomenta el miedo de millones de norteamericanos alegando que los inmigrantes roban puestos de trabajo, agotan los presupuestos de los servicios públicos y se resisten a intregrarse en la sociedad estadounidense- y quienes ven en la incorporación de los ilegales no sólo un nuevo capítulo de la forja del país, sino también el futuro en gran medida del partido. Por razones de natalidad, los hispanos se han convertido en la primera minoría, por delante de los afroamericanos, y su sensibilidad hacia los «family values» de la era Bush explica su inclinación progresiva a votar republicano. El dilema del partido en el poder deberá resolverse pronto, porque las elecciones legislativas de noviembre aprietan las agendas de los congresistas.
Francisco de Andrés