Los cristianos deben derribar todos los obstáculos que impiden la plena liberación de la mujer de toda forma de abuso, según afirma Juan Pablo II en su Carta a las mujeres, escrita con ocasión de la Conferencia mundial que se celebrará en Pekín el próximo mes de septiembre. El Papa muestra que con esa actitud no se trata de abrazar una moda sino de seguir el ejemplo de Cristo.
Aunque la ocasión de esta Carta es la Conferencia sobre la mujer, el Papa no entra en cuestiones polémicas ni se refiere a los documentos preparatorios de esta reunión convocada por la ONU. «La Iglesia -afirma- quiere ofrecer también su contribución en defensa de la dignidad, papel y derechos de las mujeres, no sólo a través de la aportación específica de la Delegación oficial de la Santa Sede a los trabajos de Pekín, sino también hablando directamente al corazón y a la mente de todas las mujeres».
El Papa se dirige a cada mujer para reflexionar sobre el fundamento antropológico de su dignidad, que se remonta a la historia de la creación narrada en el Génesis. «La mujer es el complemento del hombre, como el hombre es complemento de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La feminidad realiza lo ‘humano’ tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria (…). Feminidad y masculinidad son entre sí complementarios no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo masculino y de lo femenino lo humano se realiza plenamente».
La Carta considera también lo mucho que queda por hacer para que ese plan de Dios se lleve a cabo. El Papa expresa su «admiración hacia las mujeres de buena voluntad que se han dedicado a defender la dignidad de su condición femenina mediante la conquista de fundamentales derechos sociales, económicos y políticos, y han tomado esta valiente iniciativa en tiempos en que este compromiso suyo era considerado un acto de transgresión, un signo de falta de feminidad, una manifestación de exhibicionismo, y tal vez un pecado».
Un camino difícil
Por desgracia, reflexiona Juan Pablo II, somos herederos de una historia de enormes condicionamientos que han hecho difícil el camino de la mujer. «No sería ciertamente fácil señalar responsabilidades precisas, considerando la fuerza de las sedimentaciones culturales que, a lo largo de los siglos, han plasmado mentalidades e instituciones. Pero si en esto no han faltado, especialmente en determinados contextos históricos, responsabilidades objetivas, incluso en no pocos hijos de la Iglesia, lo siento sinceramente».
Este sentimiento se debe convertir para toda la Iglesia «en un compromiso de renovada fidelidad a la inspiración evangélica, que precisamente sobre el tema de la liberación de la mujer de toda forma de abuso y de dominio tiene un mensaje de perenne actualidad, el cual brota de la actitud misma de Cristo. Él, superando las normas vigentes en la cultura de su tiempo, tuvo en relación con las mujeres una actitud de apertura, de respeto, de acogida y de ternura».
No se trata, sin embargo, de historia pasada: «¡Cuántas mujeres han sido y son todavía más tenidas en cuenta por su aspecto físico que por su competencia, profesionalidad, capacidad intelectual, riqueza de su sensibilidad y en definitiva por la dignidad misma de su ser!». El Papa se refiere también a la «larga y humillante historia -a menudo ‘subterránea’- de abusos cometidos contra las mujeres en el campo de la sexualidad», que incluye también la explotación del sexo que se lleva a cabo dentro de la cultura hedonista.
«Cuánto reconocimiento merecen en cambio las mujeres que, con amor heroico por su criatura, llevan a término un embarazo derivado de la injusticia de relaciones sexuales impuestas con la fuerza». Y esto no sólo, añade, en el contexto de las atrocidades que se cometen en las guerras, sino también en situaciones de bienestar, viciado por una cultura permisivista y machista. «En semejantes condiciones, la opción del aborto, que es siempre un pecado grave, antes de ser una responsabilidad de las mujeres, es un crimen imputable al hombre y a la complicidad del ambiente que lo rodea».
El genio femenino
Para el Papa, si durante el Año Internacional de la Familia, celebrado en 1994, se puso la atención sobre la mujer como madre, la Conferencia de Pekín es la ocasión propicia para una nueva toma de conciencia del «genio femenino». Este se manifiesta en la múltiple aportación que la mujer ofrece a la vida de todas las sociedades, incluida la Iglesia, que se caracteriza por su peculiar sensibilidad para los valores humanos y los valores del espíritu.
En esa aportación es posible ver, «sin desventajas para la mujer, una cierta diversidad de papeles, en la medida en que tal diversidad no es fruto de imposición arbitraria, sino que mana del carácter peculiar del ser masculino y femenino. Es un tema que tiene su aplicación específica incluso dentro de la Iglesia».
El Papa recuerda en este punto que el hecho de que la ordenación sacerdotal esté reservada a los varones no es una discriminación para la mujer. «Si Cristo -con una elección libre y soberana, atestiguada por el Evangelio y la constante tradición eclesial-ha confiado solamente a los varones la tarea de ser ‘icono’ de su rostro de ‘pastor’ y de ‘esposo’ de la Iglesia a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, esto no quita nada al papel de la mujer, así como al de los demás miembros de la Iglesia que no han recibido el orden sagrado, siendo por lo demás todos igualmente dotados de la dignidad propia del ‘sacerdocio común’, fundamentado en el Bautismo».
Y es que, añade, «estas distinciones de papel no deben interpretarse a la luz de los cánones de funcionamiento propios de las sociedades humanas, sino con los criterios específicos de la economía sacramental, o sea, la economía de ‘signos’ elegidos libremente por Dios para hacerse presente en medio de los hombres». Además, el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo «no es expresión de dominio, sino de servicio».