Una sociedad verdaderamente liberal sabe hacer espacio a personas con distintas concepciones del mundo, sobre todo en cuestiones tan controvertidas como el aborto o la eutanasia. Basta con que se tome en serio los medios de que se ha dotado, como las objeciones de conciencia o las acomodaciones razonables. El problema surge cuando los poderes públicos recelan de ellos.
¿Qué hace liberal a una democracia? La respuesta más inmediata es el respeto a los rasgos que caracterizan a esa forma de gobierno: derechos y libertades fundamentales, gobierno representativo, Estado de derecho, elecciones libres e imparciales, división de poderes, opinión pública abierta, libre mercado, gobierno de la mayoría con protección para las minorías…
Además, de las democracias liberales cabe esperar un nivel de pluralismo superior al de otras formas de democracia más imperfectas. Precisamente porque fueron pioneras en el reconocimiento de las libertades que trajo la modernidad (libertad de conciencia, libertad religiosa, libertad ideológica o de pensamiento, libertad de expresión…), esas democracias llevan a gala la tolerancia hacia la variedad de puntos de vista y estilos de vida.
Pluralismo y holgura
En sociedades así, el poder del Estado queda contenido en sus justos límites, lo que permite a los ciudadanos y a las instituciones intermedias conservar su espontaneidad. Por eso, Julián Marías insistía en que “la libertad no es solamente un problema jurídico; es un problema de holgura”.
Sin pluralismo –sin libertad para pensar, hablar y vivir de forma distinta a la que dicta la cultura de moda–, no hay holgura; y sin el espacio suficiente para que entren los puntos de vista que desafían a los dominantes, no hay democracia liberal.
Nathan Blake va todavía más lejos y afirma que la flexibilidad de la ley –manifestada, por ejemplo, en las acomodaciones razonables– es el precio que cualquier Estado liberal debe pagar por prometer a todos la misma libertad.
¿Derecho o amenaza?
Los conflictos entre ley y conciencia no solo ponen en crisis a los concretos ciudadanos que los sufren: también cuestionan al Estado sobre su propia identidad. No resuelve igual los dilemas de ese tipo una democracia amiga de la libertad que otra recelosa de ella.
Lógicamente, desde el momento en que un país reconoce la objeción de conciencia como un derecho constitucional, el debate no puede ser “objeción sí o no”. Pero siempre cabe recurrir a fiscalizaciones que entorpezcan la “libertad real”, como denunciaba Marías, o a argumentos que la hagan ceder fácilmente ante otros derechos.
Es lo que ocurrió en junio, cuando el Parlamento Europeo aprobó una resolución no vinculante –conocida como informe Matić–, que hacía pasar el aborto por “derecho humano”, incluido en la salud sexual y reproductiva, pese a que el Convenio Europeo de Derechos Humanos no lo menciona. A la vez, la resolución pretendía negar legitimidad a la objeción de conciencia, presentándola como una denegación de la atención médica debida.
En septiembre, la Suprema Corte de México (el tribunal constitucional) definió primero el aborto como un derecho, y pocos días después invalidó un artículo de la Ley General de Salud que, a juicio de los magistrados, protegía el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario con demasiada amplitud. Próximamente, pedirá al Congreso que limite –con las directrices del tribunal– la objeción de conciencia, para que esta no ponga en riesgo el derecho a la salud de otras personas.
La idea de que la objeción de conciencia pone en riesgo derechos humanos es la misma cantinela que está repitiendo en España el gobierno de PSOE y Unidas Podemos, cuya estrategia se centra en crear registros de objetores de conciencia. Primero lo hizo en la ley de eutanasia, aprobada en marzo. Y ahora, la ministra de Igualdad, Irene Montero, ha anunciado que quiere incluirlos en la reforma de la ley del aborto que está preparando su ministerio.
En ambos casos, el gobierno argumenta que los registros permitirán a las autoridades conocer cuántos profesionales sanitarios están dispuestos a practicar abortos y eutanasias en los hospitales públicos, lo que les ayudará a remediar la escasez y garantizar en todo el país esas “prestaciones sanitarias”.
Sin objeción de conciencia no hay pluralismo ni holgura, que es lo que en teoría ofrece un sistema liberal
Banalizar el aborto y a los objetores
Estos días, la responsable de impulsar la reforma de la ley del aborto, Toni Morillas, directora del Instituto de las Mujeres, ha tratado de enviar un mensaje tranquilizador: “En ningún caso –explica a El País– vamos a limitar la objeción, que es un derecho constitucional, pero estamos trabajando en cómo armonizamos ambos derechos fundamentales”.
No va a resultar fácil dado el planteamiento de que parte: “Hay que eliminar el estigma que tiene el aborto, normalizar que es una prestación sanitaria más. Igual que cuando un hombre tiene un problema de próstata y puede ir a su centro hospitalario más cercano”. Pero si Morillas banaliza de esta forma el aborto, ¿qué motivos puede tener para tomarse en serio a los objetores?
Está por ver si el gobierno se cree de verdad que la objeción de conciencia es un derecho. De momento, prevalece el mensaje de que es un obstáculo al aborto. Dice la ministra Montero que “el derecho de los médicos a la objeción de conciencia no puede estar por encima del derecho a decidir de las mujeres”. Pero lo mismo cabe decir a la inversa.
Tampoco la visión de Blake de las acomodaciones como el precio a pagar por el liberalismo es particularmente luminosa. Más atinada es la que valora las objeciones “como uno de los nuevos derechos de libertad emanados de la evolución de la conciencia social”, en palabras del profesor Rafael Navarro-Valls.
Límites jurídicos y presiones socialesEn España, la vigente ley del aborto (2010), que sigue recurrida ante el Tribunal Constitucional (TC), ya estableció que la objeción de conciencia debía manifestarse “anticipadamente y por escrito”. Pero, hasta ahora, solo la Comunidad Foral de Navarra ha puesto en marcha un registro de objetores. En 2014, el TC avaló prácticamente en su totalidad la ley navarra que creaba el registro, al considerar que “sus exigencias no limitan desproporcionadamente el ejercicio del derecho a la objeción de conciencia, sino que son acordes con la conciliación que debe concurrir entre el ejercicio de este derecho y la obligación de la Administración pública autonómica de garantizar la prestación sanitaria”. Eso sí, el tribunal dejó claro que el registro solo podía tener una finalidad organizativa, no restrictiva de la objeción de conciencia. Por eso, subrayó que los responsables del servicio público de salud debían planificar la prestación “con medios propios, si ello es posible, o mediante contratación de personal externo o concierto con entidades privadas, de acuerdo con lo previsto en la Ley Orgánica 2/2010 [la ley del aborto]”. Uno o tres inscritos En el único voto particular, el magistrado Andrés Ollero Tassara discrepó de la mayoría, alegando el posible efecto disuasorio del registro de objetores. Y mencionó un dato elocuente: “Según reciente información de prensa el número de profesionales inscritos, al cabo de cuatro años, es de uno solo, aunque informaciones procedentes del colegio de médicos estiman que pueden llegar a ser tres”. Este dato, reconoce Ollero, admite interpretaciones variadas. Para unos, “confirmaría el profundo efecto desalentador y disuasorio de la medida en una Comunidad con bien conocida objeción masiva”. También cabe pensar “que el malogrado registro no solo no garantiza las prestaciones en juego, sino que ha llevado a una masiva inaplicación de la ley, por los riesgos que los profesionales atribuyen a la existencia del registro”. En cualquier caso, concluye el magistrado que la creación del registro “no supera el juicio de proporcionalidad constitucionalmente exigible sobre la relación existente entre la medida adoptada, el resultado producido y la finalidad pretendida”. Y añade que “implica un sacrificio injustificado del derecho fundamental a la objeción de conciencia (…), dado el efecto desalentador del ejercicio del derecho, ante el explicable temor de los profesionales a sufrir represalias y perjuicios en sus legítimas expectativas profesionales”. De esta forma, Ollero ampliaba el punto de vista con una argumentación que no le es ajena al tribunal: la atención a “la realidad social”. Y la realidad es que la libertad de conciencia puede verse amenazada no solo por límites jurídicos, sino también por presiones sociales. |