Un transplante de corazón global

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Hay temas que pueden provocar inicialmente rechazo por parecer estereotipados (reivindicaciones feministas), manipulados (la inmigración) o incluso menospreciados (el trabajo doméstico). Pero su mezcla puede ser explosiva, porque pone de manifiesto algo que rara vez aparece en los debates sobre la inmigración: el cuidado de los niños y de los mayores en las sociedades del Primer Mundo a menudo se hace a costa de mujeres inmigrantes que dejan de cuidar a sus propios hijos en el país de origen.

Es la denuncia de Arlie R. Hochschild en su reciente obra traducida al español, La mercantilización de la vida íntima (1), donde delata un nuevo colonialismo: la extracción oculta de un abundante oro, el del cuidado, que las mujeres del Tercer Mundo llevan a cabo con su trabajo doméstico en casas de sociedades capitalistas. Y es que, a diferencia de las migraciones anteriores, la actual ha adoptado un rostro femenino y representa hoy en día alrededor del 51% de los inmigrantes en los países de la OCDE. Millones de mujeres abandonan su hogar y sus hijos, para trabajar a miles de kilómetros de sus tierras y dedicarse al cuidado de hijos ajenos, cuyas madres han optado por acceder al mercado laboral. Hochschild, una de las voces más destacadas de la sociología norteamericana, en general, y del feminismo de la “segunda ola”, en particular, lo explica con una lograda metáfora: estamos frente a un “transplante de corazón global” (Global Heart Transplant: GHT).

Los que quedan atrás

Aunque la obra dedica varios ensayos a temáticas relacionadas con el cuidado (y siempre dentro del sistema capitalista estadounidense), es la parte cuarta la que más interés ha suscitado en muchos ámbitos feministas. Por un lado, el trabajo de cuidar a otras personas se asocia cada vez más con la sensación de “atascamiento”, de quedarse fuera del ámbito público, sobre todo para la mujer. Por otro, Hochschild ve imprescindible suscitar una revolución social y de pensamiento para revalorizar “el cuidado de otras personas tanto como el éxito en el mercado” (p. 21).

¿Una utopía para nuestro tiempo? La dificultad es patente cuando se piensa en que el Primer Mundo acepta este transplante de corazón global sin muchos reparos: es la solución para paliar la amenaza del envejecimiento y promover más población económicamente activa (es decir, más madres que opten por trabajar fuera de casa). Obviamente, esta postura se defiende con razones humanitarias: gracias a estos trabajos, las familias del Sur reciben más remesas de dinero, mejoran la educación y la salud de sus hijos, etc. Además, no se trata de una fuga de cerebros sino de una fuga de mano de obra barata (aunque, de hecho, estas mujeres cuenten a veces con estudios universitarios, pero del Tercer Mundo…).

No obstante, si observamos un caso concreto, estas justificaciones dejan de serlo. Tomemos, por ejemplo, la inmigración ecuatoriana en España (similar a la filipina en Estados Unidos, tratada por Hochschild). Al flujo migratorio de mujeres de ese país que dejan atrás a sus hijos, ha seguido el aumento de suicidios juveniles; siete de cada diez niños dejan sin acabar la educación básica y, por si fuera poco, los embarazos no deseados entre adolescentes aumentan cuando los padres son sustituidos por los abuelos. Queda claro que el cuidado que el Norte extrae deja un vacío en los países del Sur difícil de llenar y para el que no tienen recursos morales.

Contradicción del feminismo primitivo

Pero simplificar el problema y caer en un maniqueísmo geográfico que acusa al Norte como el malo y defiende al Sur como el bueno, sería otro error. Hace más de un siglo, por poner un ejemplo, italianos, chinos y japoneses llegaban a América del Sur; hoy en día el flujo parece el contrario. Y es que el inmigrante busca un país rico, donde haya empleo, porque el problema del que huye -la verdadera injusticia- es la pobreza en la propia nación, que suele ir acompañada de corrupción y mala administración, así como de falta de oportunidades. Es sabido que no pocas veces los gobiernos se resisten a los mecanismos establecidos para la condonación de la deuda, porque no aceptan que se les exija invertir en educación y salud, y continúan con gastos en armamento y burocracia.

Pero dejando esto claro, el punto aquí es otro. Si seguimos con la metáfora del transplante de corazón global, vemos a la mujer inmigrante y pobre, corazón del hogar, que se inserta dolorosamente en una realidad social capitalista, y se dedica a hijos y ancianos ajenos, a cambio de sueldos altos pero no lo suficiente como para facilitarle viajes para reunirse con sus propios hijos. El punto por tanto es una escandalosa contradicción del feminismo primitivo: ¿cómo justificar la demanda de servicio doméstico en países desarrollados que lo necesitan porque sus mujeres lo han abandonado? Por eso, la crítica de Hochschild es lapidaria: “que dos mujeres trabajen por un salario es algo bueno, pero que dos madres renuncien a todo por el trabajo es algo bueno que ha ido demasiado lejos” (p. 74).

Ética del cuidado

Claramente, ese ir demasiado lejos debe achacarse primero al feminismo primitivo (no tanto a la mujer inmigrante, forzada muchas veces por las circunstancias y dispuesta a sufrir por su familia). La lucha del feminismo por una igualdad centrada en el poder económico y, por tanto, centrada también en el acceso al mundo laboral, asumió como por ósmosis elementos negativos del capitalismo y del individualismo liberal que el sistema ya tenía. En lugar de humanizar a los hombres, el feminismo materializó a las mujeres; y en vez de conseguir que el hombre participase más en la familia, se desvalorizó el contexto -la casa con sus trabajos- que lo hubiera permitido.

Poco a poco se ha visto que el campo de batalla no se encuentra en Wall Street sino en los barrios residenciales de Manhattan; y que el arma letal es aparentemente inofensiva: el valor que recibe el cuidado. Sin embargo, el nuevo feminismo ha descubierto esta contradicción y ha levantado la voz. Frente a una concepción del hombre y de la mujer como seres estrictamente racionales, autónomos e independientes, ha promovido la Ética del cuidado. Cuidar implica siempre una actitud de preocupación por parte de quien cuida y una situación de fragilidad por parte de quien es cuidado. Ahí donde aparece una carencia -y es preciso dejar claro que nos referimos también a carencias corporales y cotidianas-, ahí cabe una respuesta de cuidado, una respuesta humana, por más que también haya una respuesta técnica. No somos ni super-hombres ni super-mujeres; somos vulnerables y necesitamos del cuidado de los demás para nuestro desarrollo como personas. El GHT desvela precisamente esto.

En este contexto, el hogar, la casa, pueden constituir la red primaria social y la fuente de humanización de todo ser humano, siempre y cuando se fomenten las actividades de cuidado que las refuercen. Actos en común como las comidas en familia, tareas materiales como cocinar, limpiar, decorar, etc., constituyen un servicio directo a la persona no sólo en su dimensión corporal, sino también cultural e incluso espiritual. Por eso, si esta red se rompe -como es el caso de las mujeres inmigrantes, privadas del contacto directo con sus hijos-, se rompen también elementos esenciales de nuestra identidad. Algunas soluciones de Hochschild para evitar esa ruptura resultan muy conocidas: la ayuda masculina en el hogar, políticas laborales familiares… Pero la más radical y difícil no deja de ser esta: “la adjudicación de honor social al trabajo de cuidar” (p. 213).

La mente y la mano

Las mujeres del Norte lo saben muy bien, aunque sea en forma de insólito tabú de nuestra cultura posmoderna: necesitamos del cuidado ordinario. Lo que en cambio muchas ignoran es que ese tabú es un prejuicio de esa misma cultura, que define lo humano desde el paradigma de lo racional. Por esto, la revolución que propone Hochschild debe ser también una revolución de pensamiento: o se defiende el carácter racional y libre (humano) y relacional (social) de las tareas manuales y cotidianas y la necesidad que tenemos de ellas, o difícilmente se ganará la batalla. Obras recientes han comenzado a exponer esta posición, entre ellas las de Richard Sennett (2) y Matthew Crawford (3).

La obra de Sennett, El artesano, se decanta por unas tesis sumamente humanas: saber hacer bien las cosas y hacerlas por el propio placer de hacerlas bien, es una regla de vida simple y rigurosa que ha permitido el desarrollo de técnicas muy refinadas. Carpinteros, joyeros, fabricantes de instrumentos musicales han unido siempre sus conocimientos a la habilidad manual en una simbiosis de mente y mano que ha reforzado la sinergia entre teoría y práctica. Los ejercicios manuales repetitivos se constituyen en fuente de conocimiento; es más, poseen un carácter terapéutico, que cura una enfermedad muy extendida en nuestra cultura: el afán de perfeccionismo con el que la técnica nos engaña.

Por su parte, Crawford afronta el mismo tema desde principios clásicos y aristotélicos. Además de filósofo, es un orgulloso mecánico reparador de motos, convencido de la intrínseca relación entre cerebro y mano, de la racionalidad práctica presente en el hacer, de su dimensión ética y de su valor para regenerar una cultura narcisista centrada en el yo.

En ambos casos, la defensa de los trabajos manuales aparece como un reto para nuestra cultura racionalista (que identifica lo humano con la razón abstracta), para nuestra sociedad capitalista (que absolutiza el valor económico del producto) y para nuestra existencia individualista (que rechaza toda dimensión de servicio). Ni hay que confundir humano con racional, ni conocimiento con teoría. Hay muchos modos de conocer: el manual lo es también y se presenta con frecuencia como un conocer escondido, difícil de transmitir pero no por ello inexistente o inhumano.

La apología del trabajo manual y, más en concreto, del cuidado cotidiano no debería ser una causa perdida: nuestras necesidades corporales merecen una respuesta racional, libre y empática, con un planteamiento que bien puede ser denominado también “profesional”. Es un reto improrrogable de nuestra cultura. Lo saben muy bien las feministas: las de la primera generación, que contratan a madres inmigrantes para cuidar a sus hijos, y las de la segunda que denuncian este transplante de corazón global. Buen tema para reflexionar.

Maria Pia Chirinos es investigadora en la Pontificia Università della Santa Croce (Roma).

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NOTAS

(1) Arlie R. Hochschild, La mercantilización de la vida íntima. Apuntes de la casa y el trabajo. Katz Editores. Buenos Aires-Madrid (2008). 386 págs. Traducción: Lilia Mosconi.

(2) Richard Sennet, El artesano. Anagrama. Barcelona (2009). 363 págs. Traducción: Marco Aurelio Galmarini.

(3) Matthew Crawford, Shop Class as Soulcraft. Penguin. New York (2009). 256 págs. Se está preparando la traducción al castellano.

(4) Se puede también leer los párrafos dedicados a este tema en la última encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate, nn. 62-63.

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