Un nuevo libro de Antonio Millán-Puelles
El resurgir del interés por la ética ha activado la reflexión filosófica en este campo. Entre las obras recientemente publicadas, destaca por su profundidad La libre afirmación de nuestro ser (1), de Antonio Millán-Puelles. A sus 73 años, el conocido filósofo está tan activo como siempre. En un momento en que se buscan bases firmes sobre las que asentar la ética, la reflexión de Millán-Puelles demuestra que no hay nada más fructífero que atender a lo que el hombre es.
La obra se subtitula Una fundamentación de la ética realista. Y si tanto el título como el subtítulo pueden parecer algo distante al lector común -no al que conozca, aunque sea de modo somero, los temas habituales de la filosofía-, lo que trata es de lo más concreto y esencial.
Ciertamente, el libro -un recorrido de primer orden sobre el tema- es para gente acostumbrada a este tipo de debates de altura. Eso sí: pienso que todo aquel que enseñe filosofía o ética, en cualquier nivel, debería acercarse a esta obra. Porque leerla significa ponerse al día.
Por qué ética realista
Todos están de acuerdo en que la ética trata del deber ser. Otra cosa es el «mecanismo» para definir, acotar o como quiera decirse ese «deber ser». La ética realista es la que funda el deber ser en el ser, o como dice muy claramente Millán-Puelles, «el contenido de nuestros deberes tiene su fundamento general e inmediato en la realidad de lo que somos».
Una ética, pues, fundada en la metafísica, o ciencia del ser. No en la antropología cultural, ni en la sociología, ni en la voluntad política de unos pocos, sino en lo que somos, en lo que es cada hombre. Millán-Puelles se obliga, con esta decisión, a contar con todo lo que el hombre es y, por tanto, también con los impulsos, con las tendencias, con los instintos; y, en las acciones humanas, a contar con todas las circunstancias que a veces modifican profundamente la sustancia ética.
Una ética realista es, por tanto, una ética con los pies en el suelo: «No cabe que para el yo humano sea auténticamente bueno lo disconforme con su peculiar naturaleza».
En diálogo con otros filósofos
A pesar de las numerosas e interesantes digresiones, el libro está construido sobre un esquema claro y lógico. Primera parte: las condiciones de posibilidad de la moral realista. Segunda parte: El deber como exigencia absoluta por su forma. (Y es aquí, donde, como es lógico, trata del fundamento último de la moral). Tercera parte: La relatividad de la materia del imperativo moral (donde se trata, en definitiva, de la ley natural).
El núcleo de las argumentaciones es siempre muy neto, aunque el lector no precavido podría perderse alguna vez entre las discusiones de las posturas de otros autores. (Ciertamente, pienso que el libro hubiera ganado con cien páginas menos, ahorradas, precisamente, de estas discusiones).
La obra está construida en realidad como un diálogo con filósofos clásicos (Aristóteles, Santo Tomás de Aquino, Hume, Kant, Schopenhauer) y contemporáneos (Husserl, Max Scheler, Brentano, Hare, Hartmann…).
En cuanto a la fundación última del deber, el núcleo es claro: si el deber ser se basa en el ser, el deber, en su realidad absoluta, ha de tener su fundamento en el Ser Absoluto, que es Dios. Esto es así, a pesar de que el hombre pueda rechazarlo, porque no sin razón Millán-Puelles hace que una frase de Albert Camus preceda a todo el libro: «El hombre es la única criatura que rechaza ser lo que es». Pero puede también abrazar lo que es; y esa es la ética realista, la libre afirmación de nuestro ser.
La fuerza de las circunstancias
Ese realismo significa atender a lo que el hombre es con todas sus circunstancias. Precisamente este libro se distingue, frente a la mayoría de las obras de ética realista, por la importancia que concede a esas circunstancias.
Véase, por ejemplo, este texto, que puede, además, servir de ejemplo del modo de proceder del autor, de su casi continua matización: «La necesidad de atender a las circunstancias de nuestro comportamiento para que el valor moral de éste en cada caso pueda determinarse de una manera completa no es, en verdad, un relativismo -incompatible, en cuanto tal, con el sentido absoluto de la forma propia del deber y, consiguientemente, de todo precepto ético-, sino una evidente prueba de realismo. Porque no cabe ni siquiera una sola acción (u omisión) libre que realmente acontezca sin el contexto de unas circunstancias».
Naturalmente, no bastan las circunstancias para determinar el valor moral de un comportamiento; éste se determina antes que nada por su «sustancia», por lo que se suele llamar en otros tratados «objeto». Pero existen muchos comportamientos con una sustancia moral «neutra», en los que las circunstancias son decisivas.
Atender a las tendencias naturales
La discusión sobre el contenido de la ley natural es, quizá, de lo mejor del libro. El contenido de la ley natural son las tendencias humanas naturales. De nuevo nos encontramos aquí con una clara voluntad de no «idealismo», de no separarse de la afirmación de nuestro ser. Lo cual nada tiene que ver con el naturalismo; lo importante de atender a las tendencias naturales es darse cuenta de los bienes a los cuales apuntan; sobre esos bienes dictamina la razón y son esos bienes los que puede escoger la libre voluntad. Así, los actos morales son actos humanos porque son «puestos» por las facultades superiores, específicas del hombre. Aunque esos actos morales no se construyen en el vacío, sino sobre el humus de las muy corporales tendencias naturales.
Estas y otras muchas ideas enriquecen la más reciente obra de Millán-Puelles, cuyos libros se cuentan entre los más serios y complejos publicados por filósofos españoles en los últimos años. Precisamente acaban de celebrarse, del 2 al 4 de mayo, en la Universidad de Navarra, unas Jornadas de estudio sobre su obra. Treinta y cuatro profesores, de España e Hispanoamérica, han analizado la producción filosófica de Millán-Puelles en sus tres vertientes principales: metafísica, antropología y ética.
Además, este último libro coincide con un resurgir del interés por la ética, debido probablemente a motivos coyunturales, a los que por otro lado se haría mal en despreciar. En este renovado deseo de atender a los aspectos normativos de las acciones humanas, un libro como La libre afirmación de nuestro ser significa una aportación en profundidad, un vivero de ideas que interesa explorar.
Rafael Gómez Pérez_________________________(1) Antonio Millán-Puelles. La libre afirmación de nuestro ser. Rialp. Madrid (1994). 560 págs. 4.500 ptas.Algunas muestras del realismo de Millán-PuellesLa libre afirmación del ser
«La libre afirmación de nuestro ser presupone la realidad de un ser que es nuestro independientemente de que lo aceptemos o lo rechacemos en la forma de comportarnos. Esta cabal independencia respecto de lo que libremente hacemos o dejamos de hacer -también, por tanto, respecto de nuestras «intenciones subjetivas»- es el signo inequívoco de la realidad de nuestra naturaleza como algo ya dado y sin relación a lo cual no puede tener sentido alguno la distinción entre el comportamiento que merece llamarse humano (por algo más que por ser, fácticamente, el de algún hombre) y el que no lo merece.
»La realidad de nuestra naturaleza implica su prioridad respecto de todo cuanto en nosotros depende de nuestra subjetividad operativa. En nosotros hay algo que no puede reducirse a mero objeto de la actividad de nuestra mente ni, en general, a ningún producto o efecto de nuestro propio hacer. Para que funcione nuestra mente, y para que hagamos surgir algún efecto, es necesario que cada uno de nosotros esté siendo y que de una manera radical -es decir, natural, previa a todo querer y todo hacer- ya esté siendo efectivamente un yo humano» (p. 40).
Tolerancia y fanatismo
«Veamos el argumento que apela al valor de la tolerancia como contrapuesta al absolutismo del fanático. Se trata de un argumento que ha llegado a adquirir una considerable popularidad, y ciertamente no son pocos quienes lo vinculan a la justificación del pluralismo de las ideologías políticas y de las confesiones religiosas. En todas sus manifestaciones, el argumento implica la creencia de que la práctica de la tolerancia es incompatible con la aceptación de unos valores absolutos que en cuanto tales hayan de ser tomados como rectores de la convivencia. Según esta manera de pensar, para no ser fanáticos es menester ser relativistas; dicho de otra manera, el relativismo es el fundamento teórico -y, en este sentido, la principal condición de posibilidad- de todo comportamiento auténticamente tolerante.
»Se ha llegado a decir que es una enseñanza del relativismo la norma de la caridad respecto de los ideales éticos que no son los nuestros. Al hablar de este modo se incurre en una extraña «personificación» de los ideales éticos, ya que se admite, de una manera implícita, la posibilidad de tratarlos caritativamente, cual si fuesen personas, a las que, por el solo hecho de su propia índole personal, cabe amarlas o, al menos, respetarlas. La consabida frase «respeto su opinión, pero no la comparto» transfiere a la opinión lo que tan sólo para el opinante puede tener un genuino sentido. Y ciertamente no es una falta de caridad ni de respeto el solo hecho de que una persona discrepe de lo que otra persona piensa. Cabe discrepar de un modo respetuoso y hasta caritativo, y para ello no es necesario en forma alguna que el discrepante sea relativista. E, inversamente, cabe ser relativista y comportarse de una manera incorrecta con quien no lo es: por ejemplo, haciéndole objeto de la acusación de intolerancia o fanatismo.
»Desde un punto de vista estrictamente lógico, y abstracción hecha de la diversidad de los matices psicológicos posibles, ha de negarse que el relativismo pueda constituir el fundamento teórico de la tolerancia, porque no puede dejar de ver en ella -si de verdad es consecuente- un valor meramente relativo, tan relativo como la intolerancia y, por lo mismo, no más defendible que ésta. O la tolerancia es en sí misma un valor y, por ende, un valor absoluto, del que resulta una peculiar exigencia absoluta en forma de obligación moral, o es un valor meramente relativo, y entonces no hay ningún fundamento objetivo (el relativismo lo excluye) para preferirla a la intolerancia.
»El único fundamento lógico posible de la tolerancia se encuentra en la necesidad de permitir un mal para impedir otro mayor que él. Esta necesidad es una exigencia absoluta, no relativa o condicionada, aunque indudablemente se prefiera algo que sólo de un modo relativo (en sentido ontológico, no en acepción gnoseológica) es admisible. Lo tolerable es siempre un mal (lo bueno no es tolerado, sino positivamente querido, amado), y un mal es tolerable únicamente en calidad de mal menor, siendo esta calidad un valor objetivo, esto es, absoluto o en-sí» (pp. 382-383).