“Estábamos haciendo nuestros planes,
pero olvidamos que el destino también tiene planes”
Crimen y castigo, de Fiódor Dostoievski
Un estridente pitido sacude los celulares de la región de Madrid: Protección Civil alerta de riesgo extremo de tormentas e impele a todos los ciudadanos a permanecer en sus domicilios. Esa noche, las redes sociales se llenan de críticas por el alarmismo creado: ni rastro de la gota fría en la capital. A la preocupación por la presión atmosférica, los meteorólogos deben soportar ahora la presión social. No son los únicos profesionales a los que, en nuestra sociedad del riesgo, se les exige cada vez mayor capacidad predictiva. Médicos, economistas, militares, epidemiólogos, sismólogos, ingenieros, sociólogos, políticos o periodistas deben ser capaces no sólo de diagnosticar el presente, sino, sobre todo, de anticipar el futuro.
El anhelo por conocer el futuro es un rasgo innato, y específico, del ser humano. Hoy sabemos que una de las responsables de tal empeño es la dopamina, que no es la hormona de la felicidad como se creyó cuando se descubrió en 1957, sino una de las moléculas determinantes de nuestra capacidad para transcender el aquí y el ahora, para transcendernos a nosotros mismos. Sin la dopamina no podríamos crear, ni creer, ni enamorarnos. Por algún motivo, los humanos tenemos mayores cantidades de esta hormona que el resto de las especies.
Hoy podemos anticipar con gran precisión el número de viajeros en una línea aérea, de pacientes en un área de salud, de alumnos que elegirán una titulación, de visitantes de un gran museo, de trabajadores contratados o despedidos en las próximas semanas, incluso de nacimientos y muertes el próximo año. También podemos prever, en función de la temperatura, el consumo de electricidad minuto a minuto o los litros de cerveza que se comprarán. Podemos incluso llegar a saber que entre las 8 y las 9 de la mañana del primer lunes tras el cambio de hora otoñal, se producirá el mayor número de accidentes viales del año; y que en su mayoría serán producidos por conductores varones. Podemos estimar, en función del barrio donde vive, la probabilidad de que alguien compre tabaco o comida para su mascota; o de que vote al partido animalista o antitabaco. Podemos anticipar la cifra de llamadas a una gran empresa de atención al cliente y hasta el tipo de consultas en cada momento del año, de la semana y del día. Con la información predictiva se pueden programar semáforos, flotas de camiones, ancho de banda de un servidor, personal necesario para atender un evento o el abastecimiento de productos en el lineal del supermercado.
Efectivamente, cada vez es más sencillo anticipar los comportamientos humanos. Eso sí, con dos condiciones: que la población objeto de estudio no se reduzca a unos pocos casos y que se trate de una estimación agregada. Es decir, podemos saber cuántos acudirán a votar, se casarán, enfermarán o firmarán un contrato, pero no podemos saber quiénes lo harán. No es sólo una cuestión de protección legal de la privacidad: es sencillamente que la estadística es la ciencia de los grandes números. Aunque las circunstancias condicionan nuestro comportamiento, nunca lo determinan; que sea más probable que cojamos un taxi cuando llueve no implica que estemos obligados a hacerlo.
La misma década en que Kathleen Montagu descubría la dopamina, los científicos sociales comprobaban con asombro que los métodos objetivos de predicción superaban a los juicios humanos basados en la experiencia. El desarrollo de la informática y los algoritmos no ha hecho más que potenciar la capacidad predictiva de las máquinas. El motivo es que el juicio humano tiene grandes limitaciones de las que no somos conscientes. No es extraño el éxito de los ensayos que ponen en evidencia nuestras limitaciones cognitivas, como son: Ruido. Un fallo en el juicio humano, de Daniel Kahneman; La señal y el ruido. Por qué muchas predicciones fallan, de Nate Silver, o Las trampas del deseo, de Dan Ariely. La capacidad predictiva avanzará de forma extraordinaria gracias al desarrollo de la inteligencia artificial; es de hecho en el terreno predictivo donde de la IA tendrá mayor impacto social. Allá donde se puedan analizar cantidades ingentes de datos, los modelos predictivos ofrecerán pronósticos más precisos, rápidos y baratos, como analizan los autores de Power of Prediction. The Disruptive Economics of Artificial Intelligence.
Si la capacidad predictiva es creciente, ¿por qué, entonces, no somos capaces de anticipar los acontecimientos con mayor impacto en nuestras vidas? ¿Por qué el volcán de Guatemala o el terremoto de Marruecos han pillado “fuera de juego” incluso a los expertos? ¿Por qué la pandemia del COVID sorprendió a los gobiernos de todo el mundo? ¿Por qué fallaron las predicciones de la gota fría en Madrid? ¿Por qué el hombre actual tiene la sensación de vivir de sorpresa en sorpresa? Porque, a diferencia de los comportamientos humanos agregados, los comportamientos de la naturaleza raramente siguen patrones lineales y constantes; por lo tanto, son difícilmente modelizables.
Fue precisamente un investigador del servido meteorológico de la Fuerza Aérea de EE.UU., el matemático Edward Lorenz, el que mejor supo exponer las limitaciones de los modelos predictivos hace ya cincuenta años. Al hacer correr sus simulaciones descubrió que insignificantes redondeos en los parámetros de entrada tenían gran impacto en las estimaciones finales. Para visualizar el fenómeno lo denominó efecto mariposa, ilustrándolo con una imagen que haría fortuna entre los científicos: el aleteo de una mariposa en Brasil puede provocar un huracán en Estados Unidos. ¿Implica esto que sea imposible predecir el clima? Ni mucho menos: la prueba de la capacidad predictiva en meteorología y su impacto en la agricultura es la venta de la startup Climate Corporation por más de mil millones de dólares siete años después de ser fundada por un extrabajador de Google de 26 años.
La teoría del caos de Lorenz sirve para explicar la imprevisibilidad no sólo de los huracanes sino, en general, de la mayoría de los desastres naturales que, por mucho que nos empeñemos, son intrínsecamente impredecibles. Buena parte de las catástrofes naturales siguen el esquema del cisne negro, acuñado por el libanés Nassin N. Taleb, porque se trata de eventos sorpresivos y de gran impacto social. Y habría que añadir al análisis de Taleb que su impacto social es función, precisamente, de su imprevisibilidad. Igualmente, el mayor o menor impacto en la población es función de decisiones humanas previas, motivo por el que las catástrofes se ceban con los grupos sociales con menos recursos. Incendios, pandemias, volcanes, tsunamis, temporales, sequías o terremotos tienen un impacto muy diferente según el desarrollo de las sociedades. La visión histórica de esta realidad la proporciona el historiador británico Niall Ferguson en su último ensayo, Desastre. Historia y política de las catástrofes, mientras la actualización anual la podemos encontrar en los informes de la ONU sobre evaluación de la reducción de riesgo de desastres. Todo ello, por no hablar de que las situaciones más letales para la humanidad han tenido y siguen teniendo su origen en decisiones humanas. Basta observar lo que está pasando actualmente en Afganistán, México, Myanmar, Somalia, Ucrania, Israel o Palestina, por citar sólo algunos países con mayor tasa de mortandad por causas externas.
Cabe preguntarse ¿De qué sirve anticipar el futuro, si no podemos modificarlo? La prospectiva se aproxima a la investigación del futuro desde ese planteamiento. La clave no es saber qué pasará, sino anticipar futuros posibles para elegir el óptimo. Es aquí donde entran en juego las decisiones, conocer para actuar. Durante la pandemia del COVID la mejor arma para combatir al virus fue el test de antígenos, cuyo empleo masivo se retrasó por la absurda visión de los decisores de que el ciudadano no estaba preparado para su empleo. De forma que millones de ciudadanos en todos los países eran capaces de conducir, trabajar o criar a sus hijos, pero ¿no eran capaces de hacerse una simple prueba? El COVID ha vuelto a enseñarnos dos lecciones: la necesidad de tratar a los adultos como adultos y la importancia de tomar decisiones sin esperar a disponer de toda la información. Las máquinas pueden superar al hombre a la hora de prever, pero no a la de decidir. Porque, como defendía el padre de la prospectiva, el francés Gaston Berger, para estudiar el futuro son precisas, además del rigor, la imaginación y la mente abierta. Son rasgos que décadas después descubrirán Philip Tetlock y Dan Gardner en sus investigaciones sobre los expertos con mayor capacidad de anticipar el futuro, y que plasmarían en su libro Superpronosticadores.
Hemos de admitir los límites de la ciencia en su capacidad para anticipar amenazas. La ciencia no tiene respuesta inmediata a todas las preguntas que se le formulan. En vísperas del desembarco de Normandía, el meteorólogo jefe respondió al general Eisenhower sobre el clima exacto que haría: “Si le diera respuesta a su pregunta, mi general, estaría adivinando, no comportándome como su meteorólogo asesor”. Esa humildad es la que permitió a los aliados disponer de mejor información que los alemanes y desembarcar el seis de junio, mientras el general Rommel estaba en Berlín creyendo que las tormentas harían inviable el desembarco en esas fechas. Es apasionante descubrir que la mayoría de los errores históricos en la toma de decisiones se deben a lo que Taleb denomina la arrogancia epistémica, que consiste en sobreestimar lo que sabemos e infravalorar la incertidumbre. Frente a nuestra arrogancia, hemos de reconocer que la capacidad de una máquina de derrotar al hombre jugando al ajedrez o eligiendo el camino óptimo para llegar a casa, dice más de las limitaciones de la inteligencia humana que de la capacidad de las máquinas. Un poco de realismo nos debería llevar a reconocer que el ser humano no es asombroso por lo que hace, sino por lo que es.
En definitiva, no podemos anticipar el futuro, pero sí podemos trabajar por escenarios mejores, con la certeza de que el ser humano se comportará con madurez colectiva cuando disponga de la información necesaria. El temporal de lluvia no descargó su furia en Madrid, sino a escasos 40 kilómetro al sur de la capital. Si esa tarde de brutales tormentas se salvaron muchas vidas, fue gracias a que la alerta meteorológica permitió a los bomberos llegar a la zona cero de la gota fría en tiempo récord, porque los ciudadanos actuaron según lo previsto.
Textos recomendados
|