El barcelonés J.A. Bayona (El orfanato, Lo imposible, Un monstruo viene a verme) se ha convertido en uno de los cineastas españoles más populares y con más proyección internacional. Ahora confirma sus grandes cualidades formales y sus ciertas limitaciones de fondo en la superproducción Jurassic World: El reino caído, quinta entrega de la saga iniciada en 1993 por Steven Spielberg con Jurassic Park, que adaptaba la novela homónima de Michael Crichton. De nuevo Spielberg produce el filme, y repite como coautor del guion Colin Trevorrow, director y coguionista de la anterior entrega de la saga, Jurassic World, la cuarta película más taquillera de la historia.
Ambientada cuatro años después de la sangrienta destrucción del parque temático y del lujoso complejo turístico de la Isla Nublar, la trama de esta nueva aventura se fragmenta en dos partes muy diferenciadas. La primera se centra en los devastadores efectos de una erupción volcánica en la isla y en los denodados esfuerzos de la exgerente Claire Dearing, el exentrenador Owen Grady y una misteriosa organización para salvar al mayor número posible de dinosaurios. La segunda mitad del filme se centra en los desastres que genera ya en tierra firme esa temeraria operación de rescate.
Bayona se luce especialmente en la acuática secuencia de transición entre esas dos partes, en las que desarrolla una brillante puesta en escena, marcada por su inquietante planificación habitual y su trepidante sentido de la progresión dramática. Además, en la primera parte muestra más dinosaurios que nunca –con un apabullante despliegue de efectos visuales de altísima calidad–, al tiempo que rinde homenaje a su admirado Spielberg y, en general, al mejor cine de aventuras selváticas del siglo pasado. Mientras que en el segundo tramo, Bayona se lleva la historia a su terreno, articulando un angustioso y claustrofóbico cuento de hadas gótico, con su castillo, su princesa, su príncipe y sus niños amenazados por un dragón… o más bien, por muchos dragones.
Todo ello, resuelto con un excelente trabajo de ambientación (Andy Nicholson), fotografía (Óscar Faura) y montaje (Bernat Vilaplana), y bien apoyado por la música de Michael Giacchino, siempre eficaz, aunque a veces un poco enfática y demasiado presente. Por su parte, todos los actores cumplen con creces –sobre todo, la pareja protagonista y los niños–, y Jeff Goldblum añade un jugoso aderezo nostálgico en su fugaz aparición. Queda así una entretenidísima película de aventuras, suspense y terror, apropiada para todos los públicos, aunque quizás menos fresca que su inmediata antecesora, Jurassic World, y más superficial que el primer Jurassic Park, al menos en su etéreo discurso animalista, en sus críticas al progreso científico sin referentes éticos y en su constatación de esa permanente tentación del ser humano de convertirse en Dios.
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