En 2002, una modesta película de acción rompía las taquillas de todo el mundo, lanzaba a Matt Damon al estrellato y entusiasmaba a la crítica por su contundente renovación realista y políticamente comprometida del cine de espías. Se trataba de El caso Bourne, dirigido por Doug Liman y basado en varias novelas de Robert Ludlum (1927-2001).
Más tarde, la franquicia se consolidó y hasta dio un salto cualitativo en El mito de Bourne y El ultimátum de Bourne, gracias a la trepidante puesta en escena del inglés Paul Greengrass (Domingo sangriento, Capitán Phillips). Tras la notable pero discutida bifurcación de El legado de Bourne, dirigida por Tony Gilroy y protagonizada por Jeremy Lenner, ahora la saga recupera su lustre y vigor en Jason Bourne, de nuevo con Greengrass tras la cámara y con Matt Damon como protagonista, coguionista y productor.
Para bien y para mal, Jason Bourne repite el ritmo frenético de sus antecesoras, así como su medida fórmula de acción, intriga, romance y crítica política y social. Esta repetición es para mal, porque el guion solo añade una ligera intriga en torno a la sinuosa agente de la CIA —interpretada con personalidad por Alicia Vikander— que obliga a Bourne a salir a la luz desde su ocultamiento. Y es para bien, porque Greengrass vuelve a desplegar su apabullante capacidad para las secuencias de acción. Todo ello, sin impulsar o renovar demasiado el proceso de autodescubrimiento del amnésico ex sicario, ni las constantes críticas al inmoral e ilegal intervencionismo internacional de las agencias secretas estadounidenses.
En fin, otra más de Bourne, tan violenta, inverosímil, impactante y entretenida como las anteriores, que gustará a los muchos seguidores de la franquicia, dejará fríos a sus escasos detractores y volverá a ser un taquillazo mundial.
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