Un minero recuerda su vida en un valle galés al momento de abandonarlo para siempre. Sus recuerdos estallan en canciones. He hecho una sinopsis que hubiera gustado a Ford, un poeta disfrazado de director de cine.
Este impresionante y bellísimo drama ganó cinco Oscar: película, director, fotografía (el primero de los tres de Arthur C. Miller, que volvería a merecerlo por La canción de Bernadette en el 44 y por Ana y el Rey en el 47), dirección artística y actor secundario. Ese último actor es el londinense Donald Crisp, que hace maravillas con su personaje duro y tierno de padre de una familia numerosa, con tres chicarrones, una chica y un niño.
Ford hace el mejor retrato familiar de su carrera (tiene otros buenísimos pero ninguno tan complejo y variopinto) con la ayuda de la irlandesa Sara Allgood, de su muy amada Anna Lee, de su predilecta Maureen O’Hara, y de un niño conmovedor llamado Roddy McDowald (Cornelius en El planeta de los simios). Y qué canciones…
La historia es fordiana a machamartillo: dignos y orgullosos perdedores, mujeres fuertes que aman en silencio al hombre que no les puede corresponder, amor por la tierra de los ancestros, tradición y respeto por los mayores, nostalgia de infinito.