Con un diseño de producción cuidado y un buen elenco actoral, «Teresa. El cuerpo de Cristo» es la segunda película dirigida y escrita por el novelista Ray Loriga (Madrid, 1967). En su faceta de guionista Loriga participó en la escritura de «Carne trémula» de Pedro Almodóvar y de «Ausentes» de Daniel Calparsoro. En solitario, escribió los guiones de «El séptimo día» de Carlos Saura y de «La pistola de mi hermano», dirigida por él mismo, en 1997.
Esta película sobre Teresa de Jesús abarca el periodo de su vida que media entre su ingreso en la vida religiosa en 1531 hasta el inicio de la reforma con la fundación del convento de San José en 1562. La cinta se abre con una cita altisonante, un remedo de la que abre los tebeos de Astérix. Se escucha una voz ominosa que describe en tres frases la España del Siglo de Oro como un periodo oscuro, fanático, terrible y tenebroso, para terminar con esta sentencia: «Todos los corazones estaban gobernados por el miedo. Todos menos uno».
Este prólogo es un buen compendio del punto de vista de Loriga sobre la escritora mística española y el tiempo que le tocó vivir. A Ray Loriga le viene grandísima la historia de Teresa de Jesús. Es tan bobo su acercamiento que acaba dando lástima. El dinero (casi 8 millones de euros) lo pone, cómo no, Andrés Vicente Gómez.
El reduccionismo populachero de la cinta se empeña en que Teresa va al convento después de haber perdido la honra. «Estamos en el siglo XXI y hay muchas cosas que se pueden revisar sobre Santa Teresa, como su supuesta virginidad», dice el audaz Loriga, que parece empeñado en que no conocemos la vida exterior e interior de uno de los personajes históricos que más informaciones autobiográficas nos ha dejado y sobre la que se han escrito cientos de libros y tesis doctorales.
Para Loriga, la relación mística con Jesucristo que tiene Teresa se reduce a unas cuantas escenitas eróticas («Hay muchas cosas de Santa Teresa que no se han contado y que son un misterio sin resolver: su sexualidad o su relación tan cercana a Dios, casi piel con piel », sentencia un sobrado Loriga). Teresa aparece como una mujer adusta y destemplada, siempre con mala cara, permanentemente a la defensiva, metida por sistema en grescas con todo el que se le acerca. «Algo con lo que he tenido mucho cuidado -advierte Loriga- ha sido no presentar a la Iglesia como los malos de la película: ella contó con apoyos importantes dentro de la Iglesia católica». Una declaración de intenciones que, por desgracia, se contradice con el resultado final que puede verse en la pantalla, un retrato deformado y ofensivo de la santa y de la mayor parte de las personas que le rodearon. Baste citar las caricaturas ridiculizantes del provincial de Ávila (que exige a gritos que se viole el secreto de confesión para enterarse de lo que trama Teresa), o del padre Daza, confesor de Teresa, un miserable maniobrero, o de la priora de la Encarnación, una víbora que promueve un aborto practicado por monjas a una novicia casquivana en la misma enfermería del convento.
En el segundo tramo de la película, cuando Teresa emprende la reforma del Carmelo, parece como si Loriga se viera superado por la grandeza de un personaje que no logra mantener sumiso en sus ridículos y rígidos esquemas.
Y a pesar del tenebrismo truculento de Loriga (y de Andrés Vicente Gómez cuya larga y conocida mano se percibe en las provocaciones reiteradas), la santa, la hija y doctora de la Iglesia, la fabulosa escritora, la maravillosa y humanísima mujer asoma por la armadura -la loriga opresiva de lo políticamente correcto- que le han impuesto los novísimos inquisidores del siglo XXI. Y así, con dolor y desconcierto, la entrevemos -Teresa, amable y admirable- a través de un objetivo groseramente desenfocado.