La historia es sencilla y se podría resumir en una línea: los Hoover acuden en una destartalada furgoneta a un concurso de belleza infantil. Si se describe un poco a los Hoover, la cosa se complica. Olive, la pequeña y regordeta benjamina, es la que va a concursar. Le acompañan su hermano Dwayne -un adolescente con el pavo subido que ha hecho voto de silencio-, su abuelo -un primor de ancianito aficionado al porno y a la heroína-, su tío -un «gay» con tentativa de suicidio a sus espaldas-, su padre -un profesional de la autoayuda que vende recetas para alcanzar el éxito- y su madre, que se dedica a intentar mantener unida a esta disfuncional familia.
Desde su excelente acogida en el festival de Sundance, esta pequeña película -costó 8 millones de dólares- no ha dejado de crecer; prueba de ello es su excelente recaudación en EE.UU. y su recién conseguido premio del público en el festival de San Sebastián. Parte del éxito se debe, sin duda, a un guión muy divertido que consigue diluir -o al menos maquillar- una brutal carga crítica contra la sociedad del éxito, que es también la sociedad del hedonismo, de la confusión y de la falta de referencias educativas (antológicas las escenas en la que el matrimonio da consejos opuestos a sus hijos).
El problema, como en tantas otras producciones de corte independiente que ponen el dedo en la llaga, es que la solución final -en plan «no hay nada más lindo que la familia unida»- es tan «light» y superficial como los apaños que le hacen a la furgoneta: sirven sólo para un rato y para terminar la película. En el fondo, lo resume de maravilla la codirectora Valerie Faris cuando afirma que «no queríamos hacer una película sobre los valores familiares, sino sobre el valor de la familia». Algo es algo, pero …
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