Tras la desaparición de la URSS, la vida languidece en las nevadas y gélidas estepas de una aldea kurda del Cáucaso. Muchos jóvenes ya se han marchado al extranjero y envían desde allí el dinero que no aparece por ninguna parte en el inhóspito pueblucho. En ésas, un silencioso sesentón, soldado retirado del Ejército Rojo, se enamora de una viuda algo más joven que él. Con ella coincide en un cercano cementerio, al que ambos acuden a diario para hablar con sus respectivos cónyuges muertos.
El guión de esta singular película es escueto y episódico, y resulta arduo de seguir. Sin embargo, el kurdo-iraquí Hiner Saleem saca partido a los apabullantes parajes de Armenia donde ha rodado y dirige bien a sus desconocidos actores, imponiendo un simpático tono tragicómico, a medio camino entre el abigarrado surrealismo del serbobosnio Kusturica y el humanismo amable y minimalista del finlandés Kaurismäki. Nunca alcanza Saleem el vigor visual del primero ni la hondura dramática y moral del segundo; pero al menos ofrece un recital de planificación sustancial, da entidad a los conflictos de sus personajes y esboza un sugerente análisis del vacío vital que ha dejado el comunismo en unos pueblos cuya etérea religiosidad, islámica o cristiana, es el único motor de su debilitada lucha por la supervivencia. La religión… y el recurso constante al barato Vodka Lemon, que quizá ni es vodka y además sabe a almendras.
Jerónimo José Martín