Quentin Tarantino entrega la segunda parte de su «estrafalaria historia de amor con toques del kung-fu samurai y del spaghetti western», como la ha definido el actor David Carradine. La mires/oigas por donde la mires/oigas, la película tiene unas calidades sobresalientes, que brillan mucho más en esta segunda entrega, porque se priman en ella los conflictos y los personajes, que están mucho más cuidados, a costa de las secuencias de acción coreografiada que abundaban en la primera. Hay un poderío técnico difícil de superar, desde el seductor prólogo en blanco y negro, con una Black Mamba al volante que nos cuenta que va al encuentro de Bill, hasta el apoteósico desenlace, pasando por mil peripecias a cada cuál más brillante desde el punto de vista formal.
La planificación, los movimientos de cámara, el montaje y la puesta en escena darían para varios cursos de doctorado. Y algo parecido ocurre con la música, los diálogos, el tempo dramático de las secuencias, la dirección de actores, el diseño de producción, la posproducción y los sencillamente geniales créditos finales, que contienen varias propinas musicales y visuales.
El gusto pulp de Tarantino daña su fiction, dije del volumen 1 de esta película, y lo repito para el 2, aunque cierto es que aquí se rebajan la procacidad y la enfermiza devoción por la violencia del director de Reservoir Dogs, que sigue presente, especialmente en la secuencia del entierro, un insoportable alarde de sadismo.
La pasión del director de Tennessee por el spaghetti western, el comic underground, el cine negro y la buena música quedan patentes, así como su agradecimiento a su colega Robert Rodríguez. Artistas consagrados al despropósito, al mírame la nariz, al quien piensa pierde, al yo soy así y me gusto, al «relax, its only a movie». Superdotados erráticos con doble moral y en caída libre. Pero qué caída, dirá más de uno. Pues sí.
Alberto Fijo