Director y guionista: Majid Majidi. Intérpretes: Mohsen Ramezani, Hosein Mahjob, Salime Feizi. 90 min. Jóvenes.
Esta espléndida película iraní ganó en el año 2000 el Gran Premio del Festival de Montreal y otros muchos galardones en diversos festivales. Se trata de la cuarta película realizada por el actor, escritor y director iraní Majid Majidi, discípulo de Mohsen Makhmalbaf y Abbas Kiarostami, que ya demostró su calidad en Baduk (1992), El padre (1996) y Niños del paraíso, esta última candidata al Oscar 1998 a la mejor película en lengua no inglesa.
Mohammad es un niño ciego de ocho años que estudia en Teherán. Inteligente e hipersensible, ha desarrollado extraordinariamente los demás sentidos y sufre con la rudeza de su padre, un carbonero viudo que ve a su hijo como una maldición de Dios. Esa frialdad marca las vacaciones de Mohammad en su pueblo natal, perdido en las tierras altas del norte de Irán. Allí, el chaval intenta ganarse a su padre -que está obsesionado con volver a casarse-, mientras disfruta del cariño de sus dos hermanas pequeñas y de su abuela, una mujer trabajadora y religiosa.
Habrá quien considere El color del paraíso como otro cuentecito iraní, aburrido y críptico; pero, probablemente, es uno de los grandes títulos de los últimos años. Ciertamente, su minimalismo narrativo, su ritmo parsimonioso, su seguimiento exhaustivo del sufrimiento infantil, sus naturalísimas interpretaciones y su desenlace abierto son similares a los de otros films recientes producidos en Irán. Pero aquí ese neorrealismo se enriquece mucho con las personalidades de los protagonistas. Así, la ceguera externa de Mohammad lleva a Majidi a prestar una mayor atención a la música y los sonidos, y a intentar reflejar visualmente los sentidos del tacto, el olfato y el gusto. Por otra parte, la ceguera interna del padre de Mohammad hacia toda la belleza que le rodea es subrayada por Majidi a través de una fotografía sensacional, con un lirismo apabullante. Todo esto, redondeado por una nítida planificación y un montaje atrevido, provoca numerosas secuencias de alta emotividad, algunas marcadas incluso con un cierto tono onírico, más propio del realismo mágico.
En realidad, El color del paraíso -desde el pajarillo herido al espeluznante desenlace- es una espléndida parábola sobre la lucha entre el amor y el egoísmo, y sobre el papel en ella de la oración -principal arma de la abuela- y del sufrimiento, asumido hasta el heroísmo por el niño ciego. Por eso no son simples detalles ornamentales la invocación inicial «En el nombre de Dios» ni la irrupción final de una singular iluminación mística, a lo Carl Dreyer. Son más bien el prólogo y el epílogo perfectos de una obra maestra que, tras su aparente tristeza, rezuma alegría, grandeza y ternura.
Jerónimo José Martín