Stefan Ruzowitzky (1961), con esta su segunda película, ha imaginado un mundo rural de los años 30 que recuerda a muchas novelas romántico-realistas del XIX-XX: todo son ilusiones y aspiraciones, desgracia y crueldad. Un presente oscuro trae su origen de un pasado no menos oscuro y misterioso. La presencia de la naturaleza se funde con el alma de los personajes. El Destino, que se quiere implacable, no es sino fruto de la libertad humana, de la maldad y de la estupidez. Todo esto se repite en Los herederos con un acabamiento admirable, por el que ha ganado la Espiga de Plata en el Festival de Valladolid 1998 y otros diversos galardones.
Aunque la historia tiene complejas ramificaciones, su nudo consiste en que un rico granjero aparece asesinado. Al leerse el testamento, sus siete trabajadores son nombrados herederos. Quién y por qué mató al rico y cruel granjero, y las consecuencias en un mundo de estrictos estamentos sociales, que trae consigo el que siete labradores vengan de pronto a ser señores…, son las ramificaciones que complican y hacen interesante la trama.
Pero, sobre todo, lo espléndido es el retrato de los objetos del campo, interiores de la granja, y paisajes. El director de fotografía, Peter von Haller, hace soñar en magníficos cuadros clásicos de grandes pinacotecas.
Hay brutalidad, crueldad, odio y sangre… Sexualidad no menos brutal. Y el denodado esfuerzo del trabajo, de la lucha de los herederos frente a un mundo que no les admite; un representante de la Iglesia ineficaz y teórico; unos representantes del Estado unidos al poder injusto de los ricos…
Tal vez el buscado final sea eso, demasiado buscado: las historias románticas suelen regodearse artificialmente en la desgracia. Nadie queda limpio, «ni un justo queda», como dice la Escritura. Quizá, como arquetipo deseable de la bondad, quedan, fieles e inamovibles, una vieja sirvienta y un niño huérfano. Otra vez, romanticismo casi puro.