En su breve pero intensa filmografía como director (Gente corriente, Un lugar llamado Milagro, El río de la vida), Robert Redford ha demostrado que quiere contar historias que le interesen personalmente, y que para el público no sean un simple entretenimiento. Temas como la familia, la decepción, la toma de decisiones, los abusos de poder, están presentes en sus películas. También en Quiz Show, que toma pie de hechos reales acaecidos en EE.UU. a finales de los 50, cuando la televisión empezó a gozar de popularidad. Con ella opta a cuatro Oscars: película, director, guión adaptado y actor secundario (Paul Scofield).
Twenty-One, un concurso de preguntas y respuestas, fue uno de los programas de la NBC con más audiencia. Cuando Richard Goodwin (Rob Morrow), un investigador del Congreso, descubrió que estaba amañado, se produjo un escándalo mayúsculo. Sobre todo porque uno de los concursantes más populares -portada en Time y Life- era Charles Van Doren (Ralph Fiennes), profesor universitario de una famosa familia de intelectuales. Charles había sustituido a Herbie Stempel (John Turturro), un judío con poca imagen televisiva al que se obligó a errar una respuesta.
Quiz Show es como el prólogo de algo que hoy no sorprende: la manipulación televisiva. El caso que cuenta fue un shock para los televidentes norteamericanos, porque creían en la verdad de la televisión. Ahora, la manipulación continúa, pero el espectador ha perdido la inocencia.
Si lo que cuenta Redford es interesante, aún más lo es el modo de hacerlo. A lo largo del relato, el director introduce múltiples cuestiones colaterales, cada una de las cuales podía dar lugar a un largo comentario. Los personajes no son de una pieza. Redford ha querido mostrar «las tentaciones que se nos presentan, la lucha contra la ambigüedad moral». Herbie Stempel denuncia los trucos del concurso, pero lo hace por venganza. Charles Van Doren se engaña pensando que puede hacer mucho por la cultura desde la televisión; pero no es sólo eso: la fama es para él un imán irresistible. Incluso Richard Goodwin, al indagar los hechos, mientras hace salir a la palestra a unos, querría proteger a otros. Pero, en definitiva, estos personajes son víctimas. Redford pone el acento en denunciar a los que manejan los hilos del poder: productores televisivos, patrocinadores, el presidente de la NBC, los políticos…; personas que parecen pensar en abstracto, sin fijarse nunca en el individuo al que afectan sus decisiones.
La película podía haber caído en un didactismo difícil de soportar; pero Redford, a partir de un espléndido guión de Paul Attanasio, hace fluir con naturalidad los actos y motivaciones de los personajes, todos ellos muy bien encarnados. Perfectos están Borrow -un actor casi desconocido-, Turturro, Fiennes…; maravillosa es la caracterización del padre de Van Doren por Paul Scofield; las secuencias que comparte con Fiennes poseen una fuerza dramática enorme. Incluso los breves papeles femeninos están dibujados con esmero. A todo esto hay que añadir un magnífico diseño visual: Jon Hutman en la dirección artística y Michael Ballhaus en la fotografía han sabido complementar sus esfuerzos. Este último juega con colores dorados y azulados y da el perfecto aire de una época para añorar. Eran tiempos en que el público tenía cierta capacidad de reacción; tiempos en los que quedaban quijotes, dice Redford aludiendo a Cervantes, capaces de seguir sus propias convicciones. Que no falten nunca, tampoco hoy, parece susurrar el director al oído del espectador.
José María Aresté