La palabra democracia no aparece demasiado en los discursos del presidente Trump, y menos todavía en los tuits y ruedas de prensa. En contraste, en las intervenciones del secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, es frecuente escuchar que la Alianza se fundamenta en los valores de la democracia, la libertad individual y el imperio de la ley, referencias que también se encuentran en el tratado fundacional de Washington.
No es un detalle insignificante, porque si la organización no está compuesta por 29 democracias, unas más antiguas y otras más nuevas, se llega a la conclusión de que los cimientos de la Alianza se resquebrajan. Es cierto que durante la guerra fría un gobierno no democrático, como el de Salazar en Portugal, tuvo asiento durante un cuarto de siglo en el Consejo Atlántico, que también acogió por un tiempo a gobiernos dictatoriales como los militares de Grecia y Turquía; pero todo esto formaba parte de las hipotecas de un momento histórico en el que no había que tener demasiados escrúpulos en la estrategia de contención de la URSS.
De aliados democráticos a rivales comerciales
Es cierto que la democracia no se debe imponer por la fuerza, pero esto no debería implicar poner en sordina o reducir a mera palabrería la defensa de los valores democráticos
Si la palabra democracia no abunda en las intervenciones del político que hace años era considerado como el líder del mundo libre, se deberá a que la mentalidad de Donald Trump es más cercana al mundo empresarial, con sus cuentas de entradas y salidas, que a la del tradicional líder político estadounidense desde Roosevelt hasta casi el momento presente. De ahí la insistencia de Trump a los aliados de aumentar los gastos de defensa, ya que considera, no sin bastante razón, que el desarrollo económico de Europa ha sido posible gracias al esfuerzo defensivo de EE.UU. Ahora se trataría de equilibrar un poco más las cuentas entre la primera superpotencia mundial y sus aliados europeos, aunque Trump no parece conformarse con el 2% del PIB, sino que en la reciente cumbre de Bruselas ha elevado esa cifra a un muy poco realista 4% (el gasto norteamericano está en el 3,57%).
No es fácil en este asunto, y en otros muchos, ver dónde empieza y termina el auténtico Donald Trump; pero sus amenazas, con más o menos comillas, de abandonar la organización suelen encontrar un tono apaciguador en las reacciones de algunos gobiernos aliados y del propio secretario general, Jens Stoltenberg. Este político noruego insiste en que el objetivo del 2% está en camino de lograrse en la gran mayoría de los aliados, que lo alcanzarán en 2024, y hay analistas políticos que alaban a Trump porque habría conseguido, pese a sus salidas de tono, que se aumenten los gastos defensivos, algo que el mucho más simpático Barack Obama nunca logró.
Lo que a EE.UU. importa ahora es la primacía de la soberanía estatal, el principio de derecho internacional más valorado por Rusia y China, y el abandono en la práctica de políticas de alianzas basadas en principios ideológicos compartidos como los de la democracia
Con todo, vamos a suponer que Donald Trump expresara abiertamente su satisfacción por las contribuciones económicas de sus aliados europeos. ¿Fortalecería eso más la OTAN? La respuesta es negativa, porque el presidente estadounidense se inclina por considerar a sus socios europeos como rivales comerciales, bastante semejantes a los chinos. Así se está minando la confianza en las relaciones mutuas, algo que termina por influir en el seno de la propia Alianza atlántica.
Tampoco contribuye a mejorar esas relaciones la ocurrencia de Trump, en su cuenta de Twitter, de afirmar que se sentirá más cómodo en su encuentro con Putin en Helsinki que en su estancia en la sede de la OTAN. Nunca, y menos aún en el período de la guerra fría, se ha dado la circunstancia de que un presidente americano se entrevistara con un ruso inmediatamente después de reunirse con sus aliados. Es una decisión que no parece haberse improvisado, y sirve para confirmar la vigencia del eslogan de America First. Primero es el interés nacional, que nadie debe de condicionar, y en segundo lugar las alianzas.
El hecho de que los aliados del centro y este de Europa vean a Rusia como un desafío para su seguridad no condiciona la estrategia de Washington, y de paso alimenta las ambiciones rusas de recuperar su estatus de superpotencia, pues se manda el mensaje de que rusos y americanos aspiran a decidir, como en la guerra fría, los destinos del mundo. Un enfoque historicista que no corresponde a la realidad, pues la Rusia de Putin no es la URSS.
Desinterés por Europa
Se podría alegar que anteriores presidentes americanos, como Bush y Obama, trataron de mejorar las relaciones con Rusia en los inicios de su mandato, o que en épocas anteriores el encuentro entre jefes de estado americanos y rusos era un capítulo más de la estrategia de distensión entre los bloques. Nada de esto es aplicable a Donald Trump, que siempre ha expresado públicamente su inclinación por las relaciones bilaterales y por los líderes fuertes, y Putin se encuentra en dicha categoría.
Si piensa lo mismo, pese a las tensiones comerciales, de Xi Jinping, podemos llegar a la conclusión de que el presidente americano está predicando, al menos con las actitudes, un retorno al sistema de Westfalia, que rigió en la escena internacional hasta 1945, y en el que lo importante no son las convicciones ideológicas, sino el equilibrio de poder y el reparto de esferas de influencia entre las grandes potencias. Esto todavía no sucede en el mundo actual, pero podría ser una realidad a lo largo del siglo XXI, en gran parte por el ascenso de China de la categoría de potencia económica a la de potencia política y militar, aspectos estos últimos en los que los chinos se siguen moviendo de forma constante pero sin excesivas prisas.
Trump siempre ha expresado públicamente su inclinación por las relaciones bilaterales y por los líderes fuertes, y Putin se encuentra en dicha categoría
La Historia con mayúscula vuelve al escenario internacional, con todas sus agitaciones e incertidumbres. Sobre este particular, resultan recomendables las reflexiones del filósofo francés Bernard-Henri Lévy, autor del libro L’Empire et les cinq rois (Grasset, París, 2018). Según este autor, Europa está dejando de ser una prioridad para EE.UU. En Trump esta postura se puede manifestar de un modo brutal, y aquí Lévy no duda en plantear una pregunta que nadie hará explícitamente: ¿invocaría Washington el art. 5 del tratado fundacional de la OTAN para defender a Polonia o a los países bálticos?
Pero para escándalo de algunos incorregibles optimistas europeos, el filósofo dice que el desinterés por Europa ya estaba presente en Obama, el presidente que espiaba a sus propios aliados y que no acudió, por supuestos problemas de agenda, al 25º aniversario de la caída del muro de Berlín. En consecuencia, Lévy se limita a constatar que EEUU se desvincula progresivamente de Europa, y por primera vez en su historia, la nación americana solo parece buscar su origen en ella misma. La evolución demográfica del coloso americano a lo largo del siglo XXI haría el resto.
Ahora prima la soberanía nacional
Estos planteamientos implican que las democracias ya no son para Washington el principal punto de referencia en la categoría de las concertaciones o las alianzas. Lo que importaría es la primacía de la soberanía estatal, el principio de derecho internacional más valorado por Rusia y China, y el abandono en la práctica de políticas de alianzas basadas en principios ideológicos compartidos como los de la democracia. Esto es lo que ahora se conoce como la crisis del orden internacional liberal.
El presidente estadounidense se inclina por considerar a sus socios europeos como rivales comerciales, bastante semejantes a los chinos
Otra consecuencia de este planteamiento es que las democracias dejan de ser un modelo para exportar, paradigma desacreditado en los conflictos de Afganistán e Irak. Además, desde medios políticos e intelectuales, se nos aseguró, por activa y por pasiva, que la guerra fría había terminado con la victoria de la democracia. En consecuencia, la OTAN no debería disolverse, tal y como quería la Rusia postsoviética, sino ampliarse, como así sucedió con la Administración Clinton.
Es cierto que la democracia no se debe imponer por la fuerza, aunque esto no debería implicar poner en sordina o reducir a mera palabrería la defensa de los valores democráticos. En los documentos de las organizaciones internacionales, como la OTAN y la UE, se relaciona la seguridad con la existencia de sistemas democráticos, pero si al inquilino de la Casa Blanca esto le parece, aunque no lo exprese abiertamente, una cuestión secundaria, la Alianza atlántica está condenada a caer en la irrelevancia, por mucho que se aumenten las capacidades defensivas.
No deja de ser significativo que el último candidato presidencial que hablara de Occidente como liga o comunidad de las democracias fuera el republicano John McCain en 2008. Ni siquiera Barack Obama, que prodigaba el término democracia en sus discursos, habló nunca en ese tono, y menos todavía lo hará Donald Trump.