Mons. Dominic Kimengich es el obispo de la diócesis de Lodwar, en Kenia. Una ojeada al mapa del territorio revela que está en un cruce de caminos entre Sudán del Sur, Uganda y Etiopía, y por lo mismo, las turbulencias bélicas en la zona lo hacen sitio de refugio para decenas de miles de personas.
Con un campamento de desplazados administrado por la ONU en la provincia de Turkana –el de Kakuma–, el obispo tiene un plus de deberes, principalmente asistir en lo espiritual y en lo materialmente posible a esa población tan vulnerable. Lo hemos visto incluso en una imagen acarreando personalmente sacos de grano para llevar al campamento. Nos habla de todo ello en Madrid, a su regreso del Camino de Santiago, una experiencia que le ha parecido formidable.
— ¿Quiénes son, Mons. Kimengich, las personas que se encuentran hoy en Kakuma y cuál es la situación actual allí?
—Son principalmente refugiados de Somalia, Sudán del Sur, Ruanda, Burundi, Congo, y también de Etiopía. La situación está empeorando, porque en Sudán del Sur continúa la guerra. De hecho, se ha abierto un segundo campamento, pues Kakuma está a tope: hay cerca de 200.000 refugiados y el número sigue creciendo. En Burundi también hay muchísimas tensiones ahora mismo, y por eso siguen llegando personas. La situación no es buena en este momento, principalmente por el conflicto.
“Nos gustaría ver a más voluntarios, más sacerdotes, religiosos y laicos queriendo venir a ayudar a los refugiados”
— ¿Cómo se ha involucrado su diócesis en la atención a las personas del campamento? ¿Qué tipo de apoyo están prestando?
— Como diócesis hemos instalado una parroquia en medio del campo, para atender las necesidades espirituales de los refugiados. También la educación, que es una necesidad, pues hay niños, miles de niños allí. Con los refugiados interactuamos y los ayudamos a organizarse. También tenemos el Servicio Jesuita a los Refugiados, que colaboran sobre todo en el área de la educación y en la atención pastoral a los residentes, especialmente a los cristianos, que la mayoría de los de Sudán del Sur lo son. Los somalíes son musulmanes y no nos involucramos demasiado, aunque hay unas hermanas religiosas que ayudan a algunas mujeres somalíes enseñándoles inglés.
Los salesianos de Don Bosco son quienes dirigen la parroquia de la Santa Cruz dentro del campo. Son tres sacerdotes y algunos hermanos, que llevan una escuela de formación laboral. Atienden a unos 4.000 jóvenes refugiados que aprenden sastrería, o electrónica, mecánica, electricidad… todo ese tipo de cosas. En general, en cuanto a personal religioso, contamos ahora con unas 20 personas allí.
“Un lugar para confiar, para compartir”
— ¿Cuáles son las principales necesidades de la gente en el campamento?
— Aunque Naciones Unidas ayuda con alimentos y con refugio, la situación es dramática, porque muchos han escapado de su país sin nada. Necesitan ropa, muebles, también educación… y por supuesto, personal especializado que los atienda. Muchos de ellos tienen traumas, recuerdos, por lo que necesitan apoyo psicológico.
Pero las necesidades materiales son inmensas, pues estamos hablando de 200.000 personas. Respecto a la alimentación, lo que reciben es alimentación básica, pero ellos necesitan algo más. Los niños necesitan tomar leche, comer más carne… Es verdaderamente una situación dramática.
— ¿Cómo consideran los refugiados la labor de la Iglesia en el campo?
Gracias a la presencia de las fuerzas de seguridad, los choques entre refugiados de distintas etnias y religiones son escasos, aunque ocurren
— Aprecian lo que la Iglesia está haciendo por ellos, pues es por ellos que está presente allí. Las ONG vienen y se van, pero nosotros permanecemos 24 horas: vivimos con ellos, escuchamos lo que nos dicen, tratamos de ayudarlos… Por eso valoran muchísimo lo que hace la Iglesia, ese cuidado, ese contacto, ese escuchar a personas que necesitan ser curadas espiritualmente. Especialmente cuando llegan al campo y vamos a recibirlos, nos convertimos en punto de referencia. Por supuesto, ellos tienen a su disposición las oficinas de Naciones Unidas y de otros, pero ven a la Iglesia como más al tanto de cuidarles, como un lugar para confiar, para compartir cosas.
— En Kakuma también hay musulmanes. ¿Se dan problemas de violencia entre comunidades religiosas?
— El ejército y la policía de Kenia garantizan que la seguridad sea muy alta. Por otra parte, el campo se ha dividido de manera que no todos estén juntos. Los somalíes están en su área, los sursudaneses en la suya, los congoleses en otra… Eso ayuda, primero que todo, a darles un sentido de identidad. Ahora bien, una vez refugiados de Burundi se pelearon como grupo con unos de Sudán, de la tribu nuer. Pero básicamente, gracias a la presencia de la policía y el ejército, los incidentes como estos son escasos, aunque ocurren.
— ¿Podría contarnos algunas historias de la gente que vive allí?
— Diría que un alto número de los que llegan adquieren habilidades en el campamento, y luego son ellos los que se encargan de enseñárselas a los que vienen después. Eso es muy positivo. Al campamento llega gente muy afectada porque les han matado a sus familiares, y se les ayuda con su situación, se les ofrece consejo, y se van integrando. Llegan rotos, con traumas, sin poder dormir bien, y encuentran allí seguridad y personas que les apoyan y que se preocupan por ellos.
Una solidaridad todavía no muy clara
— ¿Cuál ha sido la respuesta del gobierno de Kenia a la situación del campamento?
— Ha autorizado que se levante otro campo al lado de Kakuma. Hace unos dos años las autoridades amenazaron con cerrar dos campamentos, porque los refugiados, necesitados de leña, destruían los árboles en derredor. Se hubieran quedado sin tener a dónde ir. Lo que yo te puedo contar, sin embargo, es sobre Kakuma: en vez de desmantelar el campamento, han autorizado a Naciones Unidas a que erija otro. Y garantizan más seguridad allí, lo cual es positivo.
— ¿Se han implicado otros cristianos en la labor con los refugiados?
— Los católicos no somos los únicos actores. La Federación Luterana Mundial está trabajando allí, y también el Consejo Nacional de Iglesias de Cristo. Cada uno está dando lo mejor de sí. En estos asuntos humanitarios hay más unidad entre las Iglesias cristianas de la que suele haber. Hay un esfuerzo para tratar de gestionar situaciones, para ayudar a las personas… En Kenia disfrutamos de una buena relación de trabajo entre las Iglesias, y la tenemos incluso con los musulmanes.
En el campamento de Kakuma habitan casi 200.000 refugiados de varios países del área
— ¿Ha encontrado usted apoyo para esta tarea de parte de católicos de otros países?
— Tengo que decir que no mucha. Por ejemplo, los salesianos, que están trabajando en el campo reciben apoyo de salesianos de otras partes del mundo, pero lo reciben como congregación, como grupo.
Sí hubo, por otra parte, un momento en que hicimos una petición de ayuda a otras diócesis en Kenia cuando comenzó la guerra civil en Sudán del Sur, y estas recolectaron fondos para nuestra diócesis y nos enviaron alimentos. Es de ahí la foto en que aparezco transportando un saco de granos, de un cargamento enviado desde Nairobi a los refugiados…
— ¿Y de los católicos en Europa y en EE.UU.?
— No he visto ninguna ayuda directa desde Europa o EE.UU. Tengo que decir que estoy un poco decepcionado en este sentido. La solidaridad de esas Iglesias no se ve con mucha claridad. Nos gustaría ver a más voluntarios, más sacerdotes, religiosos y laicos queriendo venir a ayudar a los refugiados. Pero vemos muy poco de esto.
— Este es su principal reclamo…
— Sí. Cuando vemos a los refugiados, cuando observamos que muchos de esos sursudaneses que están sufriendo son cristianos, tenemos que hacer más y tener más apoyo. No sé por qué medio pudiera canalizarse esto, si a través de Roma o de dónde, pero nos gustaría ver más ayuda en camino.