El actual contexto económico ha dado urgencia al debate sobre la reforma de las pensiones. En realidad, más allá de los aspectos técnicos, el problema está claro: la esperanza de vida crece y la natalidad disminuye, con lo que los actuales modelos de Estado de bienestar son cada vez menos sostenibles.
Algunos países han abordado el factor del aumento de la esperanza de vida retrasando la jubilación, o estableciendo mecanismos para que las pensiones dependan de la situación económica del país (salarios, precios, PIB) y no solo de lo cotizado durante ciertos años. En cambio, el problema de la fecundidad admite menos arreglos técnicos. Todas las consignas para dinamizar el mercado laboral que se repiten en los círculos políticos y los medios de comunicación (dejar fluir el crédito, fomentar la cultura emprendedora, flexibilizar la contratación, incentivar el empleo juvenil) quedan en nada si no hay población joven suficiente para ocupar los puestos de trabajo.
La insostenible situación demográfica
Se suele fijar en 2,1 hijos por mujer la tasa de fecundidad mínima para que se produzca el remplazo generacional. En el campo de las pensiones, también el 2,1 marca un límite de supervivencia: en este caso se refiere al mínimo de cotizantes por pensionista necesario para que el sistema (al menos el actualmente vigente en España) sea sostenible.
Demografía y pensiones van de la mano, y algunos indicadores las relacionan. La “tasa de dependencia” (“old-age dependency ratio”) mide la población mayor de 65 años como porcentaje de la que está entre 15 y 65 años, es decir, en edad laboral. Aunque este baremo no es del todo efectivo para calcular la viabilidad de las pensiones (no todo el mundo entre 15 y 65 años está cotizando, ni las pensiones son cobradas solo por personas de más de 65 años), sí supone una aproximación válida a la realidad demográfica de un país. Según datos de Eurostat de 2012, la tasa media de la UE-27 era de 26,7%. Los países con valores más altos eran Alemania (31,2%), Italia (30,9%), Grecia (29,9%), Portugal (29,6%) y Suecia (29,2%).
El porcentaje español (25,8%) estaba por debajo de la media, aunque las previsiones demográficas no son muy halagüeñas. Según el propio Eurostat, la tasa de dependencia española será de 27,4% en 2020, y de 46,3% en 2040. En 2020, el porcentaje de población mayor de 65 años llegará al 18,2%, y en 2040 habrá superado holgadamente la barrera del 25%, es decir, más de una de cada cuatro personas estaría en la franja de edad en la que actualmente se comienza a recibir la mayor parte de las pensiones de jubilación.
El número de pensiones en España (y la cuantía media) ha crecido vertiginosamente ya en la última década: en 2009 había más de un millón de beneficiarios que en 2000. Según las previsiones manejadas por el gobierno, el número de pensionistas en 2040 habrá crecido casi un 100% con respecto al de 2010.
Los países más envejecidos han sido los primeros en plantear reformas de sus sistemas de pensiones
Retocar o reformar
Este escenario (o peor) se repite en otros países, fundamentalmente europeos, aunque en algunos de ellos (Suecia, Finlandia) la situación se ve aliviada por una tasa de natalidad mayor. En Alemania, el país más envejecido de Europa, uno de cada cinco habitantes tiene 65 años o más, lo que hace que tengan que destinar a pensiones un 11,5% del PIB; además, según las estimaciones del propio gobierno, en 2025 habrá seis millones menos de personas entre los 15 y los 65 años. En Italia, el porcentaje del PIB destinado a pensiones ronda el 14%, aunque se espera que la reciente reforma de las cotizaciones acabe por rebajarlo (eso sí, no antes de 2030). En Portugal, otro de los países más envejecidos del continente, el gobierno de Passos Coelho ha decretado una bajada general a las pensiones del 3,5% en forma de “tasa especial” a los pensionistas, aunque supuestamente es solo una medida transitoria.
Los países más envejecidos han sido, lógicamente, los primeros en plantear reformas de sus modelos de pensiones. En muchos casos, los cambios van encaminados a modificar los criterios de revalorización de las pensiones, de forma que se adapten de manera más realista a la situación económica: por ejemplo, en algunos países se ha pasado de revalorizar según la inflación a hacerlo por la evolución de los salarios medios o de la ratio trabajadores-pensionistas (el llamado “factor de sostenibilidad”).
Además, en la mayoría de los países más desarrollados de Europa se han establecido incentivos para prolongar la actividad y se ha retrasado la edad de jubilación. En algunos países, como el Reino Unido, se ha creado un sistema de pensiones privado, paralelo al público y al que van a parar de forma automática parte de las cotizaciones (a no ser que el trabajador pida que se le borre de esos planes de pensiones). También se ha modificado el procedimiento para el cálculo de la pensión: aumentando el mínimo de años cotizados o el periodo que hace de base para el cálculo.
Solidaridad intergeneracional
No obstante, todas estas medidas no afectan a la base del “modelo de reparto”, regente en la mayoría de los países occidentales y basado en el concepto de solidaridad intergeneracional; es decir, que la jubilación de los pensionistas se paga con las cotizaciones de las generaciones más jóvenes. Aunque en este modelo se establecen mecanismos para asegurar una cierta proporcionalidad entre lo cotizado y la pensión recibida, el objetivo fundamental es asegurar el poder adquisitivo de las personas que abandonan el mundo laboral.
En el extremo contrario se encuentra el “modelo de capitalización”, en el que las cotizaciones de cada trabajador van engrosando una cuenta con la que se pagará su propia jubilación. Desaparece por tanto el concepto de solidaridad intergeneracional. Se ha aplicado fundamentalmente en países hispanoamericanos, con resultados poco satisfactorios: aunque en teoría este modelo “blinda” el dinero del trabajador de manera más efectiva, se ha descubierto que es más vulnerable a los ciclos económicos.
Suecia: un modelo con éxito
Otros modelos han optado por una solución intermedia, que pretende salvaguardar la idea base de la solidaridad intergeneracional, pero al mismo tiempo hace depender más la pensión de lo cotizado por el beneficiario durante toda su vida laboral.
En un informe publicado en 2010 por la consultora PwC, se analizaba en concreto el caso de Suecia, el más conocido y estudiado de este modelo, y se pedía su aplicación a España. Suecia aprobó la reforma de sus pensiones a finales de los años 90, con lo que ya ha habido tiempo de valorar su viabilidad.
Las cotizaciones de los trabajadores suecos alimentan dos sistemas complementarios de pensiones. Uno es colectivo y básicamente de reparto; y el otro, individual y de capitalización. El primero capta la mayor parte de las cotizaciones (16,5% del salario bruto), y se utiliza para pagar las pensiones de los ya jubilados. Lo que cotiza cada trabajador se va acumulando de manera “virtual” en una cuenta que se le adjudica. Cuando el trabajador se jubila o va a empezar a cobrar su pensión por otro motivo, lo acumulado en su cuenta es la base para el cálculo de su pensión, de tal forma que lo que una persona recibe como pensión es un reflejo más directo de sus aportaciones durante toda su vida laboral.
El otro sistema complementario recibe un porcentaje menor de las cotizaciones (un 2,5% del salario) y es gestionado por planes de pensiones privados: cada cotizante puede elegir entre más de 700 planes acreditados por el Estado. El rendimiento de esta parte individual del sistema de pensiones está en función exclusivamente de la rentabilidad que obtenga el fondo de inversión elegido.
La prestación recibida por el pensionista es el resultado de dividir el capital acumulado a lo largo de su vida laboral por la esperanza de vida calculada para él: si pide la jubilación más tarde (la edad mínima son los 61 años) la pensión será mayor, con lo que se incentiva el retraso de la jubilación. Además recibirá lo que le corresponda por la rentabilidad de su fondo de inversión.
En caso de que los pagos lleguen a superar los ingresos del sistema de pensiones más los recursos de los fondos de capitalización, se activa un “freno”, que rebaja el importe de las pensiones y de los derechos acumulados en las cuentas personales, de forma que la corrección afecta tanto a los actuales como a los futuros pensionistas. Si se genera un excedente, los medios sobrantes entran en un sistema colectivo de capitalización, formado por cinco grandes fondos de pensiones, que intentan sacar rentabilidad invirtiendo esos recursos en valores del mercado nacional e internacional.
Por otro lado, para salvar el aspecto de ayuda social que está en la base del modelo de reparto, el sistema sueco separa un dinero (que va a cargo del Presupuesto del Estado y no de las cotizaciones) para pagar las “pensiones de garantía” a pensionistas con un nivel bajo de ingresos. De este modo se les garantiza un nivel de vida modesto pero decoroso.
Aunque en el informe de PwC se sugiere que España debería adoptar el modelo sueco, el fomento de la natalidad aparece como una condición previa. Ambos países tienen una esperanza de vida similar, en torno a 82 años. Pero la fecundidad en España es solo de 1,32 hijos por mujer (dato de 2012) frente a un 1,67 en Suecia. En España, el descenso de los nacimientos y el aumento del número de defunciones tendría como consecuencia una paulatina reducción del crecimiento vegetativo anual, que llegaría ser negativo antes de que acabe la presente década.