El debate sobre lo que es la laicidad no es una cuestión puramente intelectual, pues de su interpretación dependen consecuencias legales y sociales. En una obra recién publicada, Andrés Ollero Tassara, catedrático de Filosofía del Derecho, analiza la diferencia entre laicidad y laicismo en relación a lo que la Constitución española garantiza respecto al derecho a la libertad religiosa[1]. Seleccionamos algunos párrafos del artículo.
“Por laicismo habría que entender un diseño del Estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso. Su actitud sería más de no contaminación que de indiferencia o de auténtica neutralidad (…) Su versión patológica llevaría incluso a una posible discriminación por razón de religión (…) Nada más opuesto a la laicidad que enclaustrar determinados problemas civiles, al considerar que la preocupación por ellos denotaría una debida injerencia de lo sagrado en el ámbito público”.
La Constitución descarta toda óptica laicista
“Ya el arranque del artículo 16.1 de la Constitución descarta todas óptica laicista: ‘se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades’. Se desborda un planteamiento individualista, que identificaría la libertad religiosa con la mera libertad de conciencia, sin contemplar su posible proyección colectiva y pública”; sin “más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.
“Se asume a la vez implícitamente un neto elemento de laicidad: el reconocimiento de la autonomía de lo temporal, al garantizarse unos contenidos ético-jurídicos considerados de orden público, por encima de cualquier peculiaridad confesional. Tales contenidos incluyen, como es bien sabido, el núcleo esencial de los derechos fundamentales” (…)
A ello es preciso añadir lo que la jurisprudencia constitucional ha caracterizado como dimensiones ‘negativa’ y ‘externa’ de la libertad religiosa. La primera se refleja en el artículo 16.2, que rechaza toda práctica inquisitorial: ‘nadie podrá ser obligado a declarar su ideología, religión o creencias’. Una de sus consecuencias será una elemental exigencia de laicidad. Para preservar un abierto pluralismo es preciso aceptar una doble realidad: no hay propuesta civil que no se fundamente directa o indirectamente en alguna convicción; ha de considerarse obviamente irrelevante que ésta tenga o no parentesco religioso.”
“(…) Frente a la estrategia inquisitorial, que tiende a dar por supuesto que sólo los creyentes tienen convicciones susceptibles de acabar siendo impuestas a los demás, resulta claro que todos los ciudadanos tienen convicciones, merecedoras todas ellas de similar respeto.(…) Parece claro que aún resultaría más discriminatorio pretender descalificar en el debate civil a determinados ciudadanos sobre los que, pese a no recurrir a argumentos de orden religioso, se proyecta la inquisitorial sospecha de que pueden estar asumiéndolos como personal fundamento último de su legítima convicción. La existencia de magisterios confesionales no perturba el debate democrático, dado que cada ciudadano le reconoce con toda libertad la capacidad de vinculación que considera razonable”.
Laicidad positiva
“(…) La Constitución española comienza por emparejar ‘libertad ideológica, religiosa y de culto’, cerrando así el paso a la dicotomía laicista: remitir a lo privado la religión y el culto, reservando el escenario público sólo para un contraste entre ideologías libres de toda sospecha. Nada más ajeno a la laicidad que convertir al laicismo en religión civil. (…) Pero lo que sin duda llevará a desechar toda interpretación laicista será el epígrafe tercero (del artículo 16): ‘ninguna confesión tendrá carácter estatal’. Cuando la laicidad auténticamente ‘positiva’ entra en escena es en realidad con el mandato incluido en la frase siguiente: ‘los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones (…) Que se califique como positiva una laicidad marcada por el principio de cooperación deja traslucir el rechazo a otra laicidad negativa, –o, al menos, formulada en términos negativos–, que vendría marcada por esa separación que el laicismo considera innegociable”.
“(…) Esto modifica el planteamiento decimonónico de la laicidad, que la entendía como una declaración de agnosticismo, indiferentismo o ateísmo. (…) Ahora el Estado actúa laicamente al considerar lo religioso exclusivamente como factor social específico. Ello resulta compatible con un fomento de carácter positivo, que llevaría a aplicar al factor religioso un favor iuris similar al que se da al arte, el ahorro, la investigación, el deporte, etc.”
Triple ingrediente de la laicidad
El clericalismo supone una fusión del ámbito civil y el religioso. “Un síntoma claro de clericalismo (eclesial o civil, tanto da) es pretender derivar la cuestión que nos ocupa hacia un mero problema político de relación entre el Gobierno con las iglesias, en vez de situar su centro de gravedad en el legítimo ejercicio de sus derechos fundamentales por parte del ciudadano”.
“(…) En resumen, la laicidad implica un triple ingrediente: 1. Los poderes públicos no sólo han de respetar las convicciones de los ciudadanos sino que no deben obstaculizar que éstas se vean adecuadamente ilustradas por la jerarquía de las confesiones a las que pertenecen. 2. Los creyentes, formada con toda libertad su conciencia personal, han de renunciar en el ámbito público a todo argumento de autoridad; deben razonar en términos asequibles a cualquier ciudadano y sintiéndose ellos, antes que su propia jerarquía eclesial, personalmente responsables de la solución de todos los problemas suscitados por la convivencia social. 3. Los agnósticos o ateos no pueden tampoco ahorrarse esta necesaria argumentación sino que también han de aportarla. Ello implica renunciar a esgrimir un descalificador argumento de no-autoridad, que les llevaría a una inquisitorial caza de brujas sobre cuáles son los fundamentos últimos de las propuestas de sus conciudadanos”.
Acuerdos con las Iglesias
“(…) El Estado español firma en enero de 1979 una gama de acuerdos con la Santa Sede, que se verán en 1992 acompañados por otros tres: los suscritos con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas, la Federación de Comunidades Israelitas y la Comunidad Islámica. (…) El artículo 9.2 de la Constitución dice que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas (…) En cuanto al posible efecto discriminatorio que para otras confesiones pudiera derivar del trato reservado a la Iglesia católica, será la regulación de la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas la que precipite el debate[2]. Los diputados recurrentes consideran inconstitucional la existencia de un cuerpo funcionarial con tal cometido y aventuran que también lo sería, ‘por omisión’, el que no se hubiera previsto capellanías de otras confesiones”.
Ante este recurso “el Tribunal Constitucional, sin voto discrepante alguno, constata que no hay trato discriminatorio, ya que ‘no queda excluida la asistencia religiosa a los miembros de otras confesiones, en la medida y proporción adecuadas’; solo si ellas la reclamaran y el Estado ‘desoyera los requerimientos’, podría darse tal vulneración[3]. (…) El Tribunal Constitucional considera que el artículo 16.3 no impide a las Fuerzas Armadas la celebración de festividades religiosas o la participación en ceremonias de esa naturaleza’, a la vez que recuerda que deberá siempre ‘respetarse el principio de voluntariedad en la asistencia”.
Promoción de la libertad religiosa
“Con el paso de la confesionalidad católica del régimen franquista al sistema de cooperación, la Constitución de 1978 se ha convertido en instrumento eficaz para una garantía y promoción de la libertad religiosa en un positivo ambiente de laicidad. No cabe afirmar que la Iglesia católica, abrumadoramente mayoritaria en la sociedad española, haya sido la única beneficiaria, aunque sí se ha visto claramente excluida una interpretación laicista del texto constitucional, que perjudicaría a todas las confesiones.
“La adecuada relación de los poderes públicos con las confesiones religiosas, para la que nuestro texto constitucional ofrece un marco particularmente positivo, no se ve –a mi juicio- cuestionada por la creciente interculturalidad que, como en otros países europeos, experimentamos hoy. Los reparos brotan, más bien, de la interna escisión cultural alimentada desde la óptica laicista entre una Europa de raíz cristiana y otra que sólo habrá nacido cuando los poderes públicos consumaran una peculiar Ilustración negadora de sus propios orígenes. Eso explica que se pretenda encubrir, con extemporáneas actitudes de generosa tolerancia ante las prácticas religiosas ajenas, actitudes que en realidad se resisten a reconocer exigencias derivadas de su carácter de derecho fundamental”.
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[1] “Laicidad y laicismo en el marco de la Constitución española”. En Andrés Ollero y Cristina Hermida del Llano (coordinadores) La libertad religiosa en España y en el Derecho comparado, Ed. Iustel (2012), pp.17-31.
[2] Con ocasión del recurso presentado por el Grupo Parlamentario Socialista contra Ley 4/1981, de 24 de diciembre, sobre clasificación de mandos y regulación de ascensos para los militares del Ejército de Tierra.