El 26 de junio de 2000, el entonces presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, anunció que se había completado el mapa del genoma humano. Esta hazaña, dijo, “revolucionará el diagnóstico, la prevención y el tratamiento de la mayoría de las enfermedades humanas, si no todas”. Hoy la revolución sigue pendiente. La secuencia del genoma es una mina de conocimientos biológicos. Pero la abundancia de terapias que se esperaba no llega todavía.
El proyecto público para secuenciar el genoma humano (Craig Venter dirigió otro privado, que aplicó un método más rápido pero menos exacto) costó diez años y 3.000 millones de dólares. Su fin principal era hallar la causa genética de las enfermedades y así crear tratamientos eficaces. El punto de mira estaba puesto en males frecuentes y dañinos como el alzhéimer, los trastornos cardiacos o los distintos tipos de cáncer. Francis Collins, director del proyecto, predijo cuando se completó el mapa que al cabo de unos diez años –ahora– habría diagnósticos genéticos de muchas enfermedades, para las que se dispondría de tratamientos cinco años después.
La realidad se ha quedado muy corta. Tal vez, se sospecha ahora, los supuestos en que se basaban aquellas promesas eran demasiado simplistas. Por otra parte, el avance farmacéutico está siendo más lento de lo que se creía. El genoma es aún, en buena parte, un manual de instrucciones por descifrar, como cuando se completó (cfr. Aceprensa, 5-07-2000).
Los genes no son todo
Ahora bien, si los antecedentes familiares son relevantes, es porque la herencia influye. ¿Por qué es tan difícil localizar los genes a los que se debe tal influencia?
Una hipótesis es que los genes por sí solos no sean tan decisivos en muchas enfermedades no derivadas exclusivamente de una anomalía cromosómica. Quizás haga falta la confluencia de varios genes con otros factores para que el riesgo sea significativo. Al fin y al cabo, los antecedentes familiares incluyen no solo la herencia genética, sino también hábitos, ambiente, alimentación… compartidos por los miembros de la estirpe.
También puede ser que, contra la suposición de partida, muchas enfermedades comunes se deban a variantes raras. En tal caso, encontrar los genes causantes resultará mucho más laborioso. Un indicio desfavorable para la validez de las variantes frecuentes identificadas es que buena parte de ellas están en zonas de los cromosomas donde no hay genes –que se sepa– y cuya función se desconoce.
Con dianas pero sin balas
Además de todo eso, la investigación farmacéutica a partir del genoma no va a la velocidad que se esperaba, pese a las cuantiosas inversiones que la industria ha hecho en ella, como señala Andrew Pollack en The New York Times (15-06-2010). El mapa del genoma suministra gran cantidad de información, pero interpretarla y sacarle partido no es nada sencillo.
En general, los medicamentos actúan sobre determinadas proteínas, llamadas “dianas”, que causan las distintas enfermedades. Como los genes determinan la síntesis de proteínas, identificar el gen del que depende una enfermedad es encontrar la diana a la que disparar con la “bala” apropiada, o sea la molécula que constituirá el principio activo del nuevo medicamento. Si no, las dianas y las balas se descubren a partir de efectos semejantes ya conocidos, probando distintas sustancias hasta dar con una que funcione, o por casualidad.
El genoma sirve a la industria farmacéutica un cúmulo enorme de dianas potenciales; pero, como dijo Stephen Friend, presidente del instituto de investigación Sage Bionetworks, “poner los actores en el escenario no te dice qué hacen”. Se necesita, pues, mucha investigación básica para averiguar cómo actúan las posibles dianas en el organismo.
Pero eso no basta. El gen causante de la fibrosis quística se conoce desde 1989, mucho antes de concluir el mapa del genoma, y todavía no ha salido al mercado un medicamento contra ella (dos están en fase de ensayo clínico). Que el genoma identifique una diana no implica necesariamente que se descubra la bala más rápido. Tampoco acorta el tiempo necesario para hacer los ensayos clínicos.
Habrá que tener paciencia
Por todo ello, el logro de hace diez años apenas se ha notado de momento en la farmacopea. Ahora empiezan a llegar los primeros medicamentos basados en el genoma. Se acaba de aprobar en Estados Unidos uno contra la osteoporosis, llamado Prolia, y están próximos algunos que bloquean el crecimiento de tumores.
El estudio del genoma también puede ayudar en el desarrollo de otros fármacos. A menudo los principios activos tienen efectos secundarios porque bloquean sus respectivas dianas y además otras proteínas semejantes, cosa que se descubre en los ensayos. Conociendo, a partir del genoma, la correspondencia entre los genes y las proteínas cuyos códigos contienen, se podrá anticipar los efectos secundarios.
En suma, el genoma no ha acelerado el desarrollo de medicamentos, que no raramente requiere más de diez años. Sin embargo, facilita el hallazgo de nuevas dianas. Con el avance de la investigación básica, se sabrá sacarles cada vez más provecho terapéutico, y tal vez acabe llegando la revolución anunciada hace diez años. O bien el progreso será tan lento y gradual, que no merecerá el título de revolucionario. Pero en ningún caso hay garantía de que gracias al genoma se encuentren terapias para “la mayoría de las enfermedades humanas, si no todas”. Por ahora, el genoma es el sueño de los biólogos, no de los médicos.