Nos lo tienen dicho: las religiones atizan los conflictos políticos, cuando no los crean; hay que evitar toda injerencia de las ideas y movimientos religiosos en la vida pública; los clérigos deben quedarse en el templo, sin interferir con sus pronunciamientos en la esfera civil; y los políticos tienen que olvidarse de sus creencias al hacer las leyes. Pero ahora resulta que si los que salen a la calle son budistas, llevan túnica granate y la cabeza rapada, y protestan contra una junta militar, son unos héroes cívicos. La “revolución de los monjes” en Myanmar está siendo jaleada con entusiasmo también por la prensa y los poderes más alérgicos a la religión.
Es verdad que la junta militar que desgobierna en Birmania desde hace 45 años es de lo más impresentable que queda en Asia. No hay que olvidar tampoco que en estas décadas ha reprimido todos los intentos de oposición, llegando a anular las elecciones que ganó en 1990 Aung San Suu Kyi, la premio Nobel de la Paz sometida a arresto domiciliario. Pero el hecho de que ahora la protesta esté encabezada por los monjes budistas es un signo significativo de que la religión puede ser un factor decisivo en la democratización de una sociedad.
El movimiento, que empezó como una protesta contra una elevación del precio del combustible decidida por el gobierno, tomó después un cariz netamente político, para reclamar la democratización del país y la reconciliación nacional. La junta militar ha reaccionado conforme al patrón tradicional de una dictadura: acusa a los monjes de inmiscuirse en la política, de provocar un conflicto, y de intentar subvertir las leyes. Represión violenta y censura informativa son sus únicos recursos.
Por el contrario, la prensa extranjera transmite una visión muy positiva de la postura de los monjes. Se reconoce que son objeto de gran reverencia entre la población birmana, que es altamente devota. Pero esta vez no se critica este clericalismo, ni se acusa a los monjes de intentar imponer sus criterios en la vida civil. Al contrario, se subraya que constituyen “la más alta autoridad moral del país”. Se alaba su valentía, determinación y disciplina, frente a la represión del gobierno. La misma UE, tan reacia a la presencia de lo religioso en la vida pública, ha expresado su “solidaridad y admiración hacia los valerosos monjes y monjas y otros ciudadanos que ejercen su derecho a manifestarse pacíficamente”.
El carácter pacífico de sus protestas desmiente también el cliché de que una fuerte creencia religiosa desemboca en soluciones violentas. En Myanmar estamos viendo lo que también ha ocurrido en otros sitios, desde Filipinas a Polonia: la religión ha movilizado a multitudes para que se opusieran a regímenes dictatoriales, para impulsar transiciones democráticas, apoyar los derechos humanos y buscar la reconciliación nacional. Y si alguna sangre se ha vertido, ha sido por parte de los poderes que se resistían al cambio. Así la inspiración religiosa ha estado en la base de la instauración de la democracia en no pocos regímenes de Latinoamérica, de Europa Central y del Este, y de algunos países de África y Asia.
Esta vez solo la junta militar birmana ha gritado “los monjes, a los monasterios”. Por el contrario, los que quieren el cambio democrático apoyan que los monjes salgan a la calle.
Frente a los que quieren poner la religión en cuarentena, el caso de Myanmar muestra que el futuro de una democracia puede estar mejor asegurado si la religión sigue formando parte del tejido social. Cabe esperar que esta actitud de respeto siga siendo válida cuando se trate de creyentes cristianos en vez de budistas.