Se preveía que la vacuna contra el virus del papiloma humano (VPH) de la farmacéutica Merck, lanzada al mercado estadounidense hace nueve meses, iba a ocasionar polémica. Cualquier nueva vacuna suscita dudas sobre su eficacia y seguridad, pero una que está diseñada para prevenir una enfermedad de trasmisión sexual (ETS) en niñas a partir de 11 años, que es lo que hace Gardasil, alertaría a las familias, como así fue.
La campaña publicitaria de Merck decía: «Tú podrías ser una afectada menos por cáncer uterino». Ha estado en marcha desde finales de diciembre hasta febrero, cuando Merck la retiró por las protestas que provocó. Pero Merck también ha recorrido otro camino: convencer a los gobiernos estatales, sobre todo a través de Women in Government -una organización que representa a parlamentarias de todo el país-, para que aprobaran la vacunación obligatoria en los colegios. Unos veinte estados se movieron en esa dirección, pero casi todos los intentos se suspendieron a causa de la oposición de los padres. Por el momento, solo la ciudad de Nueva York ha aprobado la vacunación obligatoria con Gardasil (ver Aceprensa W33/07).
Gardasil es una vacuna controvertida no solo porque sea nueva y no se haya ensayado a gran escala sino porque es diferente del resto de vacunas infantiles, diseñadas para evitar enfermedades que se propagan fácilmente en los colegios, como el sarampión o las paperas. En cambio, el VPH que Gardasil previene se trasmite sexualmente. Es decir, es una enfermedad que se contrae o se evita en función del comportamiento. De manera que la vacuna representa una nueva forma de hacer medicina: las vacunas se usan ahora para proteger a las personas de las consecuencias de sus actos.
Gardasil no sería la primera vacuna que se utiliza con este fin. A principios de los noventa, se incluyó la vacuna contra la hepatitis B en el programa de vacunación infantil estadounidense. Sin embargo, la hepatitis B en Estados Unidos se trasmite principalmente a través del sexo y de las agujas hipodérmicas: la proporción de niños que se infectan es mínima. En aquel momento, la inclusión de la hepatitis B estuvo promovida por la American Academy of Pediatrics, con el siguiente argumento: «No podemos predecir qué niños tendrán conductas de riesgo en el futuro. Por eso los pediatras deben iniciar una política de seguridad en pacientes jóvenes que dará frutos cuando crezcan».
No hay que ser un escéptico de la inmunización para discutir el uso de una vacuna como «seguro contra conductas de riesgo». Y es mejor prevenir que curar, pero cuando la prevención da un mensaje que socava los recursos humanos de entendimiento y voluntad, resulta dudosa.
HPV es solo una de las enfermedades de transmisión sexual. ¿Cuántas más vacunas serán necesarias para prevenir las consecuencias de un uso irresponsable del sexo? Ya hay ensayos de vacunas contra el herpes genital, y cada cierto tiempo alguna autoridad sanitaria pone su esperanza en una vacuna contraceptiva para adolescentes.
¿Por qué quedarnos solo en el comportamiento sexual irresponsable? El alcohol y las drogas provocan problemas sociales comparables a los de la promiscuidad sexual. De ahí que a nadie le sorprenda que estemos a punto de ver la vacuna contra la adicción a la nicotina. Si los jóvenes van a experimentar con esas cosas, ¿por qué no vacunarles contra las adicciones cuando tienen 12 años?
Si hablamos de dinero, tres inyecciones de Gardasil cuestan 360 dólares. Si se añade al programa de vacunación infantil, el coste de las 37 inyecciones y las tres dosis orales del programa asciende a 1.600 dólares. El gasto del programa federal Vaccines for Children ha pasado de 500 millones de dólares en 2000 a 2.500 millones, hoy.
La seguridad técnica contra las consecuencias del comportamiento personal puede deteriorar la idea de responsabilidad. Quizás fuera mejor invertir en inteligencia moral y racionalidad económica para evitar la tendencia que estamos constatando.
Carolyn Moynihan