Queda una tenaz minoría en la tierra donde creció el cristianismo
Roma. Las setenta y dos horas que Benedicto XVI pasará en suelo turco, del 28 de noviembre al 1 de diciembre, supondrán un paso en las relaciones de la Iglesia católica con el mundo ortodoxo y (se espera) en el diálogo entre cristianismo e islam. La presencia del Papa dará además visibilidad a la minoría cristiana del país. Como trasfondo, la visita ofrecerá un escaparate internacional a Turquía y a sus aspiraciones de integrarse en la Unión Europea.
Fue el Patriarca ortodoxo de Constantinopla, Bartolomé I, quien renovó a Benedicto XVI la invitación que ya había dirigido a Juan Pablo II durante su estancia en Roma en junio de 2004. En realidad, el viaje del Papa estaba previsto para el 30 de noviembre de 2005, pero el hecho de que la invitación procediera del Patriarca indispuso a las autoridades políticas locales. Además, el clima no era sereno. Todavía pesaban en el ambiente unas declaraciones del entonces cardenal Ratzinger a «Le Figaro», en las que subrayaba -entre otras cosas- la ausencia efectiva de libertad religiosa en Turquía. El gobierno prefirió formalizar la invitación «al jefe del Estado Vaticano» para el año siguiente.
Si la razón fundamental es el encuentro con Bartolomé I en la sede del patriarcado, ese carácter ecuménico ha pasado a un segundo plano durante las semanas anteriores al viaje. La atención de los medios informativos se ha centrado, por un lado, en las tensiones con el islam, a raíz de la polémica que rodeó el discurso del Papa en Ratisbona (con su cita -precisamente- de un antiguo emperador de Constantinopla, Manuel II Paleólogo). Y por otro, en las no fáciles relaciones entre la Santa Sede y Turquía, como evidencia la significativa ausencia del primer ministro turco Recep Tayyip Erdogan, que viajará fuera del país en esas mismas fechas para asistir a una reunión de la OTAN (aunque vuelve el 30, y no hay que excluir, al menos, un saludo antes de que el Papa regrese a Roma). De esa ausencia estaba informada la Santa Sede desde hace varios meses.
Algunos diarios -con buena dosis de exageración- han llegado a hablar de «fuga» de personalidades ante la visita del Papa, citando también el eclipse del ministro de asuntos religiosos y del alcalde de Estambul. En todo caso, la representación del Estado (pues se trata de una visita de Estado) correrá a cargo del presidente de la República, Ahmet Necder Sezer.
Ecumenismo y relaciones personales
El momento central de este quinto viaje internacional de Benedicto XVI será la firma de una declaración común con el Patriarca, que tendrá lugar el 30 de noviembre, fiesta de San Andrés, patrón principal de la Iglesia ortodoxa. No ha trascendido cuál será el contenido de la declaración, pero se espera que suponga un avance significativo en las relaciones católico-ortodoxas.
El Papa cumplirá también un gesto simbólico: la inauguración de una lápida en recuerdo de los tres pontífices que han visitado la sede del Patriarcado (Pablo VI, en 1967, Juan Pablo II, en 1979, y el propio Benedicto XVI; el cardenal Angelo Roncalli, luego Juan XXIII, la visitó cuando era nuncio apostólico en Turquía). Es un detalle que demuestra que las relaciones personales han mejorado sensiblemente en los últimos decenios, a pesar de los obstáculos en el diálogo institucional. En este sentido, el Patriarca Bartolomé reveló hace poco que su testimonio personal figurará entre la documentación del proceso de beatificación de Juan Pablo II. Se trata, posiblemente, de un hecho sin precedentes.
No hay que excluir que la visita del Papa a Bartolomé I provoque algunos recelos en las otras Iglesias ortodoxas, particularmente la rusa. Para ellas, el Patriarca de Constantinopla tiene tan solo un primado de honor, pero no efectivo. No es «el Papa ortodoxo». La importancia de la figura del Patriarca de Constantinopla creció -paradójicamente- durante la dominación otomana, pues se le concedió jurisdicción sobre los fieles ortodoxos en tierras musulmanas (al mismo tiempo que perdieron influencia otros patriarcados históricos, como los de Jerusalén, Antioquía y Alejandría). Pero esa misma subordinación al poder otomano, que implicaba pérdida de autonomía, acabó provocando los movimientos autocéfalos: nacieron así las Iglesia ortodoxas de Rusia (1589), Grecia (1833), Bulgaria (1870) y Albania (1937).
Cristianos, una cada vez más pequeña minoría
La población cristiana de la actual Turquía todavía era significativa a principios del siglo XX. Se calcula que rondaba el 30% del total de habitantes. Pero dos dramáticos acontecimientos acabaría por eliminarlos casi por completo: el genocidio armenio (llevado a cabo por el gobierno de los Jóvenes Turcos, de inspiración más masónica que musulmana) y el intercambio de población de origen griega y turca sancionado por el Tratado de Lausana (1923). Así, en el censo de 1927 se contabilizaban 900.000 cristianos, sobre una población total de doce millones (7,5%).
En la actualidad, se estima que ascienden a ciento cincuenta mil, en un país de setenta y dos millones de habitantes. Los más numerosos -unos cien mil- son los armenios ortodoxos. Los greco-ortodoxos, dependientes directamente del Patriarca Bartolomé, son unos cinco mil. También hay sirio-ortodoxos, algunos centenares de nestorianos y varios miles de protestantes. Los católicos -de ritos armenio, latino, caldeo y greco-católico- son treinta y dos mil.
Memoria histórica
Estas cifras indican que la presencia cristiana en Turquía corre el riesgo de convertirse en un vestigio arqueológico. Una realidad particularmente sombría, pues es la tierra donde se celebraron ocho concilios ecuménicos (Éfeso, Nicea y Constantinopla son algunos de ellos), fue patria natal de San Pablo, escenario de sus predicaciones y de la vida de otros santos, como S. Ignacio de Antioquia, del martirio de los cuarenta mártires de Sebaste, y el lugar donde los seguidores de Cristo recibieron por primera vez el nombre de «cristianos».
Incluso algunas huellas históricas están desapareciendo. A la reducción del número de cristianos se acompaña la supresión de lugares de culto. La casi totalidad de las iglesias son hoy museos, mezquitas, escuelas o simplemente garajes o graneros. El contraste se aprecia de modo especial en Chipre, isla cuya mitad septentrional está ocupada desde 1974 por tropas turcas, mientras que la otra mitad, de mayoría griega, es un Estado miembro de la Unión Europea. En la parte ocupada por el ejército turco existían al menos doscientos cincuenta lugares de culto cristiano: hoy solo hay cuatro iglesias abiertas. El presidente de Chipre, Tassos Papadopoulos, presentó a Benedicto XVI una detallada documentación fotográfica de la situación. Subrayó que, por el contrario, su gobierno de la zona independiente ha mantenido la herencia musulmana, restaurando incluso las mezquitas. La audiencia tuvo lugar el pasado 10 de noviembre y fue considerada por el gobierno turco como una «provocación».
Mantener el testimonio
El cuadro de la situación del cristianismo en Turquía sería incompleto si no se alude a otra realidad: la determinación de muchas personas por conservar el testimonio cristiano. Se trata de pequeñas comunidades situadas en lugares donde ahora todo es musulmán. Es el caso, por ejemplo, de tres religiosas italianas, que viven en Tarso, ciudad natal de S. Pablo. Hace diez años alquilaron un reducido apartamento donde tienen una pequeña capilla. Dos veces al año, el 25 de enero y el 29 de junio, se celebra una misa en honor de S. Pablo en lo que hoy es una iglesia-museo. A la ceremonia asisten católicos de todos los ritos procedentes del sur del país. En Turquía también es visible la labor asistencial de Cáritas, con sus veintitrés voluntarios -cristianos y musulmanes-, a los que se añadieron muchos más con motivo del terremoto de 1999.
Un fenómeno poco conocido es el de los criptocristianos. Son los descendientes de familias que en el siglo pasado se convirtieron al islam, más por evitar humillaciones y discriminaciones que por convicción. Algunos inician el catecumenado y vuelven a la fe de sus padres. De todas formas, es una realidad muy circunscrita: en los últimos cinco años hubo unas cuatrocientas conversiones al cristianismo. De ahí lo ridículo que suenan las acusaciones -lanzadas de vez en cuando- de que se está llevando a cabo un proselitismo desestabilizador para la unidad del país.
Mosaico, no monolito
En febrero de este año fue asesinado un sacerdote católico italiano, Andrea Santoro, residente en Turquía desde hacía cinco años. El joven autor del crimen fue condenado a veintinueve años de cárcel. Todo parece indicar que se trató de un hecho aislado, que no fue apoyado ni por los políticos ni por la opinión pública, aunque parte de la prensa turca lanzó durante aquellos días improbables conjeturas sobre posibles conexiones mafiosas. No se puede negar, sin embargo, cierta propaganda anticristiana, como la presentación del cristianismo que se enseña en las escuelas, según la cual el evangelio de los cristianos no es el verdadero, pues ha sido manipulado por los Papas.
A pesar de la imagen monolítica que puede trascender al exterior, Turquía es un mosaico de culturas, pueblos y religiones. No se trata solo de la población kurda. Incluso dentro del islam es muy fuerte el ingrediente alevie, que toma su nombre de Alí, primo y yerno de Mahoma. Se calcula que ascienden a quince o veinte millones. Aunque externamente parecen suníes (ya que no están reconocidas otras minorías musulmanas no suníes), los alevies siguen una doctrina sincretista, con elementos premusulmanes y cristianos, no van a las mezquitas sino a sus propios centros de oración, en los que también están admitidas las mujeres.
Laicidad «sui generis»
El islam no es la religión oficial del Estado turco desde 1928. La constitución establece la igualdad de todos los ciudadanos sin distinción, la no discriminación por motivos religiosos.
La aplicación práctica, sin embargo, es más complicada. El gobierno turco supervisa las actividades religiosas de los musulmanes a través del Departamento de Asuntos Religiosos. Los 76.000 imanes (que dirigen las plegarias) y los 9.700 muecines (que avisan desde el alminar) son funcionarios públicos. Los programas de enseñanza del islam son fijados por el gobierno. Las actividades religiosas sólo pueden desarrollarse en los lugares de culto.
Otro departamento estatal, la Oficina de Fundaciones, supervisa el funcionamiento de las minorías religiosas. La Iglesia católica no ha querido someterse ese control, razón por la que no está reconocida como institución religiosa. Sus propiedades están a nombre de personas físicas. El mismo nuncio apostólico es un ciudadano privado. Tampoco hay seminarios, pues están prohibidas las escuelas religiosas. Los edificios de culto que no son utilizados por falta de ministros pasan a ser propiedad del Estado. Desde 1970, la Iglesia está pidiendo formalmente su reconocimiento jurídico.
Así es como Turquía aplica la laicidad: no se trata de separación entre Mezquita y Estado, sino de someter la religión al Estado. Esta situación, junto a otros motivos, explican por qué los cristianos de Turquía son tan fervientes partidarios del ingreso en la Unión Europea: para ser aceptado, el país necesita modificar la legislación en ámbitos como la libertad religiosa.
Diego Contreras