La diversidad de culturas plantea hoy con urgencia la necesidad de un terreno moral común, y por otro lado parece hacer imposible encontrarlo. En realidad, esa misma pluralidad ofrece una clave para descubrir lo universalmente válido en la naturaleza humana, señala el filósofo alemán Robert Spaemann. Ofrecemos un extracto de la conferencia que Spaemann pronunció el pasado 28 de marzo en la Universidad de Navarra, en el curso de las XLIV Reuniones Filosóficas, que este año han versado sobre el tema «La ley natural» (1).
¿Hay algo así como «lo justo por naturaleza»? ¿Tiene sentido y, si lo tiene, cuál, utilizar palabras como «naturaleza» y «natural» en el enjuiciamiento de acciones humanas? ¿Y hacemos uso de un argumento moral, esto es, de un argumento último y absoluto contra una acción cuando decimos que dicha acción es antinatural, contraria a la naturaleza o contra el derecho natural?
Nuestra situación con respecto a esta pregunta está marcada por una profunda división entre el sentido moral común y el paradigma o cosmovisión dominante. En nuestro uso ordinario del lenguaje, las palabras «natural» y «antinatural» tienen sin duda una función moral. Para el sentido moral común, calificar algo de perverso -esto es, de contrario a la naturaleza- equivale a desaprobarlo. Y decir que algo es «completamente natural» es tanto como disculparlo frente a posibles desaprobaciones. Incluso nuestro discurso sobre la humanidad y la inhumanidad recurre a algo así como una «verdadera naturaleza» del hombre. Pues, en cierto sentido, es humano todo lo que el hombre hace. Por eso cuando calificamos algo de inhumano presuponemos un concepto normativo de la naturaleza humana, con el cual no se corresponde necesariamente todo lo que el hombre hace.
Contra el sentido común
Este uso cotidiano, normativo, de la palabra «naturaleza» y «antinatural» se encuentra desde hace mucho en la defensiva teórica. Considero que los argumentos que se usan contra dicho uso normativo pueden reducirse a tres.
El primero es el argumento corriente desde Hume según el cual del ser no puede derivarse ningún deber, de los hechos ningunas normas o modos de actuar. A cada constatación de un hecho, según parece, podemos responder: bien, ¿y qué? Y donde no podemos, porque experimentamos compasión por alguien que padece un dolor extremo, entonces dicha compasión pasa a ser catalogada también como un «hecho» frente al cual podemos comportarnos así o de otro modo, y que en sí mismo no lleva implícita ya la indicación para un comportamiento moral. Debemos decidir si cedemos a la compasión o no.
El segundo argumento -que llamo «fisicalista»- discute que la naturaleza pueda ser una medida para diferenciar nada, porque todo es naturaleza y por ello no hay nada antinatural. ( ) La tormenta que raja el árbol es tan natural como el crecimiento del árbol. Los desvíos de la normalidad estadística son tan naturales como ella misma. ( )
El tercer argumento -que designo «antropológico-cultural»- parte de que el hombre es, por naturaleza, un ser no fijado por los instintos, que sólo a través de la cultura debe crearse una especie de segunda naturaleza, a fin de sobrevivir. La orientación ética pertenece a esta segunda naturaleza. Es dependiente de condiciones temporales y espaciales, marcadas socioculturalmente. Tal orientación ética, en todo caso trasciende la naturaleza y por ello no puede ser medida por una supuesta naturaleza humana invariable.
Los dos últimos argumentos extraen las consecuencias del primero, de la contraposición de ser y deber.
Entre naturalismo y espiritualismo
El argumento fisicalista no deja lugar alguno a la autodeterminación moral. Todo es naturaleza. Lo que se cree que está más allá de la naturaleza, por tanto especialmente todo pensamiento de la libertad y la autodeterminación, no es ello mismo más que una ilusión explicable naturalísticamente.
Por el contrario, el otro, el argumento antropológico-cultural degrada la naturaleza a un simple material para una praxis, de la cual no podría en modo alguno ser una medida interior. La aventura del espíritu que culmina en la civilización tecnológica no está limitada por ninguna meta natural, por ningún «telos». La naturaleza puede ponerle una frontera y al final hacerla naufragar. Pero esa frontera es sólo una frontera exterior. ( ) También la naturaleza humana pertenece al mundo de los objetos y es accesible a la manipulación por parte del espíritu. ( )
Por muy opuestos que sean ambos argumentos, son inseparables y se ponen mutuamente de relieve como los dos polos de la visión moderna del mundo, enfrentados desde hace siglos: materialismo e idealismo, o mejor, naturalismo y espiritualismo.
La conciencia que conoce la naturaleza como su propia construcción y para la que también la naturaleza humana es sólo una medida objetiva e instrumental, libremente manipulable en servicio de una subjetividad sin mundo, esa misma conciencia, por otra parte, se considera a sí misma como producto de la evolución, como un objeto más entre los objetos naturales.
Lo normal es lo natural
( ) La ética de una civilización semejante es la ética utilitarista o consecuencialista. Para esta ética no existe algo así como la rectitud interna y, sobre todo, la falsedad interna, de las acciones. La moralidad de una acción es una función de la totalidad de sus consecuencias en comparación con la totalidad de las consecuencias de toda posible acción alternativa. La prohibición de torturar, de engañar o romper promesas no es en principio distinta de la prohibición de cruzar la calle en rojo. No hay nada parecido a una naturaleza interna de las acciones, que ponga coto al fantástico mandato universal ( ) de optimizar el curso del mundo.
De hecho, el pensamiento moderno ha eliminado -ya desde el siglo XVI- el concepto de naturaleza, el concepto de la «physis» para sustituirlo por el de mecanismo.
Pues en la filosofía griega, «physis» significa no la pura objetividad de una materia pasiva, sino una identidad pensada en analogía con la experiencia del hombre, en el sentido de la diferenciación de un ser natural de todos los demás, ( ) una diferenciación activa, una autoafirmación y autorrealización desde la propia tendencia.
( ) En este sentido «physis» es un concepto que sirve para diferenciar. En el Corpus Hipocrático, el código médico de la Grecia antigua, sirve para diferenciar al sano como normal del enfermo como no normal. Pero normalidad no es aquí un concepto estadístico. Aunque el 90% de los hombres tuvieran dolor de cabeza, no por ello los consideraríamos sanos, y enfermos al 10% restante, sino al revés.
(…) Pues los dolores de cabeza van contra la tendencia natural a la autoconservación y el bienestar que es propia de todo ser natural. Y porque las costumbres humanas, el «nomos» humano, la constitución de una sociedad humana, pueden corresponder o no a aquellas elementales tendencias naturales, por eso podían los sofistas como Arquelao, Antifonte e Hippias de Elis contraponer naturaleza y ley, «physis» y «nomos», pero podían sobre todo designar el «nomos», la constitución del tirano como antinatural.
La diversidad de culturas
Es ciertamente un gran malentendido cuando una y otra vez se lee que el concepto de lo justo por naturaleza descansa en un ingenuo desconocimiento de la diversidad de culturas y costumbres humanas. ( ) Lo cierto es lo contrario. El concepto de lo justo por naturaleza se origina precisamente en el contexto de aquel descubrimiento. Pues es la diversidad de costumbres y culturas la que permite que se plantee la cuestión de si tal vez disponemos de una medida que nos permita distinguir costumbres mejores y peores.
Quien dice que la tortura no debe existir no quiere simplemente expresar que él mismo no torturaría o que la tortura en nuestra civilización constituye un cuerpo extraño, sino que pretende criticar una civilización en la que no sea un cuerpo extraño. Para reconocer que la tortura contradice a la naturaleza del hombre basta únicamente con preguntar al torturado. ( ) Y en este sentido es también el crecimiento del árbol un movimiento natural, mientras que su caída a causa de la tormenta o del leñador resulta violenta ( ).
Tendencias interpretadas
Para cada ser entre el que se da algo así como una percepción entre él y el mundo circundante, existe la posibilidad de una percepción falsa y con ello de actividades que, aunque se siguen de la tendencia interior, pueden no obstante frustrar el sentido de dicha tendencia. Esto vale igualmente para las acciones humanas. Alguien bebe libremente de un vaso. La limonada estaba envenenada. Se puede preguntar: ¿hizo lo que quería? Manifiestamente no, pues no quería envenenarse.
Podemos pensar todavía en otro caso: alguien sabe que una bebida está envenenada. Sin embargo, tiene una sed terrible y bebe finalmente el líquido sin consideración al veneno. ¿Hizo lo que quería? Sin duda satisfizo inmediatamente su tendencia, sació su sed. Pero la función objetiva de la sed es la conservación de la vida. Donde la bebida sirve a la destrucción de la vida, no podemos decir sin más que el hombre hizo lo que quería. Y tampoco podemos decir que su acción era natural. En último término descansaba en cierto modo en un engaño. La tendencia no se interpreta a sí misma. Sólo el hombre, sólo el ser racional interpreta la tendencia, comprende su sentido, por ejemplo la autoconservación. Pero en el caso del que bebe sin dominarse la interpretación no se abre paso. El hombre cierra los ojos ante la interpretación. Propiamente hablando no actúa, sino que se abandona a la tendencia ciega. No hace lo que quiere, sino que renuncia a querer.
En comparación con nuestra acción, la tendencia ocupa un lugar que no es en absoluto captable con el esquema ser-deber. Por un lado el obrar humano no es simplemente un suceso tendencial. La acción comienza más bien ahí donde nos contenemos frente a nuestra tendencia y no simplemente nos entregamos a ella. Si tengo hambre no tengo por qué comer. Puedo tener razones para no hacerlo. Puedo tener algo más urgente que hacer. Puedo querer hacer una cura de adelgazamiento, puede ser Cuaresma o alguien puede encontrarse en huelga de hambre. El hambre no obliga a comer.
Cultura y naturaleza
Pero el hambre no es tampoco un hecho neutral, que requiera de una premisa adicional para convertirse en una razón para la acción. No necesitamos de ninguna metaproposición del tipo: «siempre que tenga hambre debo comer, en caso de que no haya razones más poderosas en contra». A una máxima como esta podría ciertamente replicarse: ¿y por qué debes hacer eso?
( ) Así, por un lado, la autoconservación de un ser libre está asegurada, a grandes rasgos, por una poderosa tendencia, pero por otro está vinculada siempre de nuevo a un acto libre, el comer y el beber, que, a diferencia del respirar, no se hace simplemente «por naturaleza» ( ). Como acción libre, ( ) el comer y el beber se enmarca en un contexto cultural. Comer y beber se convierten en banquete: en banquete familiar, en banquete con amigos, en banquete de bodas. El fin natural elemental de la nutrición se vuelve casi invisible en estas formalizaciones culturales del comer y del beber. ( ) Con todo, para el sentido humano del comer y del beber resulta decisivo que la función natural básica no se suprima por completo. ( )
Cuando los romanos tardíos prolongaban sus banquetes yendo a un «vomitorium» después de haber comido suficiente, con el fin de vomitar para seguir comiendo a continuación, la separación de las funciones cultural y natural del comer no eleva el comer en absoluto a un nivel humano más alto, sino que lo hunde en uno más bajo. En lugar de la nutrición entra el placer del paladar, sin consecuencias. Justo porque el hombre conoce la función natural de la tendencia, puede también suspenderla. ( )
La píldora y el amor
He elegido intencionadamente este ejemplo porque no pertenece a los temas habituales en ética, pero también porque pone delante de los ojos de modo especialmente claro el contexto de humanidad y naturalidad. El tema de la sexualidad y conservación de la especie, que naturalmente es de incomparablemente mayor actualidad, querría únicamente esbozarlo. Que la prosecución a largo plazo del género humano esté asegurada si se separa de la satisfacción de la tendencia, no lo puede decir nadie de momento. Me parece improbable.
La formalización e integración humana y personal de la sexualidad humana deja que ésta devenga un elemento natural en el interior de una relación personal. Pero el desligamiento sistemático del contexto natural de la función de la propagación de la vida humana privaría al amor entre los sexos de su dimensión específicamente humana. El espiritualismo, de un lado, el naturalismo, del otro, acarrearían la desaparición de lo propiamente humano. Cuando Max Horkheimer indicó que la píldora era el final del amor -tal vez una afirmación exagerada-, tenía este contexto ante los ojos.
Pero la cosa tiene todavía otra cara. Es en efecto pensable que la continuación del género humano pueda ser artificialmente asegurada por los Estados, mediante la producción de hombres en probeta. Se debe tener claro que esta producción artificial se distingue de la generación en que es una acción de racionalidad instrumental, una «poiesis», una producción, no la consecuencia natural de una praxis, de un trato interhumano. «No os figuréis -escribió el poeta Gottfried Benn- que yo pensaba en vosotros cuando iba con vuestra madre. Sus ojos se volvían tan hermosos con el amor». Un niño que ha llegado a la existencia realizado a través de una «poiesis», es una criatura de sus padres, o del médico, o del Estado en una medida cualitativamente distinta de un niño que debe su existencia a la naturaleza. Este niño podría de hecho algún día preguntar a aquellos que lo han forzado a existir cómo pueden responder de ese hecho. ¿Y qué podría contestarse a eso? Nadie puede responder por la vida o la muerte de otro hombre. Se puede tener una razón suficiente para no tener un hijo. Pero no puede haber una razón suficiente para tenerlo. Pues la existencia de un sujeto de acciones libres independiente no puede ser fundamentada por otro sujeto.
Sin entrar en casuística, podemos decir resumiendo: el crecimiento natural del hombre y la dignidad del hombre se relacionan de un modo indisoluble, y la humanización de la tendencia natural no consiste en su desnaturalización sino en su integración consciente en un contexto vital humano y social.
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(1) Más información en www.unav.es/filosofia/actividades/leynatural/; ver también Aceprensa 34/06.