Análisis
La concesión de un premio Nobel siempre da pie a discursos de entusiasmo o lamentos de decepción, últimamente más de lo último que de lo primero. La Academia sueca acaba de otorgar el Nobel de Literatura al dramaturgo inglés Harold Pinter porque -según dice- en su obra «descubre la brecha que hay detrás de los balbuceos cotidianos» y hace transparentes «los espacios cerrados de la opresión». Aunque la Academia, a juzgar por la frase, parece tocar de oído, está bastante más encaminada que otros en vislumbrar las aportaciones de Pinter.
Mucho más confusos andan los que descalifican al autor por envejecido -hay quienes argumentan que el teatro del absurdo está pasado de moda- y no digamos los que anulan su obra por el izquierdismo radical del dramaturgo inglés, sin distinguir entre Pinter y su obra.
Ni Pinter puede anclarse en la famosa generación de los «angry young men» (los jóvenes airados), en la Inglaterra de los años cincuenta, encabezada por John Osborne, ni debe adscribirse sin más al teatro del absurdo, una categoría histórica muy limitada cuando se aplica a Beckett o al propio Pinter.
Sin duda que el teatro de Pinter es un teatro político. El problema surge cuando se afirma sin matices que su teatro es rotundamente político, es decir, «didácticamente» político, al estilo de Piscator o de Brecht. Nada más lejos de la realidad. Pinter admira a Brecht pero tiene una idea distinta de la autonomía de la obra dramática: «Lo que escribo -dijo en 1962- no se debe sino a sí mismo»; «mi primera responsabilidad, sea cual sea la naturaleza de la obra -puntualizó en 1996-, es siempre la obra en sí misma». Pinter escribe teatro político «si con teatro político nos referimos -en palabras del propio Pinter- a obras que tratan del mundo real, no de un mundo artificial o fantástico». Pero nadie podrá encontrar un panfleto, un discurso burdamente amañado «a priori» en el juego de buenos y malos, incluido su teatro más explícitamente político, iniciado con «One for the road» («La última copa») (1984) y que llega hasta nuestros días.
Justamente la obra de Pinter, desde «The room» («La habitación») (1957), «The dumb waiter» («El montaplatos») (1957) o «The caretaker» («El cuidador») (1959), se ha caracterizado por su visión de la realidad como algo indeterminado bajo el abono de Beckett. Indeterminación de la historia, de la memoria, de la identidad de los hombres. La vida percibida como fragmentaria y ambigua, asaltada por esquirlas de lenguaje caídas desde algún lado del vivir, quizá del olvido o de la misma inconsistencia personal; ecos de discursos cotidianos que no hallan respuesta pero que, como ocurre con el sonar, revelan la caja hueca, terrible, ingenua u opresiva que forma la sociedad humana.
Nos encontramos ante un equipaje formal y mental que ha servido de estímulo a generaciones posteriores, como al inglés David Hare o al norteamericano David Mamet. En España, especialmente en Cataluña, hay un verdadero vivero de autores que han convertido en punto de partida la peculiar perspectiva de Pinter.
El primero de todos ellos es José Sanchis Sinisterra, maestro de jóvenes dramaturgos como Sergi Belbel, Lluïsa Cunillé, Paco Zarzoso, Carles Batlle, David Plana Sanchis fue el animador de un «Otoño Pinter» (1999) en la Sala Beckett de Barcelona que contó con la presencia activa del dramaturgo inglés en tres ocasiones. El mismo Sanchis ha comentado sus influencias pinterianas: «A Pinter lo descubrí vía Beckett a finales de los 80. Digo descubrí porque aunque lo conocía desde mucho tiempo antes, lo había leído mal, como también leí mal a Beckett en los años 60. Pues bien, Pinter recoge exactamente esa concepción de la realidad humana como algo inverificable. Y eso ha sido para mí una gran revelación. En estos momentos, de una manera conceptual, no imitativamente, hay mucho Pinter en mi teatro, sobre todo en «El lector por horas», y en algunas obras breves».
Sanchis Sinisterra participa de una teoría dramática denominada «Estética de la recepción», según la cual, sintetizando quizá en exceso, las estructuras indeterminadas, ambiguas, de los textos permiten que el espectador sea el que cierre, unifique, interprete, la multiplicidad de elementos dispersos vistos en la representación.
En definitiva, Harold Pinter ha conducido, junto a otros, hacia una nueva forma de entender la escritura dramática, en la que el espectador tiene un papel mucho más activo. A través de una filosofía sobre la indeterminación de lo real -fuente de análisis existencial, de sorpresa y de humor-, se huye de argumentos cerrados y unívocos y se presenta la historia en múltiples capas, ninguna de ellas autosuficiente, en continuo choque significativo y fragmentario de contenidos y tiempos.
Juan Manuel Joya