Lula, al principio del camino

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São Paulo.— El gobierno de Luiz Inácio «Lula» da Silva, presidente de Brasil, completó en abril sus cien primeros días. En este tiempo ha conseguido la confianza internacional en su proyecto, sin perder el respaldo interno, lo que constituye el mejor ambiente para acometer los cambios anunciados. Pero la reforma de la Seguridad Social de los funcionarios y la reforma fiscal van a poner a prueba la voluntad de cambio y el vigor de las resistencias.

La confianza externa ha quedado de manifiesto con la apreciación de la moneda brasileña (real) frente al dólar. A principios de enero un dólar valía 3,50 reales, pero en abril alcanzó el nivel más bajo de los últimos meses: 2,91. El «riesgo país», medido por las agencias internacionales de crédito, ha pasado de 2.000 puntos a comienzos de año a menos de 1.000, actualmente. Otra señal de confianza externa.

En cuanto al apoyo popular, una reciente encuesta (Folha de São Paulo, 9-IV-2003) revela que el 43% de los brasileños considera «óptimo o bueno» el desempeño del gobierno; y el 76% confía en que Lula gobernará bien en el futuro. Las mayores preocupaciones de los brasileños son, por este orden, el desempleo, el hambre y la violencia -que en encuestas anteriores aparecía en segundo lugar-. Según la encuesta, la lucha contra el hambre ha sido el área de mejor desempeño en los cien primeros días de Lula. Eso muestra que las campañas publicitarias han causado efecto, pues de hecho poco se ha llevado a la práctica hasta el momento.

Hambre cero

La dirección social que Lula quería imprimir a su gobierno empezó con la visita del presidente y los ministros a uno de los municipios más pobres del país, para hacerse cargo de la pobreza en que vive un estrato significativo de la población. Enseguida se lanzó una campaña contra el hambre (Fome Zero) que ha provocado una sensación de éxito anticipado por parte de la población. Sin embargo, hasta hace poco no ha sido más que un eslogan. Por ejemplo: una famosa modelo brasileña donó un cheque para apoyar la campaña, pero el dinero tardó varias semanas en ser ingresado en el banco porque todavía no existía una cuenta corriente para recoger fondos. Esto da una idea de que los buenos propósitos están tardando en concretarse por falta de coordinación y experiencia en el funcionamiento de la máquina administrativa.

El programa Fome Zero pretende actuar en dos frentes. El primero es estimular la producción agrícola para generar empleo, a través de la oferta de crédito, la garantía de compra y el seguro contra la eventual pérdida de la cosecha. Y el segundo, la distribución de bonos-alimentación a familias pobres, por valor de 16 dólares mensuales, que solo podrán utilizar para comprar comida. Hasta el momento un programa piloto ha sido iniciado en dos municipios, Guaribas y Acuã. Y pronto se extenderá a otros 17 municipios del Estado de Alagoas, uno de los más pobres de Brasil.

José Graziano, ministro de Seguridad Alimentaria y cerebro del programa, está siendo blanco de las críticas, incluso dentro del gobierno. Se le achaca que Fome Zero, con independencia de las dificultades para ponerlo en marcha, tiene carácter meramente asistencial; que combate los efectos pero no las causas; y que es una medida de emergencia sin sustentación a largo plazo. En ese sentido la mejora del sistema educativo sería el auténtico remedio para la promoción e inserción social de los más desfavorecidos económicamente.

Graziano replica que el programa no despega por culpa del anterior gobierno, que no disponía de un censo adecuado de familias pobres. De hecho se han creado comités -compuestos por mujeres- en el nordeste del país para identificar a las familias beneficiarias y fiscalizar la puesta en marcha. El ministro de Educación, Cristovam Buarque, propuso extender el programa Bolsa-Escuela –que concede 5 dólares mensuales por hijo (con un límite de 15 dólares) a las familias que mantienen sus hijos en la escuela– para facilitar la puesta en marcha de Fome Zero. Una vez establecida la red de ayudas, se reduciría a la mitad el costo de implantación del nuevo programa. Sin embargo, la idea fue descartada por el presidente Lula.

Una deuda con tasas de usura

Brasil deberá renegociar un préstamo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) hasta final de año. El director general del FMI, Horst Köhler, ha tenido varias entrevistas con Lula, y en todas ellas no ha dejado de elogiar la política económica del nuevo gobierno.

Köhler declara así a la prensa brasileña: «Tengo gran confianza en el nuevo gobierno del Brasil, que está trazando un rumbo valiente para restaurar el crecimiento y alcanzar una reducción sostenible de la pobreza. El presidente Lula da Silva definió la agenda correcta: construir sobre los éxitos obtenidos por el presidente anterior, continuando el fortalecimiento institucional, la estabilidad macroeconómica y la reducción de la desigualdad de rentas, y reforzar la cohesión social».

A pesar de esta visión optimista, el FMI advierte que Brasil sigue siendo vulnerable al cambio de humor de los inversores extranjeros: el año pasado hubo una reducción del flujo de capital exterior a consecuencia de la incertidumbre del proceso electoral, pero ahora Brasil se enfrenta a la pesada carga de la deuda, que representa el 56% del PIB. Esta deuda no sería un problema serio si las tasas de interés fueran parecidas a las norteamericanas o europeas (en comparación, el Tratado de Maastricht establece para los países de la UE un tope más bien conservador del 60%). Pero oscilan entre el 25% y el 28% al año (actualmente son del 26,5%). Con lo que la deuda se eleva automáticamente por el mero hecho de las tasas de interés aplicadas.

La dependencia externa queda de manifiesto por el volumen de recursos que Brasil necesita captar para equilibrar sus cuentas al final del año. En 2002 fueron necesarios 38.000 millones de dólares, 27.000 de los cuales se consiguieron en el mercado financiero y 11.000 por préstamos del FMI.

Política económica sin cambios bruscos

La política económica del gobierno ha resultado sorprendente para aquellos que esperaban un cambio radical. Los diputados y senadores del partido en el gobierno, Partido de los Trabajadores (PT), que defendían un giro completo de las políticas económicas, se han visto decepcionados. Han surgido momentos de rebeldía y crisis dentro del partido, pero Lula ha sabido sortear los escollos apoyado en sus más fieles seguidores, como el ministro de la Casa Civil, José Dirceu, el presidente del PT, José Genoíno, y el ministro de Hacienda, Antônio Palocci.

Los demás partidos declaran que la economía sigue el mismo rumbo que durante el gobierno anterior. Para explicar su maniobra Lula ha utilizado una imagen que dice haber aprendido de Palocci: «Brasil no es un fusquinha [el pequeño automóvil Volkswagen conocido en otros lugares como «escarabajo»] con el que puedes cambiar bruscamente de dirección dando un volantazo mientras echas el freno de mano, sino un trasatlántico. Si giras muy rápido lo partes por la mitad». Lo que falta por saber es si de hecho pretende dar un giro de 180 grados a Brasil, aunque sea lentamente, una vez que ha asegurado el apoyo internacional y el de algunos partidos de la oposición, precisamente por no haber cambiado el rumbo del barco.

Con la experiencia de los cien primeros días, el ministerio de Hacienda publicó el 10 de abril un documento de 95 páginas con las medidas económicas para los próximos cuatro años. El documento, titulado Política Económica y Reformas Estructurales, asume el compromiso de solucionar «los graves problemas fiscales que caracterizan nuestra historia económica, o sea, la promoción de una ajuste definitivo de las cuentas públicas». El segundo eje fundamental corresponde a la cuestión social, en la que se inserta la lucha contra la pobreza. La promoción social de Brasil es designada por el Ministerio de Hacienda como «inclusión social». Este documento ha provocado algunas críticas de economistas del PT, que participaron en la elaboración del programa electoral, que no están de acuerdo con implantar una política fiscal rigurosa.

Para solucionar el problema fiscal, el gobierno pretende mantener la meta del superávit primario en 4,25% del PIB en los próximos años, lo que reduciría la relación deuda-PIB del 56% actual al 35% en 2011. Pero para eso es necesario promover dos reformas: la de la Seguridad Social y la del sistema tributario.

Privilegios de los funcionarios

La reforma de la Seguridad Social de los funcionarios públicos es el talón de Aquiles del ajuste fiscal del gobierno. En 2002, el déficit de la Seguridad Social fue del 5,5% del PIB: la Seguridad Social pública fue responsable del 4,2% y la privada del 1,3%. Mientras que la Seguridad Social pública destina aproximadamente 10.000 millones de dólares para pagar las pensiones de un millón de personas, la privada, con un gasto de 29.300 millones de dólares, atiende a 18 millones de personas. La Seguridad Social consume dos terceras partes del presupuesto social brasileño y no contribuye a mejorar la distribución de la renta.

Las distorsiones son el resultado de los muchos años en que no se han acometido las cuestiones espinosas del sistema, como la acumulación de beneficios y la ausencia de topes para las pensiones. El presidente Lula ha dicho que, por ejemplo, hay pensionistas que reciben 17.000 dólares al mes, es decir, más de doscientos salarios mínimos.

El 30 de abril, el presidente entregó en el Congreso la propuesta de reforma de las pensiones. Antes de ser aprobada deberá ser examinada por la Cámara y, posteriormente, por el Senado. El borrador cuenta con el apoyo de los veintisiete gobernadores de los Estados, de manera que la aprobación está casi garantizada, pero el camino no va a ser fácil.

Los principales cambios son: cobrar una tasa del 11% del valor de la pensión a los jubilados que reciban más de 300 dólares; establecer un techo para las pensiones de los nuevos funcionarios públicos contratados (aproximadamente 10 salarios mínimos); y fijar una edad mínima para la jubilación de los actuales y futuros funcionarios públicos (60 años para los hombres y 55 para las mujeres).

Impuestos más progresivos

La reforma tributaria no tiene como objetivo aumentar el volumen de recaudación, sino reducir la complejidad del sistema. Busca también aumentar la progresividad de los impuestos, pues con el sistema actual, el 10% más pobre paga una proporción de la renta semejante al 10% más rico. Fernando Henrique, antecesor de Lula en la presidencia, no consiguió, a lo largo de ocho años de gobierno, llevar a término la reforma tributaria. Las dificultades son las mismas, aunque Henrique no tenía especial interés en cambiar una recaudación segura por una incierta.

La cuestión más debatida de la reforma entre los gobernadores de los Estados y el presidente, y que aún no está definida, se refiere al Impuesto sobre Circulación de Mercancías y Servicios. El impuesto se cobra actualmente en el Estado de origen, lo que favorece al Estado productor. Se propuso cobrarlo en el Estado de destino de las mercancías, para favorecer el consumo, pero no hubo consenso y se dejó la cuestión para más adelante. La reforma también prevé el carácter progresivo del Impuesto sobre Herencias y Donaciones; una previsión de renta mínima, y una rebaja de los impuestos sobre alimentos básicos.

Fuerte desigualdad

El segundo eje de la política económica para los próximos cuatro años será la «inclusión social». Brasil continúa siendo uno de los países con peor distribución de la renta. El índice que mide la concentración de la renta (coeficiente de Gini) del Brasil no ha variado significativamente en las últimas décadas, y gira alrededor del 0,6. La concentración es patente si consideramos que el 10% más pobre de la población ingresa solo el 1% del PIB, mientras que el 10% de los más ricos posee más del 50% de la riqueza del país.

Durante décadas se ha dicho que para que la riqueza se distribuyese más equitativamente era necesario el crecimiento económico del país. Sin embargo, Brasil ha crecido significativamente durante las últimas décadas -la media de los últimos 50 años es un poco inferior al 5%- pero la riqueza continúa mal distribuida.

Numerosos estudios comparativos, entre los que destacan los textos de los últimos congresos de la UNCTAD y los trabajos publicados por el Instituto de Investigación Económica Aplicada, concluyen que el crecimiento ayuda a los pobres, pero que esa mejora no les saca de la pobreza. En cambio, los países donde las desigualdades son más reducidas tienen un crecimiento mayor y más estable.

La educación, clave del cambio

El programa económico del gobierno se hace eco de este punto de vista: distribuyendo mejor la riqueza se reducirá la pobreza. Pero tiene en cuenta que el 40% de la desigualdad en la distribución de la riqueza se puede explicar por la falta de escolaridad.

Según el gobierno, la educación es la clave para que la proporción de personas pobres en Brasil pase del 15% al 5%. El porcentaje de gasto en educación es el 4,2% del PIB, semejante al de muchos países desarrollados. El problema está en cómo se gasta. Brasil gasta comparativamente muy poco por alumno de primaria y mucho por alumno universitario. Esta desproporción limita significativamente el desarrollo futuro del país. El anterior gobierno ni siquiera intentó romper ese círculo vicioso, pero el de Lula tampoco ha ofrecido soluciones. Es cierto que se ha propuesto destinar un 7% del PIB a la educación, pero aún no ha encontrado la forma de reajustar los recursos.

Hay otros campos que dificultan la promoción social y económica. Por un lado, según el Instituto Nacional de Estudios Pedagógicos, solo el 59% de los alumnos concluyen la Enseñanza General Básica (que dura 8 años), y los que terminan lo hacen en 10,2 años de media. Por otro, una enseñanza de calidad requiere una remuneración adecuada de los profesores. El salario medio de los docentes de enseñanza básica, según el Censo del Maestro de 1997, era de 176 dólares (equivalente a dos salarios mínimos actuales). De manera que los buenos profesionales prefieren dejar la enseñanza para dedicarse a ocupaciones mejor remuneradas.

Solo si se mejora la situación de la enseñanza primaria y secundaria es posible esperar, a medio y largo plazo, que se produzca una mejor distribución del ingreso y una disminución significativa de la pobreza. Los programas de emergencia combaten los efectos pero no van a la raíz de los problemas.

Títulos de propiedad para los habitantes de favelas

Las favelas son como el símbolo, conocido en todo el mundo, de la pobreza en Brasil. Es recordada la visita que Juan Pablo II hizo a una favela de Río en 1980. El cine ha buscado argumentos en estos barrios, como es el caso de la película Orfeu o la reciente Ciudad de Dios. Favela equivale -no sin alguna exageración- a miseria, marginación, absentismo de los poderes públicos, imperio de la droga y la delincuencia organizada.

Sin embargo, quien vive en una favela no está por completo desposeído. Tiene algo: un patrimonio con que avalar la solicitud de un préstamo, una dirección postal para mantener correspondencia con clientes y proveedores, una propiedad con que acreditar su derecho a servicios municipales a cambio de sus impuestos… Así sería, si pudiera demostrar la titularidad de su vivienda. Pero la tenencia de las favelas es del todo informal, lo que deja a sus habitantes -millones de personas en más de 4.000 barrios en torno a las grandes ciudades brasileñas- sin la base económica que otros tienen para prosperar.

Ahora, el gobierno de Lula, quien en su infancia habitó una favela de São Paulo, ha anunciado que empezará a dar a los chabolistas títulos de propiedad sobre sus casas. Es una idea propuesta, singularmente, por el economista peruano Hernando de Soto en su libro El misterio del capital (ver servicio 19/01). Según De Soto, los pobres podrían acceder al crédito, ampliar sus negocios, etc., si los activos que poseen informalmente (la vivienda, en primer lugar) fueran legalmente reconocidos, porque esos bienes se convertirían en capital productivo. «Cuando se da a los pobres activos que se pueden reconocer y defender en virtud de las leyes de propiedad, se logra una enorme creación de riqueza», sostiene De Soto.

El gobierno empezará a aplicar el plan en las favelas de São Paulo y Río de Janeiro. En la primera fase, distribuirá títulos a los habitantes de favelas levantadas sobre suelo de propiedad pública. Más complicada será la segunda fase, cuando el programa se extienda a terrenos privados, lo que exigirá procedimientos de expropiación, con las consiguientes compensaciones.

El gobierno y los propios interesados esperan que la adjudicación de títulos alivie la pobreza e impulse la actividad económica en los barrios de chabolas, al permitir a los habitantes obtener créditos con que hacer reparaciones y mejoras en sus viviendas, así como comprar bienes de uso, abrir establecimientos comerciales o adquirir más suministros para sus negocios. Lo que temen es que el programa escape al control del gobierno para embarrancar en disputas interminables sobre el derecho a las parcelas o caer en manos de los poderes fácticos que dominan algunas favelas: las bandas y los narcotraficantes.

El propio Hernando de Soto, que ha visitado Río por invitación del ayuntamiento, ha advertido que la idea es buena, pero todo depende de que se sepa aplicar bien. ACEPRENSA.

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