La difícil búsqueda de los orígenes de la vida
Los intentos de desvelar los orígenes de la vida en la Tierra han tropezado sistemáticamente con la escasez de indicios experimentales o fósiles. Si en los años 50 parecía que el misterio estaba a punto de resolverse, en este fin de siglo el problema se sigue resistiendo a los científicos y sus investigaciones abarcan hipótesis muy distintas.
El origen, no ya de las primeras células, sino incluso de las biomoléculas -como los ácidos nucleicos y los fosfolípidos- que se consideran necesarias para que haya actividad vital, sigue siendo una incógnita de la historia de la vida. Las hipótesis más aceptadas en la actualidad proponen que las primeras células podrían haberse originado en la Tierra, hace poco más de 3.500 millones de años, como resultado de una evolución química progresiva desde la materia inerte. En realidad, a lo largo de las últimas décadas se ha venido insistiendo, aunque cada vez con nuevos matices, en las propuestas que ya hiciera Oparín a principios de siglo y, algunos años después, otros investigadores como el premio Nobel H. Urey y su discípulo Stanley Miller.
A partir de los años 70, comenzó a hablarse seriamente de la posibilidad de un origen de la vida también químico, pero extraterrestre: las primeras células provendrían de otros lugares del Cosmos y llegarían hasta nuestro planeta gracias a los meteoritos o a cualquier otra causa.
Mirando el mundo en un matraz
Está claro que esta segunda solución (teoría de la panspermia) no es más que un aplazamiento del problema, pues surgiría inmediatamente el enigma inicial: ¿cómo se originó la vida en esos lugares de donde supuestamente proceden los primeros gérmenes vivos?
A principios de los años 50, Stanley Miller realizó un experimento que pasó a formar parte del cuerpo de doctrina de la Biología. Siendo todavía un joven doctorando de la Universidad de Chicago, Miller reprodujo en un laboratorio el ambiente de la Tierra primitiva tal como la describían los geofísicos de entonces, es decir, un ambiente en el que habría una cierta abundancia de compuestos sencillos de hidrógeno, oxígeno, carbono y nitrógeno. Seguidamente, aplicó descargas eléctricas de alto voltaje (simulando así los efectos de la radiación solar y cósmica) y obtuvo una mezcla de sustancias orgánicas entre las que se encontraban cuatro tipos de aminoácidos sencillos: los «ladrillos», por así decir, de los edificios proteínicos que componen las células.
Al repasar hoy las conclusiones de Miller, deben tenerse en cuenta algunas otras proposiciones que podrían modificar sustancialmente la validez de sus planteamientos. Miller realizó su experimento en un matraz cerrado, dando con ello por supuestas algunas condiciones previas de trabajo. Partió, en efecto, de la suposición de que la Tierra primitiva era un sistema semejante a la Tierra actual, es decir, un mundo en el que se daría un intercambio de energía con el entorno, aunque no de materia. Pensó asimismo que aquella atmósfera primitiva debía ser reductora y, bajo esa suposición, seleccionó los ingredientes necesarios para la formación de una determinada clase de biomoléculas, como son los aminoácidos.
Sus resultados no tardarían en presentarse como una verificación parcial de la hipótesis de Oparín (1), quien defendía el origen químico de la materia orgánica en el planeta. Decimos parcial, porque ni en el experimento de Miller, ni en ningún otro trabajo posterior, se han obtenido todas las familias de biomoléculas necesarias para la vida tal como la conocemos actualmente.
Las expectativas creadas a raíz de aquel experimento fueron grandes y pronto comenzaron a tomar cuerpo las teorías decididamente defensoras de un origen químico-terrestre de la vida. El mismo Miller predijo entonces, en los años 50, que en menos de veinte años se sabría exactamente cómo se originó la vida en la Tierra. Vemos, sin embargo, que el problema, después de casi medio siglo, se sigue resistiendo a los científicos.
La ilusión del eslabón perdido
«No sabemos -declaraba Miller en una entrevista reciente- cómo era exactamente la Tierra hace 4.000 millones de años, así que nunca tendremos pruebas directas de si las cosas ocurrieron de un modo u otro. Pero podemos elaborar hipótesis plausibles y hacer experimentos para ponerlas a prueba. Porque sí sabemos una cosa: la vida surgió de algún modo» (2). Y en la ponencia inaugural del simposio sobre «Los límites de la vida» (Barcelona, 12-14 de noviembre de 1998), el científico americano precisaba: «Ahora estamos estudiando una molécula que puede ser el eslabón perdido entre la materia inerte y la vida. Tengo grandes esperanzas depositadas en ella». Se refiere al ácido péptido-nucleico (PNA), una molécula informacional que precedería -siempre según su hipótesis- al ARN, molécula a su vez indispensable para explicar la aparición de las primeras estructuras celulares.
Es de suma importancia tener en cuenta que cuando se habla de los ambientes (terrestres o no) en los que se supone pudieron surgir las primeras formas de vida, nos estamos remontando a un mundo de hace 4.000 millones de años, del que no ha quedado rastro, no ya sólo en el registro fósil, sino tampoco en el rocoso.
En todo caso, no parece muy aceptable, al menos cuando se habla en términos científicos, invocar la búsqueda de un eslabón perdido, como si se hubiese establecido ya toda una cadena de sucesos bioquímicos y metabólicos; o como si en realidad todo el problema se redujese a encontrar una molécula de enganche entre la no-vida y la vida. Si ya suena problemática la referencia al célebre eslabón perdido cuando se trata del origen del hombre, el uso de este tipo de expresiones, cuando se habla de la búsqueda de una molécula (que, en cualquier caso, obliga a retroceder en el tiempo nada menos que varios miles de millones de años), resulta cuando menos pretencioso, además de poco serio.
Lo único que puede decirse con certeza es que «en algún momento -como afirma Miller- la vida surgió de algún modo». En qué momento surgió, no se sabe; tampoco hay indicios claros de qué clase de vida sería; y prácticamente nada puede decirse con verdadera certeza acerca del modo en que se originó.
¿El huevo o la gallina?
Actualmente, es aceptada como «muy probable» la posibilidad de que en la Tierra primitiva se formasen de forma espontánea las unidades estructurales (compuestos orgánicos sencillos) de todas las familias de biomoléculas presentes en las células. Uno de los grandes problemas estriba en la dificultad para explicar los procesos que habrían hecho posible el paso de esas unidades sencillas a las primeras macromoléculas, verdaderos cimientos de las estructuras celulares.
Gracias a los progresos de la moderna Biología, hoy se sabe que en el interior de las células los compuestos orgánicos sencillos son utilizados según las necesidades vitales de la célula: a partir de los aminoácidos se forman las proteínas; los nucleótidos se unen entre sí formando los ácidos nucleicos, y así sucede con las demás biomoléculas. Este reciclado se realiza gracias a la presencia de determinadas enzimas, que son proteínas complejas que ejercen funciones catalíticas o reguladoras.
En la célula, la síntesis de proteínas exige la presencia de ácidos nucleicos (ADN o ARN), y para que se formen ácidos nucleicos es necesaria la presencia de proteínas. Así pues, en el origen de los sistemas de catálisis e información biológicas, tropezamos de nuevo -y aquí está el quid de la cuestión- con un viejo problema: ¿qué fue antes, el huevo o la gallina? O, en otras palabras: ¿son posibles todos estos procesos -en los que cifran los científicos sus hipótesis y explicaciones- sin la presencia de la organización celular? La respuesta a esta cuestión permanece sumida, por el momento, en el más recóndito de los misterios.
Selección poco natural
Algunos investigadores -Miller entre ellos- han imaginado un mundo primitivo de ARN que, según afirman, cumpliría las necesidades de información y catálisis. «Fue en este mundo de ARN -afirma Gerald Joyce, una autoridad mundial en evolución molecular- donde se inventaron las proteínas y el ADN como lugar de información genética». En todo caso -dice el mismo Joyce-, «tampoco podemos estar seguros de que fuera ARN». Y, efectivamente, hay que precisar también que todos los intentos experimentales de formar las cadenas tanto del ADN como del ARN, en condiciones supuestamente similares a la Tierra primitiva, han fracasado. El «mundo pre-ARN» del que se viene hablando en los últimos años, y que explicaría en definitiva el comienzo de una actividad propiamente biológica, no pasa de ser más que un mundo complejo y enigmático, entramado a base de suposiciones y conjeturas de muy difícil solución.
Con todo, los investigadores que abogan por ese supuesto «mundo pre-ARN» piensan que en la Tierra primitiva debió de darse una «síntesis continua de los precursores (compuestos orgánicos sencillos) y que, a partir de ellos, se formarían todas las clases de biomoléculas necesarias para la vida» (3). El proceso -según dicen- se vería acelerado por una «gran selección natural». La propuesta es atractiva, sin duda; pero, una vez más, su argumentación no resulta tan fácil como el enunciado de la hipótesis.
En efecto, en los estadios anteriores a la aparición de las primeras biomoléculas funcionales no es posible invocar una aceleración del proceso debida a la selección natural, pues no hay ninguna función útil que seleccionar. Sólo después de este estadio -si se ha de ser fiel al concepto darwiniano-, se podría invocar la selección natural como mecanismo para ir llegando progresivamente a las primeras células. En todo caso, se trataría de una «selección natural» que resulta cuando menos sospechosa, en cuanto que tendría muy poco de «natural».
«Nuestro sistema -admite Joyce- no evoluciona por sí solo, sino que requiere la intervención de los científicos que realizan el experimento y de proteínas que tomamos lógicamente del mundo biológico». En resumidas cuentas, los investigadores obligan a las moléculas de ARN a evolucionar en una dirección determinada, imponiendo las condiciones. De este modo, los científicos actúan como la selección natural en la naturaleza. «Es como criar perros o flores -puntualiza Joyce-, sólo que en este caso lo que criamos son moléculas de ARN». Estamos, por lo tanto, ante una selección premeditada e inducida. Es comprensible que, dadas las circunstancias, hoy día la mayor parte de los investigadores dedicados a estudiar el origen de estas biomoléculas se inclinen cada vez más por un origen espontáneo posible, pero muy poco probable.
¿Vida extraterrestre?
Ha transcurrido casi medio siglo desde aquellos años 50, en que la comunidad científica contemplaba extasiada la consagración de las teorías sobre el origen de la vida. El camino, sin embargo, ha resultado ser más largo y complicado de lo que entonces se esperaba y, entre tanto, se han ido abriendo paso nuevas hipótesis. Algunas de ellas tan sorprendentes e inesperadas como las formuladas en la década de los 70 por F. Hoyle (4) y F. Crick (5), máximos representantes en aquella época de la teoría del origen extraterrestre. Se empieza a hablar entonces de la «nube de la vida», y no tanto de la «sopa inicial» o del «caldo primitivo», que había sido algo así como la pócima milagrosa de la primera mitad del siglo. En estos mismos años cobran fuerza también entre algunos científicos las propuestas de J. Lovelock, quien plantea la «hipótesis Gea», y de B. Carter, a quien se debe la primera formulación del «principio antrópico». Para estos investigadores no resulta convincente el origen químico de la vida en la Tierra como resultado necesario del puro azar.
Desde que en los años 70 Hoyle y Crick reavivaron las hipótesis de Arrhenius (1859-1927), el verdadero precursor de la teoría de la panspermia, han sido ingentes los esfuerzos y recursos dedicados a este campo de investigación. Mientras, las sondas espaciales y los radiotelescopios intentan captar señales de vida -sin demasiado éxito por el momento- en lugares como Marte o Titán. En este sentido, cabe recordar la viva polémica suscitada en 1997 por el descubrimiento de actividad biológica en un meteorito procedente de Marte que cayó en la Antártida hace 13.000 años. Hasta que nuevos análisis demostraron que el meteorito orgánico encontrado era de origen terrestre.
A partir de 1985, los geofísicos comenzaron a variar sus ideas acerca de la composición de la atmósfera primitiva, y actualmente ya no la consideran reductora -como suponía Miller-, sino medianamente oxidante (con mayores concentraciones de agua, nitrógeno y dióxido de carbono). El caso es que los rendimientos de los experimentos tipo Miller, en esas nuevas condiciones, son mucho más bajos que los obtenidos por el investigador americano en 1953.
Actualmente, algunos especialistas en la materia, como Lazcano, de la Universidad Autónoma de México, reconocen abiertamente las limitaciones que existen en un campo de estudio tan complejo como es éste: «No sabemos cómo se originó la vida en la Tierra y probablemente no lleguemos a saberlo nunca» (6).
Tras las huellas de Demócrito
Son diversas, y en algunos casos extremadamente complejas, las proposiciones que pugnan por abrirse camino en su intento de explicar cómo serían los primeros organismos que poblaron la Tierra. Los expertos siguen preguntándose -sin poder contestar la pregunta, sino a base de nuevos modelos teóricos- si los primeros organismos dependían para su actividad vital de la energía solar o química (autótrofos), o si, por el contrario, eran capaces de obtener la energía de compuestos orgánicos (heterótrofos). Las respuestas ante problemas como el precedente llegan a ser tan inapelables como la que Lazcano daba a los asistentes al citado simposio, después de ser interpelado sobre esta cuestión: «No sabemos en realidad cuáles fueron los atributos de los primeros seres vivos».
Si se repasa el cuerpo de doctrina existente en lo relacionado con el origen de la vida, puede quedar la impresión de que ese «conocimiento cierto…», que en definitiva ha hecho progresar las ciencias a lo largo de la historia, se convierte en una especie de «autoconvencimiento borroso» -a veces llega a ser colectivo-, que emerge más de la fe en la ciencia (o en la, a veces pretendida, capacidad autocreadora de la materia) que de los conocimientos realmente verificados por los científicos.
En el fondo de todas estas suposiciones, se descubre como denominador común una premisa inicial y quizás un tanto caprichosa: la idea de que todo cambio evolutivo habría tenido lugar de un modo necesario y conducido por el azar. Vendría a ser algo así como una condición preestablecida y consustancial al proceso evolutivo que se intenta explicar. Cuando Jacques Monod (7), Premio Nobel de Medicina en 1965, exponía sus ideas sobre la evolución, no hacía sino afirmar su convicción (que por lo demás era entonces la corriente dominante en los ambientes científicos) de que todo el proceso evolutivo no es más que el resultado necesario de una sucesión interminable de reacciones físico-químicas, creadoras de niveles cada vez más complejos de organización de la materia. Una suerte de mecanicismo materialista, en fin, que trae a la memoria las explicaciones que ya hacía Demócrito muchos siglos antes.
Algo de ciencia y buenas dosis de fe
La aspiración de explicar de modo coherente el problema del origen de la vida es no sólo un reto apasionante, sino también una aventura en sí misma legítima. Pero querer hacerlo partiendo sólo de planteamientos científicos, es, hoy por hoy -y lo ha sido a lo largo de la historia reciente-, una de las mayores utopías que puede pretender el hombre moderno.
La exclusión a priori de una concepción trascendente de los orígenes de la vida se traduce no pocas veces en posturas claramente reduccionistas de la realidad. Por otra parte, la creencia en la intervención de un ser trascendental en el origen de la vida es perfectamente compatible -aunque a menudo se pretenda negar o ignorar- con el estudio de los mecanismos físico-químicos que podrían explicar cómo se desarrolló. Como ya dijera Einstein en los años treinta, «la ciencia sin religión está coja; la religión sin ciencia está ciega» (8).
Recientes investigaciones, como las llevadas a cabo por Karsten Pedersen (9), especialista en la exploración de vida intra-terrestre, plantean también la posibilidad de que la vida se originase en «acuíferos profundos» de rocas graníticas. Su aparición se daría en unas condiciones tales -las que, según Pedersen, se darían en la Tierra primitiva, con la corteza granítica recién solidificada- que harían posible la vida de los organismos adaptados a altas temperaturas, posiblemente superiores a los 100ºC. A la pregunta de uno de los asistentes al simposio, sobre si podía demostrar con datos experimentales que ciertas formas de vida (las que él ha observado en dichos acuíferos) pueden surgir espontáneamente en ese ambiente, el investigador sueco responde: «No puedo demostrarlo, pero lo creo». Ante esta clase de argumentaciones, es difícil no evocar las palabras que, hace ya más de un siglo, escribió Haeckel, uno de los padres de la Biología moderna: «Si no se admite la generación espontánea, habría que admitir el milagro de una creación sobrenatural».
Este tipo de hipótesis puede convivir perfectamente con la actual postura de Miller, según la cual las primeras células se habrían originado en la Tierra en un «entorno frío» (modelo de «océano congelado»), bajo temperaturas próximas a los 0ºC. Es decir, en un ambiente en el que ciertas moléculas, como los ácidos nucleicos, pueden mantenerse estables durante largos periodos de tiempo. Así que, tras medio siglo de especulaciones, las posturas de competentes científicos van desde la suposición de que la vida pudiera haber comenzado sobre una corteza primitiva prácticamente incandescente, a la hipótesis que supone la aparición de las primeras formas vivientes en el seno de un océano congelado.
El origen de la vida sigue siendo, después de todo, un misterio rodeado, eso sí, de un buen número de fantásticos escenarios virtuales. Es cierto, a la vez, que las investigaciones realizadas hasta la fecha han inducido importantes avances en numerosos campos de investigación. En este sentido, cabe esperar que la búsqueda de los orígenes de la vida contribuya a conocerla mejor.
Octavio Rico_________________________(1) A.I. Oparín, El origen de la vida (1922); El origen de la vida sobre la Tierra (1929).(2) La Vanguardia, 12-XI-98.(3) Stanley L. Miller, The Building Blocks of Life, University of California, San Diego (1998).(4) F. Hoyle, Lifecloud. The origin of Life in the Universe (1978).(5) F. Crick, Life Itself (1981).(6) A. Lazcano, Autotrophic or Heterotrophic Origins of Life?, Universidad Nacional Autónoma de México, México (1998).(7) J. Monod, Azar y necesidad (1965).(8) A. Einstein, Evolution of Physics, Nueva York (1938).(9) K. Pedersen, Exploración de la vida intraterrestre, Universidad de Göteborg (1998).