El nuevo nomadismo
Hasta ahora no se ha descubierto ninguna liberación que no genere algún tipo de inconvenientes. Los hombres pagamos la libertad frente al entorno con una mayor necesidad de orientación, lo que no sucede a otros animales plácidamente incrustados en su medio. Cada vez se puede viajar más, subir más rápido en la escala social, cambiar frecuentemente de ocupación, pero también puede uno ser arrollado por el curso de los acontecimientos o quedar al margen del movimiento social. El desarraigo es el peaje de la velocidad; las ventajas de la movilidad siempre se pagan con algún vértigo.
La grandeza de la sociedad contemporánea se expresa muy bien en esa igualdad inicial de posibilidades por la que a todos les resulta posible demostrar su capacidad sin el lastre de una posición social inamovible. Pero la democratización del movimiento tiene su reverso ingrato en las patologías propias de una sociedad de advenedizos, formada por nuevos nómadas que en vez de transitar por espacios físicos, de recorrer estepas y desiertos, vagan por los ámbitos de la posibilidad. Y aquí se advierte que no toda movilidad es un incremento de libertad; hay también una cinética perversa que no siempre es fácil de combatir.
El síndrome del «masterismo»
En el terreno social es donde mejor se comprueba la ambigüedad de este imperio de la movilidad. Las reformas del mercado de trabajo apuntan hacia un incremento de la eventualidad, bajo la forma de precariedad y movilidad del empleo, de flexibilidad. La empresa trata de liberarse de una relación laboral permanente mediante el recurso a las empresas de empleo temporal. El obrero eventual no se siente parte de la empresa; ésta le considera como un coste del que conviene prescindir cuanto antes.
Esto supone considerar que la organización es una rémora y los parados una especie de «contaminación laboral» generada por el proceso productivo. En el mejor de los casos, las medidas de protección social tratarán de reciclar a los que van quedando inadaptados al nuevo entorno competitivo. Aparece así una especie de adolescencia profesional perpetua, lo que Miguel Alfonso Martínez-Echevarría ha llamado el síndrome de la preparación incesante. Quizás sea esto lo que explique la nueva ideología de los noventa: el masterismo, la abundancia de «masters» para aprender a aprender, para saber qué es lo que hay que saber. En ellos se enseña que no renovarse es morir; se exhorta a la adaptación y la preparación para cualquier eventualidad, o sea, a no saberrealmente de nada; el nuevo imperativo es llegar cuanto antes no se sabe muy bien a dónde, pero encualquier caso antes que los japoneses.
La tiranía de la posibilidad
En todo esto hay una cuestión de fondo que merece la pena examinar: la consideración de que la identidad es el todavía no de las cosas; la identidad es algo que se encuentra pertinazmente un poco más lejos, más adelante de donde nos encontramos. Quien se pone en marcha hacia esa fascinante y siempre insatisfecha identidad, se convierte en un espectro que huye continuamente de la realidad ilegítima e imperfecta del presente. Como fenómeno social y psicológico, la modernidad es una especie de minusvalía universal, la obsesión de que todo es aún demasiado poco; lo que es ya está contradicho por lo que será.
En la primera de las Elegías a Duino, Rilke expresaba así el vértigo de lo que ha dejado de contar pero todavía no se ha hecho valer: «Cada sordo giro del mundo tiene tales desheredados, / a quienes ni lo anterior ni tampoco lo que sigue pertenece». La modernidad es la imposibilidad de mantenerse en un mismo lugar. Ser moderno es estar en movimiento. Pero estar en movimiento no es algo que uno decida, como tampoco se decide ser moderno. El nuevo nomadismo forma ya parte de nuestra condición, al igual que otras muchas circunstancias que se deben a nuestra situación en el mundo.
Un nómada es un parvenu, un advenedizo, refugiado o forastero, alguien sin permiso definitivo de residencia, un recién llegado que está de paso en cualquier lugar. Esto supone una liberación respecto del pasado limitante, pero también una desprotección absoluta. Hannah Arendt lo advirtió muy bien cuando señalaba que la autonomía del hombre se transforma ocasionalmente en la tiranía de las posibilidades. Lo posible seduce y amenaza a un tiempo porque ofrece oportunidades y deja abierto el desastre.
A la caza de identidades
Lo que distingue una sociedad tradicional de una moderna es el modo en que se configura el rango social: si es algo que se tiene o que se conquista, si es una definición poseída o una identidad alcanzada. Las definiciones son innatas; las identidades son hechas. Las definiciones le dicen a uno lo que es; las identidades le seducen con lo que uno no es pero podría llegar a ser. Beaumarchais puso en boca de su Fígaro ese sentimiento de no necesitar demostrar nada: «¿Ha hecho el señor conde algo grande? Se ha tomado la molestia de nacer». Un advenedizo, en cambio, es una persona en busca beligerante de identidad. Anda a la caza de identidades porque inicialmente no le están permitidas las definiciones.
Sólo los aristócratas pueden permitirse hacer valer lo que son: por eso no hacen nada; todos los demás son alabados o condenados por lo que hacen. El aristócrata del Wilhelm Meister de Goetheextrajo de ello la única conclusión lógica: irse al teatro. Sobre el escenario podía identificarse con personajes que hacían cosas, que no se limitaban a ser. La mayoría de los advenedizos no pueden elegir como Wilhelm. La vida es su escenario. Lo que para un establecido es juego que le distrae de la aburrida permanencia de su ser, es para el advenedizo una presión implacable que le impide ser, un destino constante que le obliga a desfilar por la pasarela de las identidades. El aristócrata ha elegido la existencia teatral; los parias han sido obligados a ser actores, con el riesgo del ridículo o la condena sin disponer de una retaguardia definitiva.
El horror del paria es la deportación en caso de fracasar. Forma parte de su carga psicológica y social la posibilidad nunca ahuyentada de que su movimiento se malogre. En ningún momento deja el héroe de ser una víctima potencial. Hoy héroe, mañana un canalla.
De genio a villano
Me parece que este es el mecanismo que explica el hecho de que la economía se haya convertido en el escenario en que este paso de genio a villano es más rápido y cruel. Cuanto más individual es el éxito económico, más asignable es la culpa del fracaso; ninguna organización soporta el desastre, pues el empresario había basado su estrategia en quitarse de encima el lastre de la organización. El problema se arregla con un cambio en la cumbre (el fichaje de otro superempresario, de un saneador, es decir, un desorganizador,un externalizador de problemas), ante la indiferencia de la base, que no acarrea con lo peor porque tampoco había albergado la esperanza de beneficiarse de lo mejor. Unos y otros se consideran mutuamente prescindibles y la desgracia ajena es contemplada con recíproca indiferencia.
Puede que esta lógica aclare algunos sucesos recientes que han hecho del mundo financiero un escenario trepidante por el que desfilan triunfadores y derrotados, el éxito y la desgracia, con un movimiento vertiginoso. A nadie como a las estrellas fulgurantes de la economía les resulta tan magnífico el éxito y el fracaso tan cruel; no hay personajes de la vida pública que pasen con tanta rapidez de las revistas del corazón a las páginas de sucesos como los que corren sobre el escenario económico. Desde la cinética del nuevo nomadismo parece congruente que la eventualidad no se detenga ante nadie, que se ensañe preferentemente con los más débiles pero derribe ocasionalmente a algún poderoso.
En la indiferencia de unos y en el resentimiento de otros puede advertirse que posiblemente estemos construyendo un mundo a la medida implacable de nuestra incapacidad de veneración, transitado por sujetos de sensibilidad escasa ante el sufrimiento ajeno y una admiración reprimida frente a lo que se nos presenta como superior. Pero hay algunas cosas que no deberíamos sacrificar en el altar de la competitividad, unos límites benéficos de la movilidad: toda sociedad necesita unas veneraciones comunes mínimas, unas repugnancias compartidas, a veces alguna desgracia que se resiste a olvidar.
No creo que se me hiciera mucho caso, pero si hubiera una nueva declaración de derechos humanos, propondría que se introdujera el derecho a la irreciclabilidad, a envejecer, el respeto hacia el que ya no puede innovar, la dignidad de lo que se es frente a lo que se podría llegar a ser. Si es propio de una sociedad abierta ofrecer a todos la oportunidad de llegar a ser lo que todavía no son, es un ejercicio de humanidad acoger a quienes tienen fundamentalmente pasado, o sea: nada que hacer.
Daniel InnerarityDaniel Innerarity es Profesor Titular de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.El creciente desnivel de la escalada socialTras una época de creciente movilidad social y de reducción de las desigualdades, desde los años ochenta las diferencias entre los más ricos y los más pobres tienden a acentuarse. The Economist (5-XI-94) analiza el fenómeno en un artículo del que resumimos los principales datos.
En Estados Unidos y en otros países industrializados las diferencias entre los que tienen más y los que tienen menos han aumentado desde hace una o dos décadas. Un método para medir la desigualdad es ver cómo se distribuye la renta total entre diferentes partes de la población -por ejemplo, lo que corresponde al 20% más rico y al 20% más pobre-, incluyendo en el cálculo no sólo los salarios sino todas las formas de ingresos (transferencias de la Seguridad Social, rentas de capital, etc.).
En Norteamérica la desigualdad se redujo desde 1929 a 1969, pero después empezó a crecer. En 1992, el 20% más rico de los hogares obtenía 11 veces más de renta que el 20% más pobre, mientras que en 1969 la diferencia era de 7,5 veces. En consecuencia, en 1992 al 20% más rico le correspondía el 45% de la renta total neta, y al 20% más pobre, el 4%.
También en Gran Bretaña han crecido las desigualdades entre ricos y pobres: en 1977 la renta del 20% más rico era cuatro veces mayor que la del 20% más pobre; en 1991, siete veces.
La desigualdad en Norteamérica es alta también en comparación con otros países ricos. En la clasificación de la desigualdad, ocupan los primeros puestos Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda y Suiza; en los cuatro países el 20% más rico gana de 8,5 a 11 veces más que el 20% más pobre. Japón y Alemania están entre los más igualitarios, con proporciones de 4 a 5,5. Gran Bretaña, Canadá y Francia ocupan lugares intermedios.
Qué se entiende por pobre
La cuestión de la desigualdad suele solaparse con la de la pobreza, pero no es lo mismo. Todo depende de lo que se entienda por pobre. Si se considera pobre a la familia que gana menos de la mitad del promedio de renta del país, entonces una mayor desigualdad supone mayor pobreza. Según este criterio, el 18% de los norteamericanos son «pobres», comparados con sólo el 6-9% en Gran Bretaña, Alemania o Suecia.
Pero como Estados Unidos es el país con mayor riqueza, las comparaciones con Europa tienden a exagerar su pobreza absoluta. En un estudio publicado el año pasado por el Luxemburg Income Study, se tomó la renta que definía el umbral de pobreza en Estados Unidos, y se convirtió a otras monedas según las paridades de poder adquisitivo (para tener en cuenta las diferencias en el coste de la vida). De este modo, la tasa de pobreza americana quedaba por debajo de la de los países de Europa Occidental, incluida Suecia (24%) y Alemania (19%).
Las causas de la desigualdad
A la hora de buscar las causas del aumento de la desigualdad, se suele invocar la adopción de una política fiscal menos redistributiva en los años 80. En distintos países, los gobiernos redujeron el tipo impositivo de las ganancias más altas (en Gran Bretaña la tasa marginal pasó del 98% al 40%) y frenaron el aumento de los gastos de bienestar social. Aun así, el sistema siguió siendo fuertemente progresivo: en 1992 el 20% de los ingleses más ricos ganaron 25 veces más que el 20% más pobre, pero, después de impuestos y transferencias, la diferencia se redujo a siete veces.
Pero la causa más importante del aumento de la desigualdad ha sido una mezcla de los cambios que han tenido lugar en el mercado de trabajo y en las tendencias de la economía global. Las nuevas tecnologías y una creciente concurrencia por parte de países en desarrollo con bajos salarios han provocado en los países industrializados un descenso relativo de la demanda de mano de obra no cualificada en comparación con la de trabajadores con educación. Así, la ventaja salarial de un joven norteamericano de 25-34 años con educación universitaria respecto a otro que sólo completó la enseñanza secundaria ha crecido un 30% en la última década.
¿Por qué en Europa continental los cambios han sido mucho menores? Porque en Estados Unidos y Gran Bretaña la desregulación ha permitido que las fuerzas de mercado jugaran a fondo su papel. En cambio, en Europa continental las negociaciones laborales centralizadas y la existencia de sindicatos más fuertes y de salarios mínimos más altos han sostenido la retribución de los que ganan menos.
En Norteamérica, el segundo motivo más importante del aumento de la desigualdad ha sido el cambio en la estructura familiar. En 1950 la mayoría de los hogares contaban con dos padres, de los que sólo uno trabajaba. Ahora las diferencias sociales son mayores entre los hogares donde los dos padres trabajan y las familias monoparentales sin empleo. Entre el 20% más pobre de los hogares, la proporción de familias a cargo de una mujer sola se ha duplicado en los últimos 40 años hasta alcanzar un 35%. En cambio, el 20% más rico de los hogares está cada vez más dominado por parejas donde los dos trabajan y tienen ingresos altos.
Justicia y eficiencia
Si las diferencias de renta se consideran un reflejo de las recompensas establecidas para lograr el máximo de eficiencia económica, entonces toda acción redistributiva del gobierno perjudicará la eficiencia. Pero un pequeño aunque creciente número de economistas está poniendo en duda este dilema entre eficiencia e igualdad.
Sus estudios sugieren que, en las sociedades menos igualitarias, el temor a los conflictos sociales y políticos puede llevar al gobierno a adoptar políticas que obstaculizan el crecimiento. Otros estudios descubren que la productividad ha crecido más en sociedades más igualitarias como Japón, Alemania y Suecia. Estos autores advierten que las sociedades con mayores desigualdades tienen también más problemas sanitarios, crimen y tensiones sociales, todo lo cual es una traba al crecimiento. Pero las correlaciones estadísticas no equivalen por sí solas a una causa.
Quizá la mejor lección de estos nuevos estudios es que, si bien algunas políticas redistributivas -como los altos tipos impositivos- obstaculizan el crecimiento, puede haber otras políticas, como facilitar el acceso a una buena educación, que favorezcan tanto la equidad como el crecimiento. Aunque estas políticas no garantizan una mayor igualdad de renta, sí amplían la igualdad de oportunidades. Del mismo modo, suplementos de renta para los peor pagados (por ejemplo, a través de exenciones fiscales) son ayudas más eficaces que el salario mínimo.