Reservar la ordenación sacerdotal a los hombres no supone una discriminación de la mujer, ya que el sacerdocio no es un poder sino un servicio. Así lo explica el cardenal Joseph Ratzinger en un artículo publicado en L’Osservatore Romano (edición en español, 10-VI-94), en el que comenta el reciente documento de Juan Pablo II sobre este asunto.
Ratzinger señala dos factores que en este siglo han puesto en duda la doctrina hasta ahora indiscutida. Allí donde la Escritura se lee independientemente de la Tradición, el inicio del sacerdocio ya no se ve como el reconocimiento de la voluntad de Cristo en la Iglesia naciente, sino como «un proceso histórico que no estuvo precedido por ninguna voluntad institutiva clara y que, por tanto, podría haberse desarrollado de modo sustancialmente distinto». Además, el simbolismo de la corporeidad humana ha sido sustituido hoy por la equivalencia funcional de los sexos; de ahí que el reservar el sacerdocio a los hombres, que antes se consideraba como un vínculo con el misterio del origen, es visto sólo como una discriminación de la mitad de la humanidad.
Ratzinger recuerda que la carta apostólica de Juan Pablo II se funda en la declaración Inter insigniores, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1976 con la aprobación de Pablo VI, y está en continuidad con otros documentos magisteriales aparecidos después. Pero como la discusión seguía, el Papa ha querido intervenir nuevamente para «alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia».
Pues no se trata de una mera cuestión disciplinar, ya que la praxis es expresión en este caso de una doctrina de fe: «El sacerdocio según la fe católica es sacramento, es decir, no algo que ella se haya inventado por motivos prácticos, sino algo que le dio el Señor, y a lo que, por consiguiente, no puede dar la forma que prefiera, sino que sólo puede transmitirlo con respetuosa fidelidad».
Dos niveles
Ratzinger expone después las razones de la postura de la Iglesia, en la que distingue dos niveles. «El fundamento doctrinal de la verdad se encuentra precisamente en la voluntad y en el ejemplo de Cristo, como se manifiesta por la elección de los Doce». Este testimonio de la Escritura fue «comprendido y vivido en la tradición como encargo vinculante de Cristo». Pero la voluntad de Cristo no es arbitraria, recuerda Ratzinger, por lo que reclama un segundo nivel de motivaciones antropológicas con las que se intenta comprender esta voluntad. Mientras que la declaración Inter insigniores en su parte quinta se planteaba estos motivos, el nuevo documento se limita esencialmente al primer nivel. El Papa resalta sólo la decisión fundamental, y deja a la teología la tarea de elaborar la implicaciones antropológicas.
A este segundo nivel, dice Ratzinger, «la Iglesia tiene que aprender de la visión moderna del ser humano, pero también el mundo moderno tiene que aprender nuevamente de la sabiduría que se conserva en la tradición de la fe y que no puede liquidarse simplemente tachándola de patriarcalismo arcaico». A este respecto observa una paradoja: «la nueva atención con respecto a la mujer, que era el punto de partida justificado de los movimientos modernos, desemboca pronto en el desprecio del cuerpo. La sexualidad ya no se ve como expresión esencial de la corporeidad humana, sino que se presenta como una exterioridad secundaria y, en definitiva, insignificante. El cuerpo ya no pertenece a lo que es característico del ser humano, sino que es considerado como un instrumento del que uno se sirve».
Pero, a la hora de justificar su decisión, Juan Pablo II se coloca en los motivos de fondo. «El punto de partida es el vínculo con la voluntad de Cristo. El Papa se convierte así en garante de la obediencia. La Iglesia no inventa por sí misma lo que quiere hacer, sino que, en la escucha del Señor, descubre lo que debe o no hacer. Esta consideración ha sido decisiva para la determinación que han tomado en conciencia los obispos y sacerdotes anglicanos que se sienten ahora impulsados a pasarse a la Iglesia católica. Como han explicado con claridad suficiente, su decisión no es un voto contra las mujeres, sino una opción por los límites de la autoridad de la Iglesia».
A este respecto, Ratzinger cita al obispo anglicano Graham Leonard y al profesor luterano alemán Reinhold Slenczka, que se oponen a que la verdad en las cuestiones de fe y moral pueda decidirse por mayoría de votos, y no por la concordancia con la Escritura y con la Iglesia universal.
Con el nuevo documento, el Papa no impone su opinión, sino que recuerda que no tiene facultad para hacerlo. «Aquí no se da jerarquía contra democracia, sino obediencia contra autocracia: en materia de fe y de sacramentos, al igual que acerca de los problemas fundamentales de la moral, la Iglesia no puede hacer lo que desee, sino que se convierte en Iglesia precisamente en la medida en que se adhiere a la voluntad de Cristo».
¿Qué obligatoriedad tiene este documento? Ratzinger aclara que el Papa no propone una nueva fórmula dogmática, pero confirma una certeza. «Se trata de un acto del Magisterio auténtico ordinario del Sumo Pontífice, y por tanto de un acto no definitorio ni solemne ex cathedra, aunque el objeto de este acto es la declaración de una doctrina enseñada como definitiva y, por consiguiente, no reformable». Esta doctrina es propuesta no como enseñanza prudencial, como hipótesis más probable o como disposición disciplinar, sino como «ciertamente verdadera». De este modo, «se hace explícita con la autoridad apostólica del Santo Padre una certeza que siempre ha existido en la Iglesia y que algunos habían puesto en tela de juicio».
El sacerdocio como servicio
Para comprender que esta doctrina no significa una discriminación de la mujer, es preciso tener en cuenta la naturaleza del sacerdocio ministerial. «En la actual discusión sobre la ordenación de la mujer, el sacerdocio se entiende como poder de decisión. Si esta fuera su esencia, sería ciertamente difícil comprender por qué la exclusión de las mujeres de la toma de decisiones y por lo tanto del poder en la Iglesia no debería constituir una discriminación».
Pero esta concepción del sacerdocio no es la que encontramos en el Nuevo Testamento, que subraya la idea de servicio. «La inserción en el sacramento es una renuncia a sí mismo por el servicio de Jesucristo». Por eso, «la lógica de las estructuras de poder mundanas no basta para comprender el sacerdocio, que es un sacramento y no una modalidad social organizativa; el sacerdocio no puede entenderse con los criterios de la funcionalidad, del poder de decisión y de la conveniencia práctica, sino sólo a partir del criterio cristológico, que le confiere su naturaleza de sacramento, como renuncia al propio poder por obediencia a Jesucristo». Al mismo tiempo, es preciso, como ha dicho Juan Pablo II, «pasar del reconocimiento teórico de la presencia activa y responsable de la mujer a la realización práctica». Tampoco se puede olvidar que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad en orden a la santidad, que es lo que cuenta ante Dios.