La apoteosis del plural

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El pluralismo de significaciones se ha convertido en el rasgo característico del pensamiento postmoderno. La apología de lo efímero, el pensamiento débil o la multiplicidad de los discursos coinciden en la renuncia a un sentido. A juicio del autor de este artículo, ese pluralismo corre el peligro de la indiferencia. Frente a un cierto fanatismo de la duda, sugiere la posibilidad de las preferencias razonables (1).

Los modernos concursos de belleza tienen un precedente mitológico en la Ilíada de Homero, lo que confiere un cierto prestigio a este fenómeno de gusto más que dudoso. En aquella ocasión la miss de la civilización griega debía ser designada por Paris entre Hera, Palas Atenea y Afrodita. El valiente guerrero sostenía pensativo una manzana cuya entrega significaría el resultado de su difícil elección. Rubens, Tiziano y Feuerbach han pintado la escena con una tensión magistral, creando una atmósfera de expectativa ante la inminente resolución de Paris, cuyo único problema consiste en que le gustaría elegir sin ofender a nadie, porque el superlativo no niega la belleza de las demás aunque la eclipse inevitablemente.

Por desgracia, la belleza es de casi todos, pero sobre el superlativo de la belleza rige el más severo régimen de propiedad privada. Los pintores han inmortalizado el momento previo a la decisión; han fijado para siempre lo que para los protagonistas fue sólo un breve momento de indecisión e impaciente espera.

La culpa es de los superlativos

Afrodita fue designada finalmente y así comenzó la guerra de Troya. La historia pone en conexión las cosas del amor con las de la guerra de una manera nada gratuita. Es como si nos tratara de decir indirectamente que la culpa de los conflictos humanos la tienen los superlativos, que no son otra cosa que engaños ópticos de nuestra mirada discriminadora. A esta seducción del superlativo se deben las guerras entre los hombres. La selectividad deja fuera muchas cosas que también son buenas y bellas y verdaderas, contra las que el elector se revuelve con furia para subrayar dramáticamente la oportunidad de su elección.

La selectividad parece inocente, pero esconde siempre una tendencia a convertirse en exclusividad. Si nos conformáramos con la pluralidad de lo bueno se evitarían todas las guerras declaradas en nombre de lo mejor. El mundo en el que vivimos sería en realidad un encuentro de mundos muy diversos, de relatos complementarios, en donde sólo estaría prohibido el veredicto de lo único y lo óptimo, por lo que el agravio comparativo habría desaparecido en favor de la coexistencia pacífica.

Desde que hay filósofos sobre la tierra, se ha agudizado la competencia; la filosofía es la continuación de la guerra por otros medios, pues aspira al monismo del singular, al fatal superlativo, a la designación de algún mundo como el mejor de los posibles, e incluso como el único de los posibles. Esta concurrencia resulta fatigosa y no pocos desearían que la razón dejara de ser un implacable tribunal para convertirse en un inocente supermercado.

Hans Blumenberg es uno de los más fervientes defensores de esta apoteosis del plural: «que vivamos en más de un mundo es la fórmula de los descubrimientos que constituyen la conquista filosófica de este siglo» (2). El pensador alemán es, por cierto, un excelente contador de historias y ha propuesto un género narrativo para el ejercicio de la actividad filosófica del que sus libros son una fascinante puesta en escena. En uno de ellos nos cuenta la historia de la hija de un guardabosques, una historia que toma del pedagogo Klöden. La muchacha desconoce los caminos que atraviesan el bosque en cuyo interior se encuentra su casa. «¡Feliz ignorancia! Para esta joven todos los conocimientos geográficos terminan más allá de un cuarto de milla y el mundo se pierde en lo indeterminado. La esfera de su actividad no era más pequeña que la de su mundo… ¿Qué amplitud puede alcanzar la esfera del pensamiento en una cabeza semejante?» (3).

«Arrastraremos el mundo con nosotros»

Es la fascinación del singular, de la coincidencia entre mi mundo y el mundo, lo que deja ver la metáfora del jardín propio. «Il faut cultiver son propre jardin», decía Voltaire, como Rousseau o Epicuro, como la habitación privada que recomendaba Virginia Woolf a las mujeres. Esta nostalgia de la finitud la describirá Hölderlin como un viaje hacia la libertad concreta: «refugiarse en algún valle sagrado de los Alpes o de los Pirineos, y comprar allí una casa amiga y la suficiente tierra fértil que se requiere para la dorada mediocridad de la vida». Es la grata simplicidad de una vida y un mundo que coincidan en amplitud, sin desajustes que compliquen nuestra percepción de la realidad: zonas desconocidas, espacios de oscuridad, ámbitos ininteligibles, exceso de complejidad… ¡Qué felicidad y -al mismo tiempo- qué limitación!

De ahí la envidia de algunos filósofos a lo ingenuo y el odio a la incongruencia entre el mundo y el pensamiento. La vida debería durar eternamente, como la indecisión de Paris inmortalizada en los museos. Pero el tiempo del mundo y el tiempo de la vida se separan inevitablemente con el descubrimiento de la variación de lo real. El intérprete tiene poco tiempo, tan sólo un plazo; sabe que no puede conocer a fondo la realidad y que lo único que le está permitido es fabricar significaciones, aumentar la pluralidad de las historias. Lo que escuchamos son sólo historias, de las que ninguna es la única, aunque algunas se presenten como si lo fueran.

Por medio de otra historia, Blumenberg muestra cómo la simplicidad también puede convertirse en atrocidad. El monismo del singular superlativo es inocente cuando el mundo que se controla es un pequeño claro de bosque, pero dramático cuando no conoce límites. Nikolaus von Below cuenta que Hitler, tras la ofensiva de las Ardenas, declaró con dramática solemnidad: «No capitularemos nunca. Podemos perecer. Pero arrastraremos al mundo con nosotros». Hitler ya había subordinado sus planes políticos a su propia expectativa de vida. La resolución de someter la necesidad de un tiempo objetivo a la posesión de un tiempo subjetivo fue una decisión por la guerra, que aceleró todo hacia el desastre final. El paranoico de conciencia mesiánica debió de pensar: detrás de mí no puede venir nada. El tiempo del mundo y el tiempo de la vida se hunden simultáneamente.

Lo que parece falsificar al pensamiento es la fijación en el propio tiempo de la vida, en las experiencias adquiridas, y el hacer de cualquier contingencia una cuestión de principio. La verdadera filosofía, por el contrario, es una discriminación de lo contingente y lo consistente. Blumenberg formula de la siguiente manera la verdadera modestia filosófica: «El sujeto mundano se realiza en la medida en que hace la más difícil de todas las concesiones que se le pueden exigir: que su mundo no sea el mundo, que su tiempo vital, en conexión con todos los tiempos de la vida, no se convierta en el tiempo del mundo… Es la renuncia a ser la medida de todas las cosas lo que permite al sujeto descubrir el sentido de su existencia» (4). Blumenberg aboga por el plural. El mundo en la propia cabeza es una quimera del fanatismo por el singular. Debemos mantener a toda costa la variedad, hasta aguantar incluso la contradicción.

Predicación gratuita

En la apoteosis del plural, el sentido es la renuncia a un sentido. El pluralismo de las significaciones se ha convertido en la signatura de nuestra época: lo encontramos en la alabanza del politeísmo de Marquard, en la pluralidad de narraciones de Lyotard, en la apología de lo efímero de Lipovetsky, en el pensamiento débil de Vattimo, en la ironía de Rorty, en la multiplicidad de los discursos propuesta por Barthes, en el funcionalismo de la equivalencia de Luhmann… Hoy Paris no habría tenido que tomar tan desagradable decisión y se le hubiera ofrecido una poligamia sin discriminaciones odiosas. O quizás hubiera inmovilizado el instante de la duda, como el Fausto de Goethe solicitaba al bello presente que no le abandonara. Aunque en este caso las diosas se habrían impacientado.

Hay que preguntarse qué tipo de comunidad es la que escucha con satisfacción esta suerte de prédicas. Es evidente que nadie desea renunciar al privilegio de la diversidad. Pero el pluralismo es un valor pacíficamente compartido, por lo que su repetición autocomplaciente no deja de resultar gratuita. La predicación contra un dogmatismo que no existe, o que es inofensivo, pone al descubierto una gigantesca autoafirmación. Probablemente estemos ante la vieja táctica de hacerse imprescindible, presentándose como el guardián de lo supuestamente amenazado. La injustificada fabricación de enemigos corresponde a la pose de quien disfruta sintiéndose en peligro y confiere la satisfacción del denunciante. ¿Por qué esta defensa del plural en un mundo en el que la pluralidad está garantizada constitucionalmente y asistida por la amplitud de las posibilidades de elección? ¿No será más urgente indagar las condiciones de la elección racional que limitarse a celebrar la indeterminación? La filosofía no nos libera de casi ninguna carga, pero ¿puede hacer menos pesada la decisión proporcionando indicaciones de racionalidad, es decir, criterios de discriminación y preferencia? Probablemente no dispongamos de muchas verdades a nuestro alcance, pero sí de las necesarias para luchar contra determinados errores, contra la historia -o, mejor, el cuento- de la desigualdad entre las razas y los sexos, contra el cuento de la eficacia policial de la tortura, contra el cuento de la utilidad educativa del aburrimiento…

La renuncia a la decisión

Nos encontramos ante una nueva versión de la paradoja del mentiroso. Quien declara todos los pensamientos sometidos a lo efímero se condena a ver cómo sus propias reflexiones sufren la misma suerte. Quien celebra la pluralidad lo hace con pasión, desmintiendo así la idea que quería propagar. La indiferencia es un dogma como todos los demás y, si la apología del pluralismo se hace desde una base tan endeble, hay que dar la razón a Marcuse cuando afirma que el pluralismo no es más que un plural del conformismo.

El politeísmo postmoderno no plantea, en el fondo, otra cosa que la renuncia a la decisión. Nos exigen extender los segundos dubitativos de Paris a la vida entera. Esto es un enquistamiento de la vacilación que entorpece el curso de la vida. Este refinado diletantismo es una pose académica que no pueden permitírsela las amas de casa, los fontaneros, los políticos o los médicos. El escéptico razonable que fue Descartes lo vio muy bien. El segundo de sus tres principios de filosofía dice que es conveniente considerar todo como falso (o como igualmente verdadero, diría un pluralista postmoderno). Pero este principio escéptico es aislado inmediatamente de la realidad -de la vida- por el tercero, que recomienda no aplicar nunca este principio a nuestras acciones. El indiferentismo se soporta bien en la biblioteca, pero es razonablemente olvidado en otras habitaciones de la casa.

Podemos contar muchas historias, pero sólo podemos tener una historia. La necesidad de interpretar el mundo y actuar razonablemente en él es tan imperiosa que las filosofías que se limitan a repetir la pluralidad de posibilidades con las que contamos no ofrecen ninguna ayuda para vencer la indecisión. No hacen justicia a la brevedad, a la finitud y a las urgencias de la vida corriente.

Blumenberg piensa como un soberano ajeno al mundanal ruido y absorto frente a las emergencias de la vida. «No existe la presión del tiempo finito que empuje o incite a ir más allá de las obligaciones fundamentales de la teoría» (5). La risa de la tracia -así se titula otro de sus libros, en el que se despliega toda la justificación a posteriori del filosófo caído en un pozo frente a la risa de la esclava- no salva del ridículo a una filosofía que se cree inmortal e invulnerable. Si los hombres tienen derecho a exigir de ella algo más que una diversión neutral, la filosofía debería preguntarse por el sentido profundamente humano de la prisa -algo que no tiene Dios y los animales desconocen- y ofrecerse como un servicio de urgencia para perplejos y desorientados. ¿Filosofía como algo que no está bajo el dictado del tiempo escaso? De acuerdo. Pero tampoco en el estado de gracia de un tiempo ilimitado.

El boxeador que nunca sube al ring

Por otro lado, la mera tolerancia pasiva entre las escuelas filosóficas no es una situación propiamente filosófica. Wittgenstein afirmaba que un filósofo que nunca toma parte en las discusiones es como un boxeador que nunca sube al ring. Hay un cierto fanatismo de la duda, impermeable a la contestación, que se presenta con una mal disimulada arrogancia, como la que acompaña a todo lo incontrovertible. Una filosofía que no arriesga a presentar una pretensión de verdad es una mónada maciza que en el fondo no está interesada en la discusión racional y de la que no cabe esperar éxitos o fracasos interesantes. «Toda ciencia puede permitirse el lujo de ofrecer de vez en cuando algo sorprendente. Pero la filosofía no tiene ese privilegio o esa carga» (6). Afortunadamente Blumenberg no puede dejar de regalarnos algunas sorpresas, en la medida en que su pluralismo narrativo implica una apuesta seria contra la pretensión de un monopolio del sentido.

Las historias dan sentidos plurales e indican la pista de la felicidad. Pero no basta con escucharlas; es necesario conducir la propia vida de acuerdo con alguna de ellas. La indiferencia es incapaz de proporcionar felicidad, aunque prometa impedir las decepciones y espantar las preocupaciones. Y la suspensión del juicio no tiene por qué conducir necesariamente a una actitud de serenidad; puede arruinar el interés de la vida en la zozobra o el tedio. No hace falta ser un dogmático ni un desequilibrado emocional para poner pasión en las opiniones o decisiones. ¿Acaso no es posible tener preferencias razonables?

De haber vivido ahora, Paris habría podido renunciar a decidir. Él mismo se habría comido la manzana.

Daniel Innerarity
Profesor Titular de Historia de la Filosofía
Universidad de Zaragoza

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(1) Este artículo es un capítulo del libro: José Rubio Carracedo (ed.), El giro posmoderno, Universidad de Málaga, 1993.

(2) Wirklichkeiten in denen wir leben, Reclam, Stuttgart, 1981, p. 3.

(3) Lebenszeit und Weltzeit, Suhrkamp, Frankfurt, 1986, p. 56.

(4) Ibid., p. 306.

(5) Ibid., p. 359.

(6) Wirklichkeiten…, p. 5.

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